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miércoles, 21 de octubre de 2020

Hablar de gastronomía prehispánica

Es casi cosa de todos los días encontrarse con un meme, una fotografía o un reportaje en el que se toque el tema de la gastronomía prehispánica de México. Lo que solemos observar generalmente está bien ilustrado con imágenes de algún manuscrito antiguo como el Códice Florentino de Fray Bernardino de Sahagún, aunque no sobran fotos de platillos modernos que la gente imagina que consumían en la corte de Moctezuma. Gracias a esos cortos informativos que autores desconocidos condimentan con música de flautitas y tambores, los mexicanos hemos aprendido muchísimas cosas sobre nuestro orgulloso pasado, o al menos eso creemos. Si se pone atención a la información memética (o peor aún, si se le da por buena) en las redes es posible adquirir expertise en alguna de las corrientes con más frecuencia observadas, que por lo general parten de mitos históricos, lecturas parciales de las fuentes y sabiduría vox populi. Sólo unos pocos materiales tienen fundamento académico, pero infortunadamente no son los que manejan muchos chefs y cocineros oportunistas o llenos de nostalgia, y mucho menos los anónimos creadores de memes.

 

Enfoquémonos primeramente en la postura que considera que los habitantes prehispánicos de Mesoamérica tenían un gusto por lo simple, lo exótico e incluso lo incivilizado. Muchos han llegado a esta conclusión al pensar que en aquellos días se contaba con instrumentos de piedra y “poca diversidad” para llevar a la cocina o a la mesa. Siguiendo esta teoría, es posible explicar la permanencia de molcajetes y comales, así como la ingesta de insectos. No falta quien afirma que lo que heredamos del pasado prehispánico es, en general, tan sólo la variedad de combinaciones posibles del maíz, los frijoles y el chile, y claro, aportan como prueba nuestros actuales antojitos.

 

Una mujer cocina tlacoyos frente a sus comensales, como en un puesto actual de antojitos

Otra postura es la idealización simplista del pasado, que afirma que nuestros antepasados indígenas eran gente bonísima y con conocimientos que se movían entre lo prodigioso y lo sobrenatural. Gracias a ello desarrollaron la célebre “Santísima Trinidad de la milpa mesoamericana”, que resume de manera burda –y ajustándose a un esquema cultural invasor– siglos de interacción íntima con la tierra productora de alimentos en la suma básica del maíz, el frijol y la calabaza. Como si sólo esas tres cosas se hubieran consumido y bastado, o como si no hubieran tenido nada más en disponibilidad. Desde luego, no puede dejarse de lado el consumo de ese pulque que es regalo de los dioses, porque sin él ¿cómo habrían podido pasarse tantas delicias? Pero según los idealizadores la embriaguez no se daba "porque estaba prohibida". Debemos plantearnos la posibilidad de que las fuentes en este aspecto sean excesivamente rígidas.

 

 Plantas y frutos del maíz en la milpa

También están los que hacen una y otra vez el mismo listado de aportaciones que hizo México al mundo. Pletóricos de orgullo, parecen no cansarse nunca de afirmar que somos personas de maíz y que Europa se habría muerto de hambre sin nuestros jitomates, “pimientos”, pavos y calabazas, por nombrar sólo algunos. Generalmente no hablan de platillos complejos como un tlacoyo, los tamales y el atole, pero no es por falta de presunción, sino por la certeza de que sus malagradecidos lectores extranjeros poco o nada entenderían. Por cierto, en este discurso los europeos siempre afirman que fuimos caníbales por hambre o necesidad, puesto que “no abundaban las proteínas en Mesoamérica”. 

 

Escena de antropofagia ritual entre los mexica. No era un asunto cotidiano

Finalmente encontramos a los mitológicos. Entre sus filas están quienes dan por buenos algunos datos difundidos desde hace tiempo, en ocasiones en “fuentes oficiales”, como la afirmación poco cuestionada del pozole cocinado con carne de guerreros tlaxcaltecas, la mesa de 300 platillos de Moctezuma, la antigüedad ancestral de los tacos, la ingesta generalizada y cotidiana de bichos, el mezcal supuestamente prehispánico y la herencia prehispánica de los moles. Los métodos por los que han llegado a sus afirmaciones son la lectura poco crítica de las fuentes y libros tempranos que se hicieron famosos al ensalzar esas leyendas, la construcción de opiniones por parte de la industria alimentaria y la percepción, sin duda de corte nacionalista, de que “poco ha cambiado desde entonces”.

Escena de comensalidad en el Códice Florentino de Fray Bernardino de Sahagún

La verdad es que no hay que exagerar ni llegar a la mitificación para afirmar que la gastronomía prehispánica fue muy compleja. La ciencia ha permitido conocer mucho de su cosmovisión, lo cual permite dejar en claro que los antiguos habitantes de México tuvieron una muy buena relación con la tierra productora de alimentos. Vieron en la tierra a su propia madre nutricia, y por ello consideraban comestible todo aquello que fuera parte de su progenie. Comieron lo que la tierra les ofreció y, a diferencia de los europeos, apenas interpusieron filtros colorimétricos, de fermentación, de forma, de olor, de textura y de naturaleza a sus alimentos. Por decirlo de otro modo, en Mesoamérica todo resultaba comestible y nada se desperdiciaba.

 

Mujeres mexica alrededor de alimentos como tamales y piernas de guajolote

Lo que hoy vemos en las cocinas y mesas mexicanas es en buena parte herencia de aquellos tiempos prehispánicos. Mucho de lo comestible sigue efectivamente girando alrededor del maíz, los frijoles y el chile, y muchas familias conservan aún sus utensilios de piedra y dan perpetuidad a la práctica cotidiana de hacer o comprar tamales y atoles. En casi cada plaza o calle es posible conseguir prehispánicas “alegrías” de amaranto aglutinado con miel de agave y –esos sí– ancestrales tlacoyos y esquites. Los nopales pueblan aún muchos antojitos mientras crujientes totopos adornan y dotan de sonido a los frijoles. En la intemperie se han puesto nuevamente de moda los prehispánicos chilaquiles, como décadas antes sucedió con las enchiladas, especialidades que pueden rastrearse sin fantasías hasta el siglo XVI. Se beben aún aguas con chía y se consumen gusanos, escamoles y chapulines como si la herencia occidental no los hubiera negado por siglos, y como quien no quiere la cosa seguimos invocando, según nosotros en broma, a Tláloc y sus lluvias fertilizantes. Todo mientras concedemos un lugar de honor a las salsas picantes y tenemos a la mano tortillas a las que ni el haber sido hechas por una máquina se les cae la capacidad de grita identidad. A quién se le habrá ocurrido que hacían falta inventivas y ficciones para otorgarle valor a nuestro pasado gastronómico.

 

Alberto Peralta de Legarreta ®