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jueves, 30 de noviembre de 2023

Ponche para vivir

Al aproximarse las postrimerías del año arrecian los vientos fríos y se intuyen las ineludibles navidades. Medran entonces en el ambiente las ganas súbitas de tomar una gran olla, reunir minuciosamente los ingredientes de un tradicional rompecabezas culinario y armar con ellas un ponche que nos caliente el cuerpo y nos conforte el alma. Para quienes viven en urbes populosas como la Ciudad de México, queda claro que desde hace ya algún tiempo las fiestas populares de fin de año no son las mismas y que incluso han comenzado a desaparecer. A muchas de aquellas reuniones familiares o barriales llenas de dulces, montañas de tortas a medio envolver, letanías en voz de tías viejitas, aguinaldos en canastitas y –si los niños estaban de suerte– más de una piñata en forma de estrella, la modernidad las ha transformado en bailes y reventones en las que lo tradicional apenas se atreve a asomarse. 

En cada vez menos lugares se mantiene intacta la usanza de entonar las lánguidas estrofas con las que solía pedirse posada, acto en el cual algunos participan calientitos al interior de la casa mientras otros, enfundados en bufandas y lanzando vaho vaporoso por sus bocas entumecidas, ruegan en el frío de afuera que se les permita entrar (Verti, 1997). Para que el sainete resulte todos deben tener en las manos un buen vaso o jarrito de ponche y balbucear cansinamente la letra de la tonada (también pueden leerla de un folleto impreso en papel revolución) mientras luchan por mantener sus velitas encendidas. Son otros tiempos y aquellas antiguas posadas agustinianas hubieron de evolucionar al igual que las navidades o la fiesta de Reyes, sustituidas por etílicos festejos bailables acompañados por los reggaetoneros acordes de las nuevas generaciones. Lo que sí no ha cambiado es el frío, y todo apunta a que poco a poco ser irá haciendo aún más intenso.

El frío decembrino no es sólo preludio del que habremos de sufrir durante enero y buena parte de febrero, sino una causalidad a la que sin problema le achacaremos también no pocas de nuestras enfermedades respiratorias. Es muy posible que eso mismo hicieran nuestros antepasados europeos, quienes sí enfrentaban inviernos crudos, prolongados e inhabilitantes. Después de siglos, en el viejo mundo la gente se acostumbró a pensar en los fríos de fin de año que los dejaban a merced de campos adormecidos y metros de nieve acumulada afuera de sus casas. Para que los miembros de una familia responsable sobrevivieran al frío era menester que hubieran hecho acopio de alimentos a lo largo de todo el año, incluso cuando la escasez fuera cruel y prolongada. A esos alimentos acumulados en las alacenas se les conocía genéricamente como «alimentos de invierno» e incluían embutidos, carnes curadas y saladas, frutos secos, compotas, legumbres, almíbares, escabeches, harinas y grasa de algún tipo (Montanari, 1993). Tal es el origen humilde de muchas de las conservas que veneramos y apreciamos hoy en día, y sin duda es también la génesis del ponche con el que hoy adornamos las fiestas y combatimos las bajas temperaturas de fin de año. Aunque no contamos con recetarios antiguos que nos permitan conocer una receta nacional parecida a la que hoy consumimos, a México el ponche debió llegar en algún momento indefinido de los siglos virreinales –o incluso durante el siglo XIX– probablemente como influencia de las gastronomías española o inglesa. Aquellos primeros ponches mexicanos pudieron ser muy diferentes al que hoy producimos, pues de Europa llegaban infinidad de recetas en las que convivían el azúcar, cítricos como el limón y las especias, predominantemente la nuez moscada y la canela (incluso existe un ponche de africana flor de Jamaica). Hacia 1836 los recetarios dictaban cómo hacer ponches de leche, cerveza y tamarindo, y a ninguno de ellos le faltaba el «piquete» de aguardiente.

Los ingredientes del ponche se mezclaban en el fuego del puchero con algún tipo de bebida espirituosa, como el aguardiente, el ron, el kirch (licor de cerezas) o el vino, y su misión fue tanto festiva como práctica, pues tenía también la misión de quitar el frío. En México al ponche se le consideraba durante el siglo XIX como «un licor muy fortificante, muy agradable y muy conveniente después de grandes fatigas, para facilitar la transpiración que pudiera haberse entorpecido á causa de la humedad, del frío de la lluvia. Se pueden beber muchos vasos sin miedo de que haga daño» (Nuevo Cocinero Mexicano, 1888). De muchas maneras este dicho estaba lleno de sabiduría, pues el azúcar de nuestros ponches actuales produce en quien lo bebe una súbita sensación de calor y energía en el cuerpo. Lo mismo puede decirse de las especias agregadas y de la selección cuidadosa de frutas que se ganaron el derecho de habitar en el ponche. Las especias, sabrosas y con propiedades medicinales, son herencia directa de la India, de donde aparentemente también le viene el nombre al ponche (pãč, en lengua hindi, y después punch, en el inglés de los invasores). Es probable que al llegar a Europa a este puchero dulce se le adicionaran frutas propias de la temporada fría, sobre todo cítricos, llegados también de Oriente. Se tienen noticias de un célebre ponche inglés preparado el 25 de octubre de 1694 para las fuerzas británicas al interior de una fuente de mármol. Aquel festejo –dicen los relatores, quizás exageradamente barrocos– requirió de 25,000 limones, 4 barricas de aguardiente y 8 de agua clarificada, 5 libras de nuez moscada y vino de Málaga (Scraps for the curious, 1820). La inclusión de frutas de temporada en el ponche mexicano parece estar más cerca de la tradición alemana, pero no puede negarse que por adaptación y posterior adopción desde hace mucho tiempo es una entrañable bebida mexicana, nutritiva y terapéutica, que se ha anclado profundamente en nuestro ser emocional y festivo.

En México las frutas que nutren el ponche parecen tener un común denominador, que es su alto contenido de vitamina C, reconocido combatiente de resfriados y males de garganta. En esto la sabia naturaleza ayuda, pues es en invierno cuando se producen más frutas con esta particularidad, y entre ellas se cuentan guayabas, tejocotes, limas, limones, naranjas y tamarindos, todos ellos felices habitantes del ponche caliente que nadan en compañía de cañas de azúcar y energéticas uvas y ciruelas pasas. La inclusión de la canela tiene asimismo la doble función de dar sabor y participar como elemento salutífero, pues es bien sabido por curanderos y abuelitas que esta especia es de naturaleza «caliente» (buena contra los resfríos) y provee una sensación de placer o bienestar al friolento bebedor del ponche. Finalmente, con el ánimo de no desatender antiguas y venerables tradiciones, reforzamos la sensación de calor que aporta el ponche agregando «piquetes» espirituosos de aguardiente de caña, rones, coñac o en algunos casos, incluso vino. Eso sin duda hace que, bajo los efluvios de un vivificante ponche, hasta el frío de nuestras almas parezca divertido.

® alberto peralta de legarreta


miércoles, 13 de septiembre de 2023

Que tengas una dulce muerte

A los mexicanos nos gusta decir que nos reímos de la muerte. Al menos no nos alineamos con nuestra contraparte europea, que se la pasa tratando de evitar la extinción y dándole largas al envejecimiento. Mientras Europa se aferra cristianamente a lo material, a sus amados cuerpos y a su conflictuada concepción del Ser, en México tenemos siglos entendiendo que la Muerte es tan sólo una parte más de la vida. Aquí a la Muerte se le acaricia, se le contempla, se le degusta y se le acaba queriendo tal como es: un pequeño puntito siempre visible en el horizonte que crece inexorablemente día a día. La Muerte es por ello una certeza que los mexicanos hemos decidido endulzar, pues si de todas maneras nos hemos de morir, si su llegada es del todo inevitable ¿Para qué estar sufriendo con amargura?.


Por todo lo anterior es casi una perogrullada afirmar que en México se le rinde culto a la muerte y se le festeja en su día como si fuera un santo o la mismísima Virgen. En tiempos previos a la conquista los mesoamericanos consideraban que la certidumbre de la muerte no era sino la premonición de un nuevo y largo camino por recorrer. Este tenía un paisaje de ríos, fuego, vientos helados y montañas que chocaban entre sí, lugares cuya finalidad era triturar y consumir el cuerpo para liberar la energía tonalli, de modo que finalmente se reincorporara a la fuente siempre luminosa de la divinidad (López-Austin, 1994) encarnada por el sol o por una mítica águila. Pero en ese viaje al inframundo nada parece hablar de tristeza ni melancolía; de entrada, el lugar de destino no era ni bueno ni malo, sólo era, y los muertos transitaban hacia la eternidad provistos de nutricios itacates, alimentos y bebidas –algunos probablemente dulces– que sus familias habían dispuesto en sus tumbas. La Muerte en Mesoamérica era cosa de todos los días, pues se asomaba por doquier representada en la arquitectura por cráneos y figuras descarnadas de Mictlantecuhtli, o bien, en los sacrificios humanos y los decesos por guerra o causa natural (Matos, 1996). Aunque las fuentes históricas no lo dicen textualmente, existe una cierta posibilidad de que durante esas fiestas dedicadas a la Muerte se consumieran algunas especialidades dulces elaboradas con semillas reventadas de amaranto aglutinadas con mieles o jarabes de agave; sin embargo, no nos llegó una descripción escrita de la forma que estos dulces tomaban al ser moldeados, salvo la de que emulaban al numen mexica Huitzilopochtli.


De acuerdo con Carlos Zolla, estudioso de los dulces en México, las calaveritas de azúcar blanco comenzaron a producirse alrededor de los siglos XVII y XVIII como parte de toda una dulcería vinculada a las fiestas religiosas, al igual que otros alimentos característicos en celebraciones como el pan de muertos, la capirotada en cuaresma y los turrones o mazapanes en navidad (Zolla, 1993). Habían pasado ya casi 200 años desde la invasión y conquista europeas y el cristianismo comenzaba a consolidarse, aunque plagado de parches y préstamos de la antigua manera mesoamericana de ver el mundo. De acuerdo con la investigadora Teresa Castelló Yturbide, las primeras en hacer calaveritas de azúcar o alfeñique fueron las monjas capuchinas del convento de San Felipe de Jesús de la Ciudad de México durante el siglo XVII, aunque bien pudo suceder en la Puebla de los Ángeles con la misma orden religiosa durante el XVIII (Castelló, 2000). Al parecer estas beatas mujeres las elaboraban de la misma manera que hoy en día, es decir, con moldes de barro de Metepec en las que tomaba forma el azúcar humedecido con agua, algunas veces aromatizado con anís o vainilla. La labor primorosa de las monjas venía después, al desmoldar y ornamentar los pequeños cráneos con filigranas de azúcar coloreada cuyos diseños curvilíneos se realizaban cuidadosa y hábilmente mediante finas mangas pasteleras. El cronista jesuita Juan de Viera relata que durante el siglo XVIII la mayor producción de dulces artesanales de azúcar y alfeñique se hacía precisamente en la Ciudad de México alrededor los primeros días de noviembre, durante los festejos de los fieles difuntos, cuando según sus cálculos el gremio dulcero invertía cerca de cinco mil pesos (un dineral) en «gastos de azúcares», que terminaban moldeados en todas las formas posibles y vendidos en los aún hoy existentes Portales de Mercaderes de la Plaza Mayor o Zócalo capitalino (Viera, 1992). Ya por aquel entonces, nos dice Viera, las señoras se regalaban entre sí estas ofrendas dulces al final de las fiestas, con el pretexto de que «los muertos no se las llevaran» (a ellas). 

Lo cierto es que las calaveritas de azúcar circulaban ya desde aquellos tiempos virreinales y deben haberse consolidado como tradición durante el siglo XIX, ya con una imagen bastante acabada de los altares indocristianos (Reyes-Valerio, 2000) y la idea –no exenta de cierto humor sarcástico– de que a los mexicanos la calaca les pelaba los dientes. Una antigua copla popular, en uso hasta hace unas décadas a pesar de que ya no hacía sentido, tuvo su origen en la costumbre infantil de pedir dulces de puerta en puerta o de exigir a los adultos un aguinaldo en especie o dinero, por motivo del día de los difuntos, diciendo: «Mi calavera, mi tumba, mi muerto y mi tlaco vuelto» (el tlaco fue una antigua moneda de baja denominación). Las calaveritas dulces iban entonces a parar a los altares o –vía oral– a los torrentes sanguíneos de aquellos niños, quienes de una manera extraña comenzaban a relacionar a la muerte con la dulzura. Algunos viajeros europeos de principios del siglo XX se escandalizaron al enterarse de que a los niños no sólo se les regalaban estos «macabros» dulces tradicionales, sino que además cada calaverita tenía en la frente un papelito con su nombre, y que aún así, sin saber de surrealismo ni de arte dadá, se la comían sin miedo ni pudores. 

Comer calaveritas de azúcar en México sigue siendo una manera de honrar la memoria de nuestros idos y recordar que todos habremos de petatearnos e irnos «a calacas» tarde o temprano. Puestas en un altar de esos que hoy creemos ancestrales estos dulces y demás placeres representan una singular invitación abierta a las ánimas queridas de quienes partieron, porque las queremos compartiendo la mesa con nosotros nuevamente, siempre, y esto no puede ser jamás desde la amargura. Y que no se dude que, como rasgo de nuestra buena educación, regalar una calaverita es como decirle a alguien querido «Te deseo la más dulce de las muertes».

® alberto peralta de legarreta

sábado, 9 de septiembre de 2023

Alquimistas en la cocina

A finales del siglo XVIII muchos cocineros franceses se convirtieron en chefs, toda vez que de pronto se vieron emancipados de sus antiguos patrones a los que su nobleza no les había servido para conservar la cabeza durante la revolución. Aquellos sofisticados hombres de cocina habían servido durante años a personajes dueños de paladares no sólo ávidos de novedad sino sumamente exigentes y entregados a la extravagancia y la exclusividad (Neirinck y Poulan, 2001). Corrían, por decirlo utilizando el lugar común, tiempos barrocos; la sensualidad se desbordaba copiosamente en todos los aspectos de la vida y la cultura. Esto sucedía como respuesta a los recientemente abandonados tiempos renacentistas, los cuales, según la Iglesia, habían estado dominados por la vacuidad del pensamiento liberal protestante, que entre otras cosas abominaba las imágenes, causantes de la supuesta idolatría católica. Tal juicio era al parecer infundado, pues de acuerdo con el Concilio de Trento aquella rebuscada y abundante iconografía –que funcionaba a manera de representación artístico/arquitectónico/gastronómica de la Creación– resultaba útil no sólo para fundamentar la comprensión de lo invisible, sino necesaria para el sustento de la Fe. La abundancia sensual (pensemos también en sensorial) del pensamiento barroco, que tanto llegaría a definir las complejas gastronomías de finales del siglo XVIII, constituía la prueba material y mundana de la existencia de Dios, quien se había volcado amorosamente en el mundo (eso incluía los alimentos) llenándolo de dones para los seres humanos. De esa manera, a aquellos incrédulos que cuestionaban la existencia y el poder de la divinidad, o bien, que la creían simplemente irrepresentable, sólo les quedaba rendirse ante la evidencia de que su imagen y presencia estaba en todo aquello que había creado.


Los siglos XVII y XVIII definieron lo «barroco», una época de experimentación
sensual donde la abundancia fue un valor esencial.

Aquel pensamiento barroco (de la Encina, 1980) fue hijo de profundos conflictos entre el espíritu y el intelecto. La llegada de la figura del chef se daba después de una larga evolución al final de la cual se le arrebató el oficio culinario a las mujeres, quienes desde entonces quedaron relegadas a «su ámbito», el doméstico, donde reinaba lo inexacto y lo emocional. Como primer paso en esta lenta escalada al poder llegó el espíritu medieval del cocinero, quien no exento de curiosidad, deseo de experimentación, sensibilidad y conocimiento de las reglas del ayuno inspiraría el profesionalismo de los cocineros-artistas durante el renacentista Cinquecento. En esa época el cocinar se convirtió en un arte público que, a pesar de todo, no dudó en mantener su respeto por lo religioso (Scappi, 2004). Posteriormente, ya en las postrimerías del siglo XVIII y como hombres pertenecientes a un siglo ilustrado, enciclopédico y laico, los cocineros se convertirían en jefes y administradores de sus propias cocinas y negocios, autodefiniéndose como «alquimistas de la cocina». Esto parecería a primera vista paradójico, pues la ciencia moderna de la que alardeaban los chefs se encontraba fundada en métodos rigurosos como el cartesiano y mantenía una postura sumamente crítica frente los conocimientos ancestrales y míticos. De ellos surgieron las primeras recetas estandarizadas y dotadas de medidas, tiempos y temperaturas, aptas para ser reproducidas una y otra vez sin cambios o errores. Sin embargo, a pesar de toda la rigidez y su búsqueda tenaz del perfeccionamiento, no pudieron olvidar ni saberse deudores de los principios empíricos de la alquimia medieval.


La Alquimia o «gran obra» llegó a Europa desde el Oriente.
Ahí los sabios desarrollaron teoría y práctica para obtener la esencia de las cosas.
Un alquimista o «filósofo» estaba en perpetua búsqueda del conocimiento y la verdad.
Sus operaciones y métodos buscaban desentrañar los misterios del universo,
pero a nivel humano, prescindiendo de la inspiración divina, que por otro lado no desdeñaban.

A los alquimistas la historia barata nos los ha pintado como locos buscando absurdamente lo imposible (Perry, 1995). La superficialidad con que se alude a su quehacer nos ha llevado a pensar que intentaban enriquecerse codiciosamente con el oro filosofal o que anhelaban la utópica luz de la inmortalidad. Tales infundios responden a algo simple: ni sus patrocinadores ni sus detractores estaban al tanto de los nombres simbólicos con los que los filósofos se referían de manera metafórica a los objetivos verdaderos de su búsqueda: el Conocimiento y la Verdad. La alquimia llegó a Europa desde el Medio Oriente y entre sus fines se encontraba hallar y extraer, mediante la operación y la transmutación de la materia, la quintaesencia de las cosas, es decir, dar con aquello que mantenía unidos y proporcionados a los cuatro elementos (o sus esencias) en un objeto. Esa quintaesencia debía ser algo sublime y brillante como una estrella, pensaban, y en su presencia toda duda quedaría disipada como si su luz irrumpiera súbita y definitivamente en la penumbra de la ignorancia (Roob, 1997). En la búsqueda de lo esencial los alquimistas sintetizaron aceites (algunos de especias), destilaron alcoholes, sublimaron compuestos y descubrieron infinidad de sales y ácidos. También introdujeron los hornos o atanores de calor contenido, algunos de ellos incluso portátiles, y sentaron las bases para el conocimiento y difusión de las cerámicas y los cristales refractarios. Su conocimiento sentaría con el tiempo las bases para la química y la cocina modernas.


El cocinero-alquimista, mostrando triunfante el producto de su trabajo (nótese que el punto de fuga del cuadro es el plato de caldo). Este artista científico de la cocina logró sintetizar los ingredientes que lo rodean y obtener de ellos su esencia, concentrada en un caldo o fondo. La materia original ya no está ahí, sino sólo su «alma».

Por todo lo anterior resulta justo confirmar el título de «Alquimistas de la cocina» que adoptaron los chefs del siglo XVIII (Neirinck y Poulan, 2001). Si ponemos atención a sus búsquedas, veremos que se comportaban como verdaderos científicos al aplicar muchas de las técnicas heredadas de los oscuros laboratorios filosóficos y que incluso algunos diseños de sus poyos y hornillas también se inspiraron en ellos. Durante los años finales del barroco lo cocinado debía saber al ingrediente fundamental cocinado, es decir que una sopa de cebolla debía saber a cebolla, y una carne –por cocida y condimentada que estuviera– esencialmente a carne. De este pensamiento derivó la Teoría culinaria de los fondos que hoy rige todavía a la gastronomía francesa. Culinariamente hablando un fondo es textualmente la consunción (consomé) de algo, pues se trata de la reducción lenta y progresiva por cocción de uno o varios ingredientes hasta la obtención de algo que no es ya el objeto original, sino su esencia misma. En otras palabras, un fondo o buen caldo representa el alma de algo que fue; un concentrado quintaesencial capaz de emular al objeto original gracias a la operación culinaria de la materia. Ese mismo método operativo resultó útil para obtener la esencia o el espíritu oculto de materias primas como la negra y poco estética vainilla americana, las almendras y muchas otras especias, ingredientes que habitaron los complejos y desbordantes platos de los siglos barrocos como aromatizantes y saborizantes sorprendentes, pues a la vista de los neófitos esos ingredientes «no estaban ahí», aunque de algún modo, estaban (Díaz, 2003). Y todavía hay quien se atreve a afirmar que la alquimia fue una patraña y que la Edad Media no aportó nada a la humanidad. 

® alberto peralta de legarreta

domingo, 3 de septiembre de 2023

Lo que sea por tener a Sor Juana en la cocina

Quizás uno de los anhelos más grandes de los cronistas del tema gastronómico en México haya sido instalar en la cocina, a como dé lugar, a la eximia e infatigable Sor Juana Inés de la Cruz. No parece bastarles la intensidad de su quehacer teológico, ni su inmensa poesía y dramaturgia, ni su insaciable curiosidad por la astronomía y la lectura de textos inscritos en el Index librorum prohibitorum (Kepler, Athanasius Kircher, Copérnico…) que su buen amigo el sabio Don Carlos de Sigüenza y Góngora le facilitaba (Paz, 1982). Poco o nada de eso; lo que hoy interesa a las élites culinarias es especular sobre su vida íntima e intentar a ultranza –en formas que en ocasiones rozan la novelística– el fundamento de su supuesto oficio culinario (Lavín, 2010). Sin embargo, es muy posible que el Fénix de América estuviera más interesada en lo sutil del conocimiento y en su labor literaria que en las experiencias mundanas de la cocina. 

Dos imágenes contemporáneas en las que se pone a Sor Juana en la cocina. 
Esta idea nació en la élite y fraguó en la década de 1970,
con la apertura de la Universidad del Claustro de Sor Juana.

Por un lado, hoy en día resulta innegable que la monja de ingenio ígneo cocinaba y poseía al menos los conocimientos culinarios básicos. Cualquier novicia o profesa cumplía con este deber igual que con el de barrer, rezar o ser la voz cantante en el coro, labores que cubrían bajo el esquema de semaneras que las mantenía alternando entre las diversas oficinas (lugares donde se ejercen oficios, cocina y despensa entre ellas) de sus conventos. Por otra parte, Sor Juana también sabía comer; raro hubiera sido que no conociera los alimentos y las complejas reglas de comensalidad, de inspiración sensual y barroca, que se estilaban en las mesas de los virreyes de Mancera y Enríquez de Rivera, pues en esos lugares gozó el lugar de hija predilecta y admirada de la corte (Chávez, 1931). También, como se desprende de fragmentos de su obra, supo comer como cualquier otro hijo de vecino en las calles y ferias, que con seguridad recorrió y gozó durante sus mocedades en Amaquemecan. Las menciones a platillos populares, procedimientos culinarios (como en su Respuesta a Sor Filotea) y viandas callejeras que asoman tímidamente la cabeza en sus villancicos y décimas son sin duda circunstanciales y fieles testimonios de que a pesar de su condición, Juana Inés fue algo golosa en no pocos momentos de su vida. Por el hecho de haber profesado en un convento calzado (de regla «relajada», como el de la orden de las Jerónimas) la musa tuvo más oportunidad de tomarse licencias y en consecuencia ser menos proclive a los ayunos y las privaciones a las que estaban sujetas muchas de sus hermanas carmelitas descalzas o clarisas en conventos observantes (Arias, 2007). Cocinar formaba parte, pues, de sus obligaciones como parte de la sororidad, pero nada indica que en realidad fuera una de sus pasiones o que le dedicara a los asuntos culinarios más tiempo que el estrictamente necesario. Existe la certeza, por otro lado, de que su condición de criolla y favorecida de la corte le permitió habitar una celda de dos niveles en el Convento de San Jerónimo, donde contó con fogón y servidumbre que con seguridad cocinaba para ella.

Como en el caso de más de una de las leyendas de México, es probable que la historia de Sor Juana en la cocina la iniciara un mitómano goloso, el cronista Don Artemio de Valle-Arizpe. Fue él quien aventuró, por mera asunción y generalización, que Sor Juana había sido una maestra de la confitería y la repostería (de Valle-Arizpe, 1951), y aunque es de hacerse notar que si bien la monja era entendida en esas labores, no existen pruebas fehacientes de tal afición o dominio, y por el contrario, muchas otras sobre su indómita adicción a la lectura, sus primores literarios y su curiosidad insaciable por el conocimiento del universo. El hecho de que en la más célebre y reproducida de sus citas «culinarias» Sor Juana se refiera a Aristóteles y la cocina, acusándole veladamente por no haber cocinado más, no pasa de ser una figura retórica, claramente atribuible a la escolástica y los tiempos barrocos que se vivían. Sin embargo, los apologistas modernos de una Sor Juana cocinera no han dejado de utilizarla como argumento probatorio una y otra vez. 


Otro retrato, igualmente moderno, que representa
 la intelectualidad 
de Sor Juana

El otro problema que enfrenta la supuesta vocación coquinaria de la Musa de México es el impostado recetario que –se dice– compiló y firmó. Afrontémoslo: nunca nadie vio tal recetario manuscrito. La mitología dice que un tal Joaquín Cortina poseía el documento y que el papel que le servía de soporte era del siglo XVIII, pero que no era sino copia de un original lamentablemente perdido, firmado supuestamente por Sor Juana, quien incluso había escrito un soneto para encabezar el formulario de su convento. El recurso del manuscrito perdido es tan viejo y conveniente como la literatura misma, pero simplemente no se puede creer más; de hecho fue utilizado por Shelag Routh para endilgarle labores igualmente míticas a Leonardo Da Vinci en unas ya célebres pero falsas Notas de cocina (Routh, 1999). Cualquier historiador mediano sabe que es posible conseguir papel antiguo para hacer falsificaciones, y para ser sinceros, si el mediocre soneto proemial que le atribuyen a Sor Juana fue realmente escrito por ella, es porque la musa había perdido toda la prestancia, el estilo y la exquisitez de lenguaje que la habían caracterizado toda su vida, o bien, porque en el ocaso de ésta, se encontraba más deprimida, mística y poco inspirada que nunca. La intensidad y volumen de su producción, sus intereses fuera de lo común por los telescopios y los astros, así como su encierro conventual y lo problemático de su vida en medio de una sociedad novohispana agitada, mojigata y exigente, hicieron que Sor Juana le otorgara a los alimentos y a su propia participación en las labores del fogón un estatus de apenas necesarios y obligatorios. El supuesto recetario que se alega compiló en San Jerónimo es corto y simple; contiene sólo 36 fórmulas (Lavín, 2010), casi todas para elaborar platillos dulces, y carece de indicaciones formales como temperaturas, medidas y cantidades, pues como era común en sus tiempos, este había sido escrito para otra cocinera y no para cualquier profana desconocedora del oficio. Como sea, cuesta trabajo imaginar a Sor Juana escribiendo infames sonetos, recopilando recetas medianas y después firmando un documento culinario de destino incierto en vez de asomada a la ventana de su celda-biblioteca, con un libro hermético abierto sobre el atril y degustando entre palabras salidas de su pluma de ganso una que otra pastilla de las que sus hermanas jerónimas y sus criadas efectivamente horneaban en la cocina del convento.

® alberto peralta de legarreta

jueves, 3 de agosto de 2023

El largo camino hasta nuestro pan dulce

¿Qué clase de vida sería la nuestra sin un pan en el horizonte? ¿Sin un pan qué partir y compartir en la mesa? ¿Sin una dulce pieza individual sacada con ilusión de su bolsa de papel de estraza, recién llegada de la panadería, al caer la tarde? Viviendo en México, probablemente una muy mala. El pan de harina de trigo llegó a América en el siglo XVI no sólo para quedarse, sino para multiplicarse y ser paulatinamente apropiado hasta representar un rasgo gastronómico identitario. Quién iba imaginar que aquel cereal invasor y rival, protegido por la negada deidad grecolatina Deméter-Ceres y luego puesto en valor y re significado en Occidente por un hombre-dios semítico, tendría los arrestos para enfrentar la fortaleza de las deidades mesoamericanas del maíz y ganar un lugar en el resentido paladar de los conquistados. Pocos años después, gracias a un empate cultural que sólo se puede entender en términos mexicanos, los panes de dos mundos distantes quedarían hermanados en la mesa bajo el mismo vocablo: Totlaxcal, nuestro pan, nuestra tortilla.



¿qué mayor empate cultural que una mesa servida con tortillas y pan?

La primera vez que los mesoamericanos vieron o probaron un pan lo hicieron gracias a la harina que llegó como parte del matalotaje –provisión de comestibles para tripulantes y pasajeros– en las bodegas de los barcos invasores (Martínez, 2013). Aquella harina traída de la Península Ibérica servía a los cocineros de a bordo para hacer gachas y espesar pucheros (Esteban, 1986), pero es probable que de manera temprana fuera utilizada para elaborar pan en las costas del Golfo de México. El cronista Francisco López de Gómara anotó en su obra que poco tiempo después de la caída de Tenochtitlan, un esclavo negro de nombre Juan Garrido tuvo la fortuna de hallar unos cuantos granos de trigo entre el arroz contenido en unos bultos, mientras laboraba para Hernán Cortés en Coyoacán. Se dice que llevó las semillas al terreno que habitaba y que las sembró con más o menos buenos resultados (López de Gómara, 2000). Aquellas primeras espigas novohispanas terminaron multiplicándose y con el tiempo le ganaron a Garrido su libertad y una de las primeras cédulas reales que le permitieron ejercer el importante oficio de panadero. Sin embargo, la recepción inicial al trigo invasor no fue tan buena como hubiera podido esperarse. Debido a que en Mesoamérica todo giraba en torno al maíz resulta difícil imaginar una pronta aceptación del cereal de los conquistadores, al cual los nativos por mucho tiempo no lograron encontrarle un sabor o una textura agradable o siquiera comprensible. No lo querían “ni regalado” (Suárez de Peralta, 2009). La guerra de los granos llevó a muchos pobladores originarios a incendiar los trigales de los españoles, acción vandálica que efectuaban por la noche, al resguardo de la oscuridad, justo cuando por su parte el conquistador Nuño de Guzmán se esforzaba en construir el primer molino de harina a la vera del Río Tacubaya. 


En defensa del maíz, de noche ardían los trigales de los invasores 

Aquellos primeros panes novohispanos debieron ser hogazas semiesférica al estilo medieval, semejantes a las que hoy llamamos “rústicas”. Los panaderos novohispanos laboraron bajo reglas estrictas y la vigilancia de un organismo conocido como La Fiel Ejecutoria, que en el caso del pan dictaba y vigilaba las medidas estándar relacionadas con el peso, la forma, el precio y el tipo de harina utilizados. La supervisión de las panaderías se realizaba en la Nueva España con la intención de evitar los fraudes y el abuso de muchos panaderos y expendedores, pues existían varios tipos de pan, accesibles para distintas clases sociales, y esto abría la oportunidad de hacer no pocas trampas (García Acosta, 1989). Ya en las primeras décadas tras la conquista el problema era patente, pues Fray Bernardino de Sahagún hace notar en su obra que panaderos los había buenos y malos. Quien ejercía adecuadamente el oficio “sabe cernir la harina y amasarla y sobarla, e hinchir los panes y leudarlos, y hacer tortas y meter en el horno, y cocer bien el pan; y el pan que vende es blanco, bien cocido, tostado a las veces quemado o moreno… es sabroso, suave y dulce”, mientras que el mal panadero “vende trigo ruin, menudo, vano y podrido, mohoso, y que tiene neguilla, y helado, y el trigo bueno lo revuelve con el que es ruin, y con el vano y mal sazonado, y comido de gorgojo” (Sahagún, 1987). A aquellos panes novohispanos los distinguía el tipo de harina utilizado para su confección, el sello o pintadera del panadero y su precio, de modo que en un expendio uno podía encontrar panes de trigo candeal (“blanco de flor de harina” o “pan floreado”, bien molida y blanca como la nieve) y pan baxo (después pan basso y pambazo) cuyo color oscuro acusaba una masa de origen humilde, multigrano y rica en cascarillas, como la de las cemitas (o “acemitas”). Resulta curioso notar que en un primer momento los despreciables panes “integrales” formaban parte exclusiva de la dieta de los pobres y los panes blancos de la de los ricos, pues siglos después los roles cambiarían radicalmente dejando el prestigioso pan blanco a la disposición de quienes menos tienen y el multigrano (con precios a veces ridículamente excesivos) a las clases altas que con él buscan “retornar a lo sano y lo natural”.


La hogaza rústica morena, hecha con harina multigrano, fue el pan de los pobres. El pan de miga blanca, de harina de trigo candeal, para los afortunados


Los siglos novohispanos vieron al pan reinventarse día con día, unas veces bebiendo de fuentes tradicionales europeas y las más moldeándose al ritmo del mestizaje y las exigencias de los paladares barrocos. Al interior de los conventos femeninos comenzó a desarrollarse la repostería casi al mismo tiempo que en las calles clientes cada vez más exigentes requerían a las panaderías innovaciones en sabor y forma de los panes, conocidos ya por entonces como “frutos de horno”. Como ejemplo, pueden citarse algunas recetas de lo que la mitología oficialista ha atribuido a Sor Juana Inés de la Cruz (Lavín, 2010), mismas que aparecen en un supuesto recetario del convento de San Jerónimo (siglo XVII). En torno a aquella mítica panadería de la Décima Musa nombraremos los buñuelos (un tipo de pan frito de trigo) de viento y de queso, además de otras delicias monjiles auspiciadas por el patronato de los hoy injustamente olvidados San Diego de Alcalá y San Honorato (Sellner, 1994), entre las que se cuentan “pastillas de boca, ricas y de olor” (pequeñas galletas), alfajores heredados de la cocina árabe andalusí, mamones y marquesotes. No es posible poner en duda, por tanto, que la panadería mexicana, con su característica variante dulce, tiene sus raíces firmemente ancladas en tiempos previos a la Independencia. 


Los buñuelos vieron la luz al interior de conventos y casas pudientes. 


Sin embargo, no fue sino hasta el siglo XIX e incluso el XX cuando la panadería mexicana adquirió sus formas propias y comenzaron a aparecer muchos de los panes dulces que hoy definen nuestros desayunos, meriendas y cenas de manera casi indispensable. La imaginería artesanal y la creatividad de panaderos y consumidores dotó a los panes de una identidad propia, caracterización algunas veces relacionada con su forma, otras por el uso pícaro del lenguaje y unas más por su connotación cultural (Navidad, ferias, Muertos y Reyes). Al tiempo que se tomaban en préstamo panes de origen francés y español (como los croissants/cuernitos y las palmeras/orejas) comenzó el fenómeno de apropiación o hurto cultural que habría de incorporarlos a la naciente gastronomía de la nación. Emergieron entonces infinidad de panes locales con nombres que movían a la risa apelando a ciertas personas o a sus defectos (“pelones”, “pecosas”) y se apoyaban en la metáfora (“besos”, “nubes”) para comunicar su sabor. Sus figuras, colorido, ornamentación y textura se vieron reforzadas por la inclusión de ingredientes como las grageas, el azúcar coloreado y la novedad del azúcar glass, con el que se logró el acabado fondant en panes como los espejos, los ochos y los nueves. Aquel universo infinito de panes se logró con varios tipos básicos de masa: la de bizcocho (para conchas y panes esponjados), la de levadura en polvo (para galletas y polvorones), la de panqué o mamón (para “chinos”, pasteles y mantecadas), la apastelada o “paloteada” (para ojos de buey y almohadas) y la masa feite u hojaldrada (para banderillas, volovanes, campechanas y corbatas) (Iglesias, 1982). Panaderías y panaderos callejeros expendían a casi cualquier hora del día sus productos, y mientras esto sucedía, un cierto tipo de establecimiento comenzó a emerger como producto de la envidia popular al intelectual y elitista café de los ricos: los cafés de chinos, personajes traídos al país para construir vías férreas que terminaron (aparte de lavando y almidonando ropa como nadie) cocinando enchiladas y otras especialidades mexicanas que supieron bañar con “cafés lecheros” y una amplia gama de panes dulces de inspiración propia como los “panqués chinos” y otros más, tomados de la moda francesa vigente, como los bísquets. La influencia de esta comunidad asiática en la panadería dulce de finales del siglo XIX y principios del XX fue tan grande que incluso es posible que el más tradicional pan dulce mexicano, la “concha”, haya sido de su invención, pues el uso de la cobertura tradicional elaborada con manteca y azúcar ha sido documentada en la panadería cantonesa sin que se sepa a ciencia cierta si esa localidad china fue destino o lugar de nacimiento. En México comer pan dulce es una faceta entrañable de la gastronomía y no parece importar cuál haya sido su origen, si fue creado en ambientes sacros o profanos, si su abuso produce placeres culposos y males o si, envalentonado por nosotros mismos, se atreve a ponérsele al brinco incluso a nuestra sagrada tortilla.



®alberto peralta de legarreta


viernes, 21 de julio de 2023

Alimentos para amar (con pasión)

«Comemos, y en ese consumo conjunto, nos enardecemos;
y en medio de aquel ardor, nos fundimos;
y así, cegados por un fuego al mismo tiempo divino
y de artificio que no consume, nos amamos». 

Este fragmento inicial, tomado en préstamo de la dispersa y enigmática obra de Pål Sorensen, sirve también de epígrafe y pudiera proveer una progresión que da sentido a la mitología o el universo real de los alimentos afrodisíacos, aquellos capaces de estimular la capacidad amatoria y la sensualidad de manera visual, auditiva, táctil, olfatoria o gustativa. Poca duda cabe a estas alturas que existe una clara relación entre el sexo y la comida y que ambos tipos de festín se disfrutan más cuando se da la participación orgánica de todos los sentidos.

Imagino con Sorensen que no pocos han soñado con crear o administrar alimentos o sustancias capaces de desatar en otra persona las más bajas pasiones, los más locos desenfrenos o el amor más puro jamás imaginado. De acuerdo con una tradición occidental que quiere que todo lo prohibido y lo mágico tenga su origen en la mal llamada Edad Media, a estos tres antiguos anhelos de la humanidad siempre se les ha relacionado con pociones o filtros de amor. Sin embargo fue en realidad hace miles de años, cuando como especie apenas adquiríamos la conciencia y la capacidad de asociar simbolismo y significado a los objetos en el mundo, que los humanos comenzamos a soñar con los afrodisíacos al encontrar semejanzas entre nuestros órganos sexuales o formas corporales y algunos frutos o legumbres del entorno (Frazier, 1972). De acuerdo con esta primitiva forma de pensamiento por asociación –que aunque parezca difícil de creer aún está vigente– es posible identificar alimentos con simbolismo fálico como pepinos, zanahorias, nabos, plátanos, espárragos, gingseng o camotes (por nombrar sólo algunos) y otros emparentados con lo vaginal o cutáneo como las ostras, la papaya, los melones y los duraznos. La creencia era que el consumo de estos alimentos transfería algo de su esencia simbólica al cuerpo humano y que por ello poseían la capacidad de estimular el erotismo o el apetito sexual y fomentar la fertilidad. No debe olvidarse que en el Edén del Génesis existió un fruto prohibido, y que aunque la Biblia no especifique cuál era, la cultura ha establecido que se trataba de una manzana o un higo, afrodisíacos ambos ya fuera por la forma y tersura femeninas del primero, o por la semejanza con la vulva que se observa en el segundo. Añádase también que, si se hace una edificante lectura erótica del mismo libro sagrado, asomarán otros alimentos afrodisíacos (miel, leche y mandrágora) algunos sugeridos incluso por el mismísimo Rey Salomón, quien al parecer fue tan libidinoso como sabio.


Otros alimentos de simbolismo sexual más complejo y menos evidente como las semillas fueron relacionados con el semen y su capacidad de transferir fortaleza y vitalidad, mientras que en otras prácticas como el consumo de ciertas partes del cuerpo de animales machos (el pene, los testículos) la obviedad de las funciones y las formas de lo comestible dejan en claro la creencia de que la virilidad se consideraba transferible (Martínez Llopis, 1983). Algo parecido sucedió con diversas especies acuáticas y mariscos (angulas, pulpos, diversos bivalvos, calamares, pepinos de mar, ostiones y camarones), a los que se les asoció originalmente con sus formas y texturas parecidas a los miembros y mucosas genitales humanas y más tarde con la hipotética capacidad, por tratarse de seres muy fecundos, de proporcionar vigor y mejorar de manera excepcional las aptitudes amatorias de hombres y mujeres. Es importante hacer notar que no todo en esta creencia es parte de un mito; los mariscos contienen buenas cantidades de fósforo y yodo que, efectivamente, favorecen al sistema reproductor humano. 

Occidente mantuvo siempre una postura hipócrita y mojigata respecto a esta temática, de modo que este tipo de conocimiento rara vez trascendió los manuales de magia (generalmente negra) y las consejas populares. Sin embargo, se conocen por lo menos dos manuscritos medievales relativos a la búsqueda de una buena sexualidad, fundados en los conocimientos de la medicina galénica e hipocrática, que incluyen consejos dietéticos para tener un buen desempeño en el lecho. Uno de ellos fue De coitu, de Arnau de Vilanova (sigo XIII) y otro más, verdaderamente curioso debido a su nombre, Speculum al foder, probablemente del siglo XV. En este último manuscrito catalán, que yace escondido entre otros de temática bastante dispar en un archivo de la Biblioteca Nacional de Madrid, el anónimo autor se explaya sobre el tema de la buena alimentación en aras del buen joder. Se aconseja a los de “cuerpo frío” (los no muy sexuales) que tomen vino y coman alimentos calientes y húmedos. A quienes desfallecen después de un encuentro sexual se les recomienda cuidado y poco sueño, comer manjares en poca cantidad “pero de mucho alimento” como yemas de huevo, pan fresco de trigo, jugo de carne y poco vino. A quien sufriere una “disminución del joder por escasez de humedad” se le solicita hartarse de viandas y vino, y para “aumentar el esperma” o “endereçar el miembro”, alimentarse con viandas de naturaleza húmeda, cálida y ventosa como los garbanzos, los nabos y las zanahorias pero sin despreciar las habas y las especias como jengibre, pimienta, satirión (una flor purpúrea) y el orégano. No debe faltar tampoco la leche con canela en ayunas, la carne de cordero tierno y los brotes de plantas aromáticas. A las mujeres poco les recomienda el autor, quien más bien se dedica a desentrañar los misterios, peligros y naturaleza de las féminas a sus posibles lectores varones (Anónimo, 1994).

El origen del deseo de usar afrodisíacos se encuentra asimismo en el combate al tedio, la aburrición y la monotonía generadas con los años en una pareja, o bien, para el tramposo ejercicio de la seducción. Esta última práctica se relaciona, ahora sí, con la confección de complejas fórmulas alimentarias y bebedizos cuya supuesta función es encender o enamorar al otro, labor que puede encuadrarse claramente en el campo de lo femenino y lo relativo a la brujería, pues la mayor parte de los alimentos o compuestos considerados como afrodisíacos (es decir, los patrocinados por la diosa Afrodita) fueron pensados para excitar a los hombres y no a las mujeres (Frazier, 1972). Dice la más machista de las tradiciones que es al hombre firme y recto a quien es necesario excitar, dotar de fuerza o convencer, pues la mujer –fría y lúbrica colaboradora del mal– se encuentra naturalmente dispuesta a experimentar el gozo y el placer de los encuentros carnales y no requiere de impulsos ni de ayuda externa. Es ella misma quien puede y debe convertirse en peligroso alimento afrodisíaco, y de no ser así, hacerse cargo de la comida que le procuren la consecución de sus deseos. 

Cocinar puede convertirse entonces en una actividad humana capaz de producir por sí misma alimentos erógenos al añadir a la experiencia afrodisíaca nuevos y atractivos valores como la voluntad, la emoción y la intención. Al transformar los alimentos en la cocina creamos objetos que a fuerza de ser compartidos adquirirán el valor de comida, y en ellos es posible ampliar –multiplicar– los simbolismos y los significados sexuales o amorosos mediante la interacción de ingredientes exóticos o mágicos y diversas consideraciones propias de la cultura. A ingredientes como las especias y el azúcar, tradicionalmente interpretadas como “de naturaleza caliente”, se les asocia con la producción o estimulación del mítico (pero físicamente experimentable) fuego interno, tan propio de la buena digestión, el amor y la sexualidad. Cocinar siempre es erótico (Martínez Llopis, 1983). Para explicar la forma erógena (generadora de amor) en que funciona el lenguaje culinario en la mesa basta recordar que cuando alguien busca establecer una relación amorosa con otra persona comienza compartiendo con ella alimentos dulces como los alguna vez prohibidos chocolates, helados o bombones y quizás trate de agradarle con objetos cuyo color recuerden el ardor del fuego y la pasión, como las envolturas cursis en San Valentín y las rosas rojas (que, por cierto, pueden ser también un ingrediente). Cocina quien ama o desea y lo cocinado comunica asimismo amor y deseo.

® alberto peralta de legarreta

jueves, 6 de julio de 2023

Chile y Ser en la cultura de México

Si aceptamos que el chile es el sabor que con mayor fuerza ha caracterizado a la gastronomía mexicana a través de los siglos, resulta particularmente extraño que exista una bibliografía tan limitada, fragmentaria y poco dedicada sobre este importante ingrediente que ha moldeado el paladar y la cultura de todo un país. A través de los siglos se ha estudiado al chile, primeramente por parte de cronistas curiosos, quienes al utilizar su propio sistema de interpretación para atacar un objeto tan ajeno terminaron caracterizándolo como “mordiente”, agresivo y hasta infernal. Trabajos de cronistas como los de Sahagún, Las Casas y Durán son testigos de estos primeros y tímidos acercamientos al estudio del chile, mismos que probablemente se basaron en el testimonio de aquel primer encuentro de Europa con el chile en las islas caribeñas, el del navegante Cristóbal Colón, cuyo viaje con motivos gastronómicos viera inicialmente frustrado su afán de encontrar las ansiadas especias y, por no dejar, presentara el fruto picante a la Corte de Madrid en un intento de compararlo con la pimienta. Tentativas posteriores de interpretación, ya en siglos virreinales, vieron en el chile o ají posibilidades terapéuticas al incorporarlo al sistema hipocrático de temperaturas y humores, no siempre con la suerte de constituir precisamente un remedio. Francisco Cervantes de Salazar, con el protomédico de la corona Francisco Hernández, reconocieron en él una temperatura caliente cuya intensidad le concedería incluso el grado de afrodisíaco, y casi al mismo tiempo el gran viajero científico Alexander von Humboldt acabaría admitiendo su enorme importancia cultural al reconocer que en México el chile es tan importante y necesario como la misma sal. 


El estudio del chile tiene varias posibles vertientes. La primera, científica y más o menos abundante, se dedica a su taxonomía, distribución y difusión geográfica, así como a los componentes químicos que le posibilitan provocar sensaciones y sobrevivir en un ecosistema. En el campo histórico, el estudio de documentos y fuentes permite observar la manera en que el chile fue incluido en las dietas y dotado de significados en su incesante viaje desde su originaria Sudamérica hasta Europa y Asia, donde tuvo desiguales recepciones y transformaciones. Finalmente la menos socorrida de las vías –quizás debido a que pertenece al estudio de la cotidianidad– es el acercamiento cultural. El chile cuenta en México con una limitada bibliografía dedicada a los significados culturales como ingrediente y componente vital de la identidad nacional. Libros como Capsicum y cultura de Janet Long fueron pioneros y siguen teniendo vigencia con el paso de los años, manteniéndose sin actualización ni competencia, por lo que para el estudio cultural del chile y su función en la gastronomía, actualmente se requiere la revisión de fuentes hemerográficas, la consulta de refraneros y cancioneros, grabaciones de audio y libros, pero sobre todo realizar una labor etnográfica en calles, mercados y barriadas. El chile y su conocimiento cultural se mimetizan en el lenguaje característico de nuestra cotidianidad, donde pueblan lo relacionado con las emociones y su expresión encarnándose en albures, sabores culinarios paradójicos y llenos de significados, todos  un mismo tiempo gozosos y sufrientes, es decir, nacionalmente mexicanos.

El chile en el ser cultural de México

Cada vez que los mexicanos hablamos sobre el chile lo hacemos desde lo más profundo de nosotros mismos. Hablan por nosotros miles de años de genética biológica y cultural que narran la larga y afortunada relación entre una planta local, sus frutos enigmáticos y los grupos humanos recién llegados al continente americano. En su dilatada peregrinación desde el norte hacia las más atractivas y fértiles tierras ecuatoriales, los seres humanos poblaron América adquiriendo en el camino la sabiduría necesaria para interpretar el nuevo mundo que pisaban y que habría de convertirse en su hogar para siempre. El camino puso en sus manos, bocas y estómagos animales nunca antes vistos, cereales primitivos que con el paso de los siglos se convertirían en su propia carne e infinidad de otras plantas que por necesidad y gusto introdujeron en su dieta no sólo para sobrevivir, sino para gozar y experimentar placer con los sabores y nuevas sensaciones que aportaban. Aquellos hombres y mujeres no lo sabían, pero estaban construyendo paso a paso su identidad y su cultura con la lentitud que caracteriza a los procesos de larga duración; una cultura poderosa que con los siglos forjaría sus cuerpos, su manera única de ver el mundo y su compleja manera de dar significado a los alimentos. El maíz, los frijoles y el chile, alimentos que hoy conforman la base de la alimentación y la gastronomía de México, se encuentran inscritos profundamente en nuestro ser cultural. Han estado con nosotros por cientos de generaciones de personas que en su origen no sólo supieron valorarlos, sino incorporarlos con modificaciones morfológicas relacionadas con la recolección, la selección dedicada de sus semillas y los procesos de transformación culinaria, acciones que moldearon las fisonomías de los frutos y aportaron infinitas posibilidades para la subsistencia y el sabor. El uso prolongado de estos elementos fue incorporándose al gusto y las necesidades de sus consumidores en lo que constituyó una auténtica edificación cultural del paladar de los futuros mexicanos, que hoy no sabrían reconocerse sin ellos. En otras palabras, el saber o la sabiduría relacionadas con esas plantas, adquirida e incrementada a través de los siglos, se convirtieron en sabor.


Entre todas las plantas que le dieron cuerpo y gusto a los mexicanos sobresale el chile, planta de múltiples posibilidades que aquellos antiguos migrantes asiáticos encontraron hace miles de años en su caminar por Norteamérica y el territorio actual de México. Hallaron sus frutos en estado silvestre, pequeños pero poderosamente agresivos, después de que las aves migratorias trajeran las semillas en sus entrañas siglos atrás desde el sur del continente. Al probarlo por primera vez debieron experimentar dolor, tal vez desesperación; el sabor y la sensación aportados por el chile, una planta diseñada específicamente por la naturaleza para desalentar a sus posibles depredadores mamíferos, no tenía paralelo ni cabida en su antigua construcción cultural gustativa. Los nuevos nativos americanos se habían enchilado por primera vez, pero en vez de desistir en el consumo de aquel fruto provocativo, lo que hicieron fue comprenderlo, dotarlo de significado, apropiárselo y comenzar a moldearlo con pericia en busca de su domesticación, sin darse cuenta de que sería el mismo chile el que acabaría domándolos a ellos, enviciándolos y haciéndose cada vez más imprescindible. La necedad de los mexicanos por comer chile y aceptar sus retos, bien lo sabemos, es legendaria. 

Es probable que la hoy íntima y clara relación cultural entre virilidad y el valiente consumo del chile tuviera sus orígenes en aquellas primitivas comunidades, donde el picor era un recién llegado decidido a replantear los caracteres, las emociones y la dieta. Quizás también desde tiempos tempranos el chile fue asociado a la masculinidad debido a su forma alargada, claramente fálica, a la gran cantidad de semillas que alberga su fruto –comparables con el semen– y a su capacidad de penetrar y poseer a quien lo consumiera. El chile ser iría metiendo, literalmente, en la vida social y los cuerpos de los habitantes de México, que con el paso de los milenios no sólo se hicieron resistentes a su sabor –nunca mejor llamado sensacional– sino que al incluirlo en prácticamente todas sus preparaciones culinarias incorporaron a su genética la resistencia, legado que permitió que futuras generaciones nacieran con la capacidad de soportarlo mejor que ningún otro pueblo en mundo. Es por tanto lícito afirmar, doble sentido incluido, que los mexicanos estamos hechos también de mucho chile.


Los siglos previos al contacto con Europa hicieron del chile un elemento omnipresente para los pueblos mesoamericanos. Estos lo convirtieron en arma, objeto de tributo y enérgico castigo para los niños infractores, cuyos padres los forzaban a soportar el humo irritante de los chiles al quemarlos frente a sus narices y ojos. Tanto en las cocinas populares como en las de élite los chiles fueron conducidos con ingenio por los infinitos caminos del sabor al torearlos, tatemarlos, hervirlos, machacarlos, molerlos, ahumarlos, secarlos en diversos grados e incluso cortarlos. Al mismo tiempo, como no queriendo, también se fue cocinando a su alrededor todo un lenguaje y conceptualización que le abrió al chile las puertas a las más diversas expresiones populares, como el refranero y el adivinancero prehispánicos, aunque de ellos nos queden tan pocas evidencias. Sin embargo, la importancia de esta conquista o influencia sobre la lengua se puede aún observar hoy día cuando siglos después de la conquista hablamos del chile en mexicano, ese castellano que en la época virreinal fue, quiso ser y terminó igualmente conquistado y albureado por nuestro fruto picante.

Con la llegada de los invasores europeos comenzó una etapa momentánea de incomprensión para el chile, llamado por ellos pimiento sólo porque su picor –tan masculino y violento– no tuvo otro parangón en su cultura que el de la femenina y delicada pimienta. El ardor incontrolable y malamente atenuado que el chile provocaba en los inexpertos paladares invasores le dio a los antiguos mexicanos la oportunidad de cuestionar su hombría; tanto descubridores como conquistadores fueron por el momento incapaces de entender el significado y función cultural de ese producto (tachado a veces de infernal y pecaminoso en las fuentes) que invadía todos los ámbitos y sin el cual los mexicanos no creían estar comiendo, como terminara reseñando el muy comprensivo fray Bartolomé de las Casas. En esos primeros momentos del enfrentamiento bélico se libraron también batallas en los fogones y el lenguaje, donde de acuerdo con los expertos cómicos de carpa Chaf y Queli, el juego de palabras de doble sentido conocido como albur surgió o se inventó, con el chile como estrella principal, y que el mexicano lo utilizó como una forma de burlarse de sus conquistadores y su idioma, inflingiéndoles así una derrota adicional a la de la efímera “noche triste”, aunque esta vez cultural y de duración perenne. De esta forma el chile, heroico vengador de lo identitario, sometió también como pudo –o más bien, como lo dejaron– a aquellos que habían pretendido conquistar sus dominios. 


Convertido en protagonista de la mixtura cultural, y por ende gastronómica, el chile se filtró y afincó en la genética cultural de los recién nacidos mexicanos mestizos, quienes ejercieron en el picor dando continuidad a los significados del pasado y las antiguas usanzas culinarias  en busca de una nueva identidad que tampoco supo dejar fuera lo español. Hoy buena parte del carácter y las emociones que expresan los mexicanos puede definirse en torno al chile y sus efectos corporales. Enchilado se le llama a quien estalla en furia o se molesta; enojada estuvo la cocinera que guisó con excesivo picante. Picarse es un verbo reflexivo que ilustra la necesidad de ingerir chile a pesar de estar enchilado a muerte, y no cabe duda que en México la sensación de estar enchilado se corresponde irónicamente con el placer sublime, una especie de placer que Janet Long definiera como un sufrimiento gozoso y masoquista que además genera resistencia y adicción, como una droga. Quienes en su molestia o desesperación por verse enchilados observan a los mexicanos gozar al enchilarse no pueden sino quedar perplejos; en vez de sufrir parecemos querer morirnos de la risa gritando con euforia, como emulando la ambigüedad del terrible drama cinematográfico de Pepe el Toro –encarnado por Pedro Infante, el ídolo de Guamúchil– quien en Nosotros los pobres lloraba con irremediable desconsuelo la muerte de su hijo quemado mientras se carcajeaba recordando sus travesuras. Así las cosas, bien puede ser que el chile y su fervoroso picor representen para los mexicanos un remedio paliativo para su eterna melancolía, que a decir de Roger Bartra lo tiene aprisionado en una jaula invisible, donde al parecer está felizmente condenado a consumirlo. Como sea, el chile es para los mexicanos un elemento tan definitivo en su cultura que no resulta impensable decir que en el futuro alguien pudiera afirmar que el verde y el rojo del lábaro patrio representan los colores de los estadios de madurez de sus frutos, así como el blanco el color de sus flores. O bien, que para acabarla, el albur protagonizado por el cuerpo, las semillas y las setecientas venas del chile sea digno de convertirse en patrimonio inmaterial de la nación, y por qué no, de la ardida humanidad.

® alberto peralta de legarreta 2023

Referencias 

Bartra, Roger. La Jaula de la Melancolía, Identidad y metamorfosis del Mexicano, Ed. Grijalbo, México, 1996.

Chaf y Queli. Nos metieron el metro, Discos Diablo, L.P. 33 1/3 r.p.m, México, 1968.

Long, Janet. Capsicum y cultura. La historia del Chilli, FCE, México, 1986.

Peralta de Legarreta, Alberto. ¿A quién no le gusta el chile?, Ed. Lectorum/Algarabía, Colección Vicios, México, 2017.

Nabham, Gary Paul. Why some like it hot. Food, genes and cultural diversity, Island Press/Shearwater books, Washington, 2004.


jueves, 29 de junio de 2023

Breve y falible genealogía de la pizza

Sobre la popular pizza, alimento que con el tiempo ha llegado (también) a adquirir tintes mexicanos, se ha escrito interesante y muy prolija literatura. En general, lo que uno puede encontrar sobre la pizza son narraciones o cronologías cuya finalidad es otorgar el crédito a alguien por la supuesta autoría del hoy omnipresente platillo, o bien, por encontrarle algún orgulloso origen geográfico. Pero existen dos cosas que muchas veces pasan por alto quienes escriben sobre comida; primero, que un platillo nunca es producto de una invención súbita, sino que se desarrolla popular e históricamente hasta alcanzar una forma más o menos final, y segundo, que lo que hoy goza de prestigio muy probablemente tuvo orígenes humildes y poco atractivos (Montanari, 1993). Ciertamente, no existe en el mundo platillo que no sea hijo de su momento histórico y cuya aparición no buscara satisfacer las necesidades vigentes de un espacio o región.

Un operador romano atiende el fornax u horno

Atendamos, pues, a los incontrovertibles hechos. La pizza no es otra cosa que un pequeño trozo de masa de pan, estirado hasta sus límites con economía y esperanza, al que se le condimenta con una pequeñísima porción de salsa, queso y los ingredientes disponibles, para después darle cocimiento al interior de una cazuela o –en el mejor de los casos– en un horno. Pero para averiguar de dónde salió esta idea aparentemente simple debemos remontarnos a la antigüedad, directamente a la cuna de la civilización en Occidente, cuando la antigua Grecia coqueteaba y plagiaba descaradamente a esa otra cuna civilizatoria –genuina pero no reconocida– que fue el Medio Oriente. La idea del pan plano condimentado llegó a Europa desde Egipto, donde la masa solía mezclarse con aceites, especias y queso para después dejarlo cocer sobre superficies calientes y expuestas, como las piedras de un fogón o las paredes de una olla. Fue aquel pan sin levadura (aunque a veces recubierto con miel) el que los griegos adoptaron y adaptaron para convertirlo en un objeto más grueso llamado plakuntos, que incluía en su masa algunas hierbas o especias y terminaba servido en la mesa, como entrada o cierre, cubierto con queso. Todo parece indicar, además, que plakuntos comparte el étimo con placenta [torta], lo cual nos da una idea de lo nutritivo y simbólico que fue aquel platillo para los griegos.

Mural descubierto en Pompeya en 2023. Sobre el clibanus votivo, a la izquierda, se observa un plakuntos

De los griegos aquel pan plano enriquecido pasó a los latinos, vulgares y cultos. Allí el pan plano que hoy compararíamos con justicia con la Pita fue denominado Panis clibanicius, pues se cocía sobre un utensilio ardiente y metálico conocido como clibanus (Apicivs, 1995), tal como se aprecia en el mural descubierto en Pompeya en 2023. Esta característica lo distinguía de otros pānēs, como el furnacius [de fornax, horno cerrado] pero una vez que a la masa se le incluyó un poco de levadura fresca se convirtió en “fruta de horno”, y de este modo la pizza comenzaba a dar, realmente sin saberlo, sus primeros pasos. El pan plano y aliñado ya debía ser suficientemente popular cuando llegó, pletórico de dignidad, al primer recetario conocido de Occidente, De Re Coquinaria, escrito por uno o varios individuos conocidos como Apicivs. Algunos siglos después, tras la incomprendida Edad Media (Pernoud, 1999), aparecería por primera vez impreso el término “pizza”, aunque la descripción de su procedimiento culinario en poco o nada se parecía al platillo que hoy conocemos, pues más bien se trataba de un pan dulce originario de Nápoles elaborado con almendras, piñones, dátiles, higos, agua de rosas y azúcar. Lo anterior se lee en el libro de 1570 L’Opera di M. Bartolomeo Scappi, cuoco secreto di Papa Pio V (Scappi, 2004), que a pesar de haberse publicado en pleno Renacimiento casi no contempla el uso de ingredientes americanos, por lo que resulta inútil tratar de rastrear en sus 700 páginas el jitomate que muchos desearían hallar ahí para darle a la pizza un más antiguo y honroso origen italiano.

Tras su desembarco de las naves de Colón el jitomate americano tuvo un mal recibimiento en Europa, pues antes fue planta de ornato (posiblemente venenosa, pensaban, como otras solanáceas) que un ingrediente digno. En Catalunya, por ejemplo, al fruto se le restregó sobre un pan áspero y duro como piedra para crear el icónico pá amb tomaquet, que algunos catalanes proclaman como el antecesor de la pizza moderna, y en otros lugares de la península Ibérica, como Buñol, al jitomate todavía se le menosprecia notablemente durante la fiesta popular de la “Tomatina”, en la que se desperdician toneladas jitomate en una absurda guerra callejera. Y bueno, resulta difícil olvidar que a los políticos y a los malos actores en Europa se les lanzaban jitomates, y no frutas locales. En este tenor, resulta interesante descubrir que no hubo en Italia recetas impresas de salsas de jitomate sino hasta el siglo XIX, aunque es muy posible que los campesinos –y otras clases populares– cubrieran sus panes planos con jitomate, aceite de oliva, orégano y albahaca desde finales del siglo XVIII. Debemos, pues, categorizar a la pizza como un alimento de orígenes humildes y campiranos, emanado probablemente de una crisis que auténticamente “estira” lo poco disponible y pone en valor aquello que, por extranjero, resultaba hasta entonces despreciable, como el jitomate y la leche de búfala asiática con la que se preparaban quesos rústicos como el mozzarela. Pocas veces pensamos en ello, pero aditamentos como el rallador de queso, tan presente en las imágenes y los grabados que la ilustran la cotidianidad (Le Goff, 2013) de la Edad Media, son invenciones que permitieron administrar lo escaso y repartirlo más o menos de manera equitativa entre muchos. Rallado, un pequeño trozo de queso pudo alegrar los humildes potajes de cebolla de una familia francesa numerosa igual que daba la impresión de cubrir –casi diríamos condimentar– una pizza nacida en la escasez para ser partida y compartida

Pizza napolitana semejante a la reseñada por Alexandre Dumas en 1830


En 1830 Alexandre Dumas padre escribía en su novela Le corricolo que en Nápoles la gente pobre comía pizza mañana tarde y noche, y que esta era “un pan plano con aceite, queso, tocino, tomate y anchoas saladas”. Un análisis atento deja en claro que esa pizza era una pequeña bola de masa estirada al límite para alcanzar para muchos, y que el delgado resultado se cubría con una salsa de pomodoro al que sólo volvían digno y aspirante a cierto prestigio las hierbas locales y las especias. Tocino y anchoas no eran otra cosa que conservas o “comida de previsión o invierno” –no precisamente de gente rica– y el queso mozzarela un insumo hecho con la leche de un bovino bárbaro e invasor. Como se ve, los padres de la pizza fueron el hambre y la creatividad (y no el buen gusto),  y a ésta todavía le quedaría hacer un largo viaje transatlántico que en los albores del siglo XX la convertiría en alimento melancólico de los migrantes italianos en Estados Unidos. Las humildes, básicas y originales pizzas Margherita y Marinara (cada una con leyendas "históricas" hoy desacreditadas) se filtraron como contrabando en un nuevo mundo de abundancia, donde en poco tiempo se llenaron de ingredientes variados y de mejor calidad para su ingreso a los negocios, la competencia, la producción en serie y la internacionalización. Con todo, la pizza no ha perdido su humilde vocación. Aún es alimento vinculado al hecho de compartir y se asocia con rendimiento y bajos presupuestos. Y claro, no falta quien la señale como parte del grueso corpus norteamericano de la comida chatarra, es decir, entre los alimentos aptos para pobres y mal nutridos.

® alberto peralta de legarreta

jueves, 18 de mayo de 2023

El alegre santo patrono de los cocineros que nunca bailó ni fue cocinero

No importa a cuántos libros de gastronomía e historia culinaria mexicana acudamos, hallaremos que en la Nueva España tanto las creativas monjas guisanderas como las hacendosas amas de casa veneraban a San Pascual Bailón como su patrono en la cocina. A este singular santo hombres y mujeres le dedicaron versos y plegarias que van de lo cómico a lo sublime. Probablemente la más conocida de estas composiciones sea el tan recurrido San Pascual Bailón, atiza mi fogón, aunque también es posible encontrar peticiones festivas en las que al pobre santo, debido sin duda a su peculiar apellido, se le hace bailar como parte de un ritual para propiciar un buen guiso:


San Pascualito Bailón
Báilame en este fogón
Tú me das la sazón
Yo te dedico un danzón

En otras plegarias al santo se le atribuye una capacidad aparentemente sobrenatural para dar buen sabor a los alimentos: San Pascual Bailón / atízale al fogón / y a mi comida dale Sazón, o bien: San Pascual Bailón / Yo pongo el Guiso / Tú pon la Sazón. Por donde quiera que se vea, al pretendido patrono de las cocinas virreinales se le percibió como un ser alegre cuya energía y dedicación eran capaces de elevar un platillo al grado de divino, o por lo menos de no resultar ofensivo al paladar:

Ay San Pascual Bailón
que por ollas y cazuelas
brincas, corres, casi vuelas,
dale a mi pipián sazón

Ay San Pascual bendito
yo te brindo mi oración
y el corazón se me vuela
ponle amor a mi cazuela

San Pascualito,
San Pascualito,
Tú pones tu granito
Y yo pongo otro tantito.

San Pascual Bailón
Báilame en este fogón
Tú me das la sazón
Y yo te dedicó un danzón.

Pero nada de lo anterior puede ser más alejado de la verdad. Pascual Baylón Yubera nació en 1540 en Torre Hermosa, España, y fue tan sólo un humilde pastor cuyo nombre le vino de haber nacido el día de Pentecostés (Sellner,1994). Pascual fue muy serio y debido a que debía cuidar a sus animales nunca podía asistir a misa, pero Dios le concedía ver y admirar el santísimo sacramento de la Eucaristía en forma de un cáliz y una ostia cada que él lo deseaba. Fue debido a esto que después entró a un convento, donde se desempeñó en oficios humildes y –se dice– nunca reía. Debido a sus visiones, Pascual fue canonizado en 1690 como patrón de los congresos eucarísticos y las asociaciones eucarísticas. Se le representa arrodillado frente a una visión de la sagrada eucaristía y en ocasiones con una pala de jardinero. Y seguro resultará curioso, pero por más que busquemos en libros serios de vidas de santos (Duchet-Suchaux y Pastoreau, 2003), jamás encontraremos que el buen Pascual Bailón tuviera algo que ver con la cocina (atendió que fue refitolero, es decir, que atendió el refectorio). Tampoco consta que fuera un fraile alegre y bailador, y mucho menos existe fundamento alguno de fe para que las cocineras poco hábiles hicieran de él su protector en México.


Lo que en realidad sucedió fue que en la Nueva España Pascualito fue confundido con otro franciscano santo y famoso de su tiempo. Ese otro no fue otro que el ignominiosamente olvidado Diego de Alcalá, quien vivió en la primera mitad del siglo XV y fue portero en el convento de Arrecife, en las islas Canarias. Se dice que este fraile solía levitar en el convento y hacer numerosos milagros, pero entre sus muchas virtudes, la que más nos interesa es la de haber sido –él sí– un buen cocinero. Como a Diego le gustaba mucho rezar, dicen sus hagiógrafos, había ocasiones en que se olvidaba de sus guisos, algo que no le preocupaba porque los ángeles acudían a ayudarle en la preparación de los platillos del día. Esta anécdota en México se le atribuye a Pascual Bailón, y es probablemente la razón por la que en los conventos se le llamaba “cocina de los ángeles” al conjunto del fogón y los utensilios. Otra anécdota “culinaria” de la vida de San Diego narra que una vez salvó a un niño travieso que imprudentemente se había quedado dormido al interior de un horno de pan después de un regaño y persecución por parte de su madre. Cuando el horno fue encendido y ya desde su interior se escuchaban los gritos del niño quemándose, Fray Diego se lanzó a su interior y lo rescató milagrosamente. Muchos otros prodigios relacionados con el pan se le atribuyen al buen franciscano; Diego de Alcalá pedía a sus fieles mendrugos y sobrantes, pero el producto de esa caridad, cuyo destino debió ser la paupérrima cocina de su convento, terminaba más bien repartida afuera, entre los pobres. Cuentan también que a pesar de su simpleza por arte divino estos panes les sabían verdaderamente deliciosos a quien más los necesitaba. En varias ocasiones el pan faltó a los hermanos de su convento, razón por la que se trató de averiguar quién era el responsable de su desaparición. El fraile solía esconder el pan en el hueco de su túnica y salir subrepticiamente a la calle, hasta que un buen día sus hermanos, encarándolo, le rogaron que les dejara ver las hogazas que sustraía y ocultaba. Diego afirmó entonces que no llevaba pan, sino rosas, y al desplegar su manto éstas rodaron hasta el piso. Esta escena, conocida como “el milagro de las rosas de San Diego”, sirvió probablemente como modelo arquetípico del poco gastronómico “milagro de las rosas de Juan Diego”, portento sucedido en la Nueva España al vidente nativo de la Virgen de Guadalupe del que no se habló por vez primera sino hasta la publicación de la obra del Bachiller Miguel Sánchez, en 1648 (López Beltrán, 1981).

Es posible que la confusión entre los dos santos franciscanos quedara ilustrada en un verso-oración popular dedicado a Pascual Baylón, quien no fue ni portero ni dio mendrugos a los pobres ni convirtió el pan en rosas, como lo hiciera Diego de Alcalá:

San Pascualito era portero
Y a los pobres daba pan
Y el pan se convirtió en rosas 
cuando venía el guardián.
 
El error de sustitución pudo haberse cometido en la Ciudad de México, en el Templo de Santa María de los Ángeles fundado en Churubusco por la rama franciscana de los Dieguinos hacia 1587. En el claustro se conserva hasta nuestros días una magnífica cocina con fogones de piso, poyos laterales elevados (Abad, 2011) y tiro de chimenea, pero lo que más interesa es que al interior del templo se puede observar una pintura de San Diego de Alcalá (situada en la parte alta del transepto, del lado del Evangelio) en la que el santo aparece en una cocina y rodeado de ingredientes, como patrono de la cocina. Sin embargo, en la parte interior de las hojas de madera de la añeja puerta del templo existen dos tallas de madera en las que se representa a San Diego de Alcalá. En una de ellas el santo aparece frente a una aparición de la Santa Eucaristía y con una canasta de hortelano a sus pies, mientras que en la otra se le ve portando una canasta llena de flores, las otrora hogazas de pan que robaba de la cocina conventual para regalar a los pobres. Quizás las iconografía de San Pascual Baylón y San Diego de Alcalá fueron mezcladas o confundidas (Sebastián, 1995) por los mismos frailes dieguinos desde tiempos tempranos.

Es una verdadera pena, pero por desgracia, en México ningún cocinero o repostero le rece a San Diego –cuyo patronato fue finalmente para los panaderos, al lado de San Honorato– o al pobre de San Lorenzo (auténtico patrón de los cocineros) cuando quiere que algo le salga bien en las cocina o para que le den buen sabor a los guisos. Para ello, tristemente, el pueblo se ha inclinado por un visionario pretendidamente bailarín. Como se ve, la vida, aunque sea de santos, es muchas veces injusta.

® alberto peralta de legarreta