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martes, 1 de noviembre de 2022

Un extraño discurso entre Revolver y la economía colaborativa

Ayer en clase con alumnos de primer semestre tocamos el tema de la Economía colaborativa, algo que para ellos desde luego es lo cotidiano y no una novedad en absoluto. Otra cosa es lo que ellos entendían sobre esta manera emergente de intercambiar productos y servicios, desde luego. Nuestros jóvenes ven como natural que hoy en día compradores y vendedores no se conozcan en persona y que las transacciones se lleven a cabo por medio de un tercero invisible, proveedor de una plataforma digital. Los encontré, además, incapaces de comprender a esas generaciones anteriores a las que pertenecen sus padres y abuelos, a quienes perciben como estáticos, desconfiados y renuentes a la tecnología. Apenas les parece posible que antes tuviéramos que pedir permiso para todo y que para ser turistas debíamos contactar a un agente de viajes. ¿Para qué –se preguntan smartphone en mano– si todo puede hacerlo uno mismo? ¿Por qué mi papá no quiere poner en Uber el coche que no usa tanto? ¿Cómo puede mi abuelo desaprovechar la oportunidad de ganar dinero por esa casa de campo o playa que sólo usa una vez al año? ¿Quién quiere un arcaico libro físico si ahora todo se puede bajar instantáneamente para leerlo en el celular o la tablet? Es más, ¿por qué pagar por tantos servicios, si es posible simplemente compartirlos? ¿Por qué querríamos poseer cosas, si podemos disponer de ellas en cualquier momento?


La clase derivó entre pros y contras de eso que llamamos Economía colaborativa. Traté de explicarles que la idea en su origen es antigua y razonablemente buena. Que en la Edad Media se trocaban bienes y servicios en una especie de economía local aldeana que podía incluso declinar el uso del dinero y que sí, había en ello un intento de organización y autorregulación interna de una sociedad en busca de relaciones más justas y acordadas. También hablé de problemas nacidos de esta misma ocurrencia implementada en la sobre modernidad planteada por Marc Augé. En un principio, hace unos años, parecía una buena idea. Intenté recordarles el ejemplo de Napster (sólo uno de ellos parecía haber escuchado de esta iniciativa pionera) y la manera casi utópica en que a principios de los noventa abríamos nuestras computadoras y acervos musicales a cualquier extraño, por el simple hecho de compartir, hasta que la industria insistió en regular el intercambio de aquello por lo que habíamos pagado. Les conté de la precarización laboral que hoy se observa como consecuencia de esa retorcida economía colaborativa que hoy tenemos. Los empleados de estas plataformas (que no son sino otro tipo de usuarios) no reciben un sueldo fijo, ni gozan de las prestaciones mínimas de ley. Tampoco cuentan con una protección por enfermedad o en el caso de un accidente. Quien «trabaja» para estas empresas está completamente desprotegido. Pero eso no se ve. Hoy queremos coche, chofer y entrega de alimentos. Quien lo entregue no importa, mientras sea rápido y lo pedido llegue bien. Mujeres y hombres que navegan anónimamente las calles sin reconocimiento ni posibilidades de crecimiento en el futuro, empleados de entidades abstractas conocidas genéricamente como «Apps». No soy yo quien lo dice; los expertos afirman que cuando en una manifestación económica «colaborativa» alguien comienza a amasar capital (muchas casas y departamentos, muchos autos, muchas motos), ha dejado de ser comunitaria y se enfila al abismo del capitalismo basado en multitudes. Lo mismo que antes, pero utópica y mediáticamente más atractivo.



Pero lleguemos a donde quería. La presentación Powerpoint de la clase (Prof, qué viejito ¿por qué no lo hace en Canvas o Prezi?) mostró de pronto el logotipo de Spotify, esa cosa igualmente abstracta y más o menos parecida a Napster por la que sí hay que pagar, pero sin poseer la música que escuchas; podrás compartir si acaso tus listas, que dices que son tuyas, con la esperanza de ser aceptado y validado por otros, no pocos con reggaetón trunco. Puse el ejemplo de un objeto que muestra por qué miembros de generaciones como la mía somos aún resistentes a ciertos cambios del paradigma “colaborativo”. Este 28 de octubre pasado salió al mercado la versión remasterizada de Revolver, uno de los álbumes más experimentales y creativos de The Beatles. En 1966 fue un disco revolucionario, lleno de tracks inexplicablemente diferentes con influencias sicodélicas y del misticismo de la India. Por primera vez en la historia de Occidente se dio cabida a la música oriental en un disco pop, se criticó duramente el sistema fiscal británico y se utilizaron loops para crear atmósferas sonoras. Todo en una grabadora con cuatro canales y algunas trampas creativas del productor George Martin. Para nosotros, esta reedición es sin duda un acontecimiento, y como lo dije antes, también es posible escuchar cada track de estos 5 cds en Spotify. Ahora es tiempo de que yo pregunte ¿Por qué querría escucharlo en Spotify? ¿qué sería de mi, viejo necio, sin poder poseer y atesorar como en bóveda aquello que amo y admiro? ¿quién me explicaría cada track, paso por paso en el proceso creativo, sino el hermoso libro ilustrado de pasta dura que acompaña el set de Revolver? ¿qué sucedería si como ha pasado antes, entre Spotify y EMI Capitol no hay más tratos? Nos quedaría una nada, y pagada. ¿Cómo podría sentir realmente mío algo provisto en línea por alguien o por nadie, desde su insensible abstracción, sino con un conjunto vejestorio de CDs en mis manos? No temo a la respuesta: Nadie ni nada. En balance, habemos quienes aún gustamos de poseer cosas y gozarlas de manera más que efímera y valoramos la seguridad que hoy lamentan no tener las nuevas generaciones, que se aferran franciscanamente a la inmaterialidad, pero pagando por ella. 

® alberto peralta de legarreta