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viernes, 22 de enero de 2021

Luces sobre la supuesta penumbra de la Edad Media

Cada vez que escucho a alguien decir que la Edad Media fue una época bárbara, oscurantista y tenebrosa me dan ganas de encabezar un movimiento social para revivir al Tribunal de la Santa Inquisición y luego obtener un poco de solaz juzgando y ejecutando en público –con la legitimidad que por derecho asiste el Espíritu Santo– a cada uno de los maestros de historia que a lo largo de su vida le hicieron creer semejante falacia. Hablar a la ligera de esos mil años encuadrados arbitrariamente entre los siglos IV y XV suele tornarse en un largo listado de acontecimientos espantosos que la humanidad (aunque lo medieval sea una categoría sólo aplicable a Europa) ha querido tapar y olvidar. El mito de una era obscura situada entre dos idealizadas etapas áureas ha quedado irreflexivamente apoyado por montones de novelas y películas en las que hemos visto a actores moverse convincentemente en un mundo amenazado por penumbras, sombras demoníacas, enfermedades pestíferas, hambrunas inmisericordes, desplazamientos masivos, magos barbudos, dragones y demenciales alquimistas en busca de la inmortalidad.

 


 

Nos contaron una historia del caos

 

De acuerdo con la memética y las “más confiables fuentes históricas”, durante la edad media la humanidad permaneció sumida en un profundo letargo durante el cual no produjo nada de valor. La historia rudimentaria que cuentan algunos de esos esforzados maestros dignos de la picota y el desmembramiento afirma que la arquitectura medieval fue fea y grotesca, «bárbara» por decirlo mejor, y sin aspiraciones estéticas, o por lo menos unas no muy aceptables. Se afirma también que ni pintores ni escultores tuvieron oficio, porque sus estatuas y pinturas, aparte de representar sólo temas y personajes asociados al cristianismo, carecían de técnica o belleza propia y lucían planas o desproporcionadas. En el campo de los alimentos, los docentes de la leyenda negra nos enseñaron también a imaginar una edad media caracterizada por banquetes llenos de barbarie, violencia y mal gusto; en ellos los huesos de pavos aún no llegados a Europa volaban por los aires tras haber sido roídas sus carnes y las personas aprovechaban el sagrado momento de compartir los alimentos para envenenarse o apuñalarse, mientras al otro lado de la mesa la cerveza se derramaba sobre barbas y atuendos en frenéticos brindis, como si de la baba en el mentón de un imbécil se tratara. 

 

 

A la edad media, nos cuentan muchos mitólogos, lo que le sobró fue ignorancia y fanatismo. También miedo, y mucho, por razones que hoy sentimos lejanas o ridículas. Amenazaron continuamente el Diablo y su legión de demonios, la idea persistente del fin del mundo, los fantasmas y aparecidos, los retorcidos habitantes del mundo férico (de faery, hada), los seres sobrenaturales salidos de las profundidades, las manadas de lobos, los vagabundos y el más feroz y peligroso ser pergeñado por Dios: la Mujer. Por otra parte, algunos de esos historiadores afirman también, con indecible liviandad, que en los siglos obscuros no hubo avances en el campo de la Ciencia. Este hecho, nos dicen, abrió las puertas al paganismo, la magia, el esoterismo, la rústica adivinación y a las artes malignas de la hechicería, razones por las cuales apareció  (según ellos con justicia) el violento recurso inquisitorial. De la edad media, nos dijeron asimismo los catastrofistas sabios del siglo XIX, poco había de rescatable, pues en su opinión nada de valor literario se produjo tampoco durante esos siglos, mientras que el conocimiento permanecía en manos de un monopolio liderado por unos cuantos eruditos del clero, quienes predicaban la inutilidad de los libros si el vulgo era analfabeta y carecía de criterio para interpretarlos. De ese modo, se nos contó, en tiempos medievales sólo valió la pena la lectura de un libro, la Biblia, y ningún otro, pues por haber sido sus páginas inspiradas o reveladas por la divinidad, éstas debían contener toda la verdad del universo, aunque escondida a los ojos profanos y necesitada de una interpretación correcta y única. Los tiempos medievales de los que nos contaron los charlatanes y sus mitos no valieron la pena y son dignos sólo de olvido o de reproches  ; todo en ellos fue sufrimiento, maldad, fanatismo y profunda inopia.

 

Pero ¿fue así la edad media?

 

Para ser francos, muchos de esos hechos nefastos sucedieron efectivamente durante la edad media; la humanidad ha sido siempre la misma –al parecer por empecinada vocación– y dista mucho de haber alcanzado su aspiración de ser perfecta. Es verdad, por ejemplo, que hubo hambre y que según ciertos testimonios algunos de esos recatados y culpígenos europeos recurrieron incluso al canibalismo, hecho terrible al que quizás se le puede achacar la paternidad de muchos de esos cuentos de hadas que hablan de brujas devoradoras de niños y vagabundos robachicos, parte esencial de esa compleja literatura medieval ejemplar a la que los detractores le achacan poco valor y capacidad para trascender. En el caso de la gastronomía, la edad media se caracterizó en realidad por la presencia de cocineros capaces y conocedores del oficio, quienes por estar al servicio de las clases privilegiadas administraron las tan codiciadas y caras especias venidas de Oriente (muchas veces monopolizadas por el enemigo islámico; sería justo no ver a las Cruzadas como guerras religiosas, sino más bien gastronómicas). Pero las especias no se utilizaron en exceso como suele aseverarse, sino en grandes cantidades. Estas se administraban minuciosamente en capas y no era como nos cuentan lanzadas al puchero a puñados y al azar, sino gracias a un conocimiento culinario que permitía balancear los sabores, proporcionar bienestar digestivo, impactar exóticamente al paladar y brindar prestigio a comensales y anfitriones. Todo lo anterior, como puede colegirse, no podía ser obra de un siervo mediocre al que le encargaron la cocina y los banquetes de un castillo, sino de un experto sensible y creativo, conocedor de ingredientes y temporadas, cuya figura está muy lejana del cocinero pringoso, ramplón y asador que nos hicieron imaginar. A pesar de que los pocos recetarios sobrevivientes no proveen medidas, tiempos de cocción ni temperaturas, es justo concluir que a la cocina medieval se le ha juzgado de manera parcial, pues fue una sabrosa, comunicativa, cosmopolita y de una enorme complejidad.

 


Otro asunto medieval maltratado por el tiempo y los detractores fue la literatura, construida con paciencia de siglos y prohijada entre la fantasía, el anhelo, las emociones y el desconocimiento. De la edad media Occidente heredó la novela, el Roman, así como las narraciones épicas y las sagas. También, aunque hoy mucho se olvide, aquellos siglos establecieron la manera correcta de amar y cortejar a una dama en Occidente (digámoslo con todas sus letras: ligar y seducir a una mujer) gracias a las sutiles lecciones del amor cortés. Consejos y manuales pasados de boca en boca cuyas enseñanzas para conducirse en el amor inspirarían el muy popular Romance de la Rosa, comportamientos y modales dignos de un caballero andante ante su núbil dama, epístolas como las de Eloísa y Abelardo y modelos literarios arquetípicos como el de Tristán e Isolda, todas ellas obras maestras cuyos personajes fueron mujeres y hombres cortesanos –del Court, del patio– que sazonaron sus diálogos amatorios con ingeniosas reinterpretaciones de textos clásicos como el Arte de Amar de Ovidio y el Cantar de los cantares, del poco ejemplar Rey Salomón. Junto con el Bestiario y el Salterio estos textos se convertirían en las obras más leídas e influyentes de la edad media a pesar de la tiranía egocéntrica del texto bíblico. Y para acabar con el mito de que no se leía, observemos que aquella Europa medieval implementó asimismo la vía imaginaria para dar forma a su supuesto mundo plano, lleno de interrogantes. Textos legendarios y míticos impulsarían después grandes descubrimientos geográficos apoyados en expresiones literarias como la fábula, los cuentos o exempla, las obras maestras de la Grecia clásica (que los árabes sí habían sabido preservar ) y en enigmáticos textos apócrifos como la Carta del Preste Juan. Como se puede observar, en la edad media sí se leyó y se produjo literatura. Y mucha.

 

¿Ciencia? Claro que no, tal cosa no existió en tiempos medievales. Pero no por que no hubiera interés de las personas por desentrañar los misterios del universo circundante, sino porque la palabra scientia se utilizaba en esos tiempos con la acepción original de «saber» o «conocimiento», aunque tal significado y étimo no incluían el método para alcanzarlos. La metodología para acercarse a la Verdad (que en tiempos medievales, e incluso mucho después, no fue otra cosa que Dios) llegaría siglos más tarde durante el barroco y la Ilustración. En la edad media la ciencia y sus investigaciones estuvieron unas veces en manos de pensadores religiosos y otras en manos de cautelosos transgresores sin que la frontera entre ambos perfiles quedara claramente establecida. Teólogos y Padres de la Iglesia como Tomás de Aquino y su maestro Alberto Magno encaminaron su búsqueda del conocimiento a través del pensamiento, la inspiración y la Alquimia, esa gran obra que prometía poner al descubierto las esencias y proporcionar al emprendedor un tipo de sabiduría pura e inmaculada, brillante y áurea que reside en cada objeto de la creación. Aquella energía poderosa e invisible, pensaban aquellos filósofos, daba cohesión a los otros cuatro elementos constitutivos de los objetos (fuego, agua, viento, tierra) y como una quinta esencia mantenía unido y proporcionado aquello que de manera natural y dialéctica nunca hubiera sido un uno. Esa quintaesencia recibió entre los alquimistas el nombre simbólico de “Piedra filosofal”, pero en términos reales, no era sino una fracción de Dios, luminoso y con todas sus propiedades y poderes, que había quedado encerrado en ese objeto y en ocasiones lo animaba. Visto de esa manera, aquel que pudiera encontrarse con esa “estrella” u “oro filosofal” mediante el estudio y la transmutación, se vería expuesto a la Verdad, y en consecuencia, a la perpetuidad simbólica de su salud, vida y saber. La alquimia no persiguió por tanto un fin quimérico e imposible, sino el Conocimiento mismo como vehículo para la trascendencia. En el camino de infinitos ensayos y errores, la experimentación alquímica aportó sustancias, métodos, técnicas y nuevas ideas aplicables en casi todos los campos. Después de todo, resulta posible afirmar que sí hubo ciencia en la edad media; una que sentó las bases de la que con método y tecnología vendría siglos después, y que no sería otra cosa que la misma búsqueda metodológica de la Verdad.

 


Finalmente resta revisar el asunto de la arquitectura «bárbara» e inexistente que, se dice, surgió en la edad media. De acuerdo con la leyenda negra que comenzaran a construir los renacentistas de siglos posteriores, aquellos feos y poco estéticos castillos, e incluso las voluminosas y prodigiosas catedrales, carecían de valor arquitectónico porque no se ajustaban a las reglas del “latino” Marco Vitruvio Polión. En esta percepción caótica de lo medieval aquellas edificaciones resultaban demasiado paganas y repletas de ideas salvajes. Quienes juzgaron se equivocaban, sin duda, pues en una época en la que la belleza de un objeto estaba en función de su utilidad y de su capacidad para recibir luminosidad, tales edificios debieron haber resultado bellísimos. Qué más bello que una tosca pero impenetrable fortaleza, o qué mayor hermosura que un edificio cuyo lenguaje evangelizador eran la luz de sus vitrales, la oscuridad de sus espacios de recogimiento y sus fachadas coloreadas, a las que se les conoció en sus tiempos como “Biblias iluminadas de piedra”. Algunos de aquellos edificios tuvieron hasta treinta pisos de altura, una auténtica proeza arquitectónica si tomamos en cuenta que en América la pirámide del sol de Teotihuacan fue el edificio más alto del continente hasta ya bien entrado el siglo XIX. En la Europa medieval catedrales como la de Chartres fueron hermosas porque cumplían con una misión comunitaria, ya que lo mismo fungían como templo que como lugar de reunión, refugio durante guerras y pestes o espacio comercial y lúdico. A la luz de estos hechos, queda claro que la arquitectura medieval fue realmente notable a pesar de lo que diga la vox populi.

 


Una cosa debe aceptarse y es que los siglos medievales fueron efectivamente difíciles y polémicos. Sin embargo debemos preguntarnos si esas no son precisamente las características de cualquier otra época, pasada o presente. Se ha hecho fácil y cómodo juzgar a la edad media desde la distancia, fundando juicios en opiniones mil veces repetidas a las que rara vez se les busca comprobación. Se ha acusado a la edad media de improductiva, de estéril, de excesivamente fantasiosa, de irracionalmente atemorizada, de fanática, de pestilente y de ignorante. Sin embargo, a la luz de los hechos actuales y en un acto de pura honestidad, valdría la pena preguntarse por qué seguimos fascinados por la posibilidad de que el mundo se acabe, por qué seguimos temiendo irracionalmente las epidemias de VIH e influenza, por qué aún nos cautivan seres fantásticos y del inframundo como los vampiros, las hadas y los zombies, por qué nos atrae la posible existencia de espectros o fantasmas, por qué aun con toda nuestra ciencia y tecnología seguimos tratando de encontrar la esencial “partícula de Dios”, por qué tememos tan profundamente al Otro que quiere o necesita transgredir nuestras fronteras, por qué seguimos pensando que nuestra religión es la única verdadera, por qué aún regalamos flores y abrimos puertas caballerosamente a las damas, por qué insistimos en violentar a otros por mercados o recursos y por qué cedemos nuestra búsqueda del conocimiento a terceros que lo interpretan para su beneficio… ¿Pues qué no esas cosas eran medievales? ¿No será que, con toda justicia, es tiempo de preguntarnos si esa edad media que tanto nos incomoda, terminó verdaderamente alguna vez?

® alberto peralta de legarreta