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lunes, 22 de febrero de 2021

Un viaje a los molletes

Imagina por un momento que tienes la capacidad de desplazarte en el tiempo. Si así lo deseas, puedes prescindir de la trillada máquina que sale en todas las novelas y películas para usar sólo la imaginación. Recuerda que imaginar es dar imagen a lo que no está al alcance de los sentidos e imagina que tú mismo no posees imagen –es decir, que eres invisible– para meterte donde quiera que viajes en el espacio y el tiempo, que podrás manipular a voluntad a la velocidad del pensamiento. Tu misión es dar con el origen ancestral de los molletes mexicanos.

 

 


En un parpadeo te encuentras en España. El año es 1611 y paseas tu ser inmaterial entre el bullicio generado por pinches y ayudantes de las cocinas de la Corte Real de Felipe III, en Madrid. El rey de blonda y triangular barba está por llegar al banquete y a tu lado un personaje rechoncho corre de un lado a otro dando indicaciones con desesperación. Es Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor del Rey, quien en este momento se asoma a los hornos e interpela a un panadero; le exige un mollete de leche de los que hornea, para probarlo. Soplando antes, Don Francisco le hinca el diente a aquello y después de entornar ligeramente los ojos, lo lanza al piso enfurecido, echándole en cara al panadero su impericia: «¡Cualquier moçuelo de quadra fazer molletes sabe, pedaço de zascandil, pero no tú! ¡Largaos ahora mesmo de mi cozina!». En el suelo yace en pedazos un panecillo redondo que despide aromas de mantequilla y huevo. Ciertamente, se le ve algo apelmazado. Martínez Montiño amenaza a los demás panaderos: «Si no tenéis a tiempo molletes para el Rey, impíos, considerad la horca!». Sales de la cocina Real levantando los hombros y moviendo negativamente la cabeza, acordándote de Gordon Ramsey.

 

Te basta abrir y cerrar los ojos para cambiar de continente hasta las calles de la capital de la Nueva España. Atraviesas como fantasma los gruesos muros de un alargado edificio y te descubres en medio del patio arcado del antiguo convento de San Lorenzo. Es el año de 1686 y a tu alrededor una nube de monjas jerónimas se apresuran a concluir con sus labores. Está cayendo la tarde y presientes las vísperas, pues de las celdas brota ya el murmullo del Ángelus. Pero en una de ellas alguien parece aprovechar el silencio, y hacia allá te diriges. La celda de Juana Inés, que ves con sólo asomar la cabeza a través de la pared, es tan grande que cabría su familia entera. En una esquina un poyo de mampostería roja, situado  bajo el tiro de la chimenea, sirve de fogón a una mujer negra que se afana también en un pequeño horno de bóveda ladrillada. Juana Inés mira hacia el cielo a través de los barrotes de su ventana, poniendo atención al atardecer. Mientras observa va rotando cuidadosamente con sus manos los discos de su buscador de estrellas, el astrolabio que le prestara su amigo Sigüenza, para hacerlo coincidir con la noche. De cuando en cuando apunta algo en unas fojas sueltas, y al acercarte descubres sobre su atril un libro abierto: las Tabulae Rudolphine de Johannes Kepler. «Niña Juana» escuchas decir a la negra que saca ya del horno una charola de panes enmoldados «¿Deseáis también frijoles con vuestros molletes?» Sor Juana, viéndose interrumpida en sus cálculos, voltea hacia su esclava con mirada severa, aunque no falta de cariño, y le reprocha: «Pero Lara, por Dios… ¿Habráse visto en algún lugar de lo por Él creado que algún insensato comiere sus molletes con frijoles?»

 

Algo raro debe estar sucediendo aquí, pues ¿de qué clase de molletes están hablando estas celebridades? ¿por qué el extrañamiento de la Décima musa? ¿qué clase de panes abollados neutros y a veces dulces son esos que el cocinero mayor del Rey hizo volar por los aires? Habrá que parpadear de nuevo, piensas de inmediato.

 

«¡Limpia, fija y da esplendor!» exclama el orador alzando su índice al dirigirse a los académicos de cuidadas pelucas que le escuchan sentados en una mesa oval. Estás de vuelta en Madrid, aunque ahora es  1714 y la Real Academia Española tiene apenas un año de haber sido fundada. El hombre defiende vehementemente la necesidad de apegarse al Tesoro de la lengua castellana o española de Sebastián de Covarrubias y exige no desestimar una sola de sus palabras en el nuevo diccionario que construyen. «¡No es nimiedad ninguna pediros que defendáis las raíces que dieron origen a esta reunión de ilustres!» les increpa «Verbigracia, veamos la humilde pero bella palabra mollete, de latina raíz panis mollior y significado suave, a la que vuestras mercedes pretendéis despojar de tan esencial carácter en vuestra perversa nueva definición… ¡Tal acto paréceme inadmisible!”. Al otro lado de la mesa un hombre de bigotillo encorvado y con quevedos montados en la nariz le replica, no sin cierta exasperación «Pero doctor ¡El mundo sabe que un mollete es un pan suave, por Atenea! ¿Por qué insistís en lo que por obvio, debe callarse? Caballeros, ínstoles a dejar los juegos y establecer que un mollete es un bodigo de pan redondo y pequeño, por lo regular blanco y de regalo, y baste lo aquí dicho para zanjar esta bizantino litigio, que lo que aquí se discute son palabras, no el filioque!». Los allí reunidos aplauden y asienten con la cabeza. Vencido, el defensor de la suavidad del mollete aprieta los dientes y, encolerizado, abandona ruidosamente la sesión mientras grita, dedo en alto: «Limpios y espléndidos sois, vive Dios, pero que a vuestra fijeza se la cargue el Diablo».

 

No parece quedar otra alternativa que recurrir a los recetarios. Hasta el momento los traslados espacio temporales sólo han confundido más las cosas. ¿De dónde salieron, pues, los frijoles refritos untados en medio bolillo o telera, el queso gratinado y el decorativo pico de gallo de nuestros molletes? ¿Cuándo y cómo apareció tan icónico platillo popular mexicano? El Cocinero Mexicano de 1831 parece dejar claro que durante las primeras décadas del siglo XIX , en clara continuidad con los tiempos novohispanos, un mollete era un pan con forma de bollo redondo en cuya masa convivían harina, levadura, huevos, mantequilla, leche y un poco de vino. Recetarios manuscritos como el de Doña Josefita Gordoa y Ortiz de Rosas, redactado en Jalisco alrededor de 1846, incorporan a la masa pizcas de sal, polvos de canela y convierten a los bollos en roscas en una de sus recetas, pero en esencia los molletes persisten como panes dulces. Hacia 1874 tenemos la primera relación impresa de los frijoles con los molletes, aunque de una manera bastante diferente. La Cocinera Poblana o el libro de las familias facilita una receta de “Molletes de Fríjol blanco” en la que la leguminosa era incorporada a la masa y los bollitos resultantes se servían bañados en almíbar, adornados con pasas y almendras y rociados con un poco de vino. La edición en forma de diccionario del Nuevo Cocinero Mexicano de 1888 establece una diferencia entre molletes comunes y finos, refiriéndose a los primeros como panes hechos en panadería para surtir a las cafeterías y fáciles de hallar, mientras que los finos son dignos de presentarse a una mesa decente, pues debido a su masa blanca o amarilla (que incluye leche, mantequilla, huevo, azúcar y canela) son “sabrosos y de regalo”.

 

Comienzas a pensar que quizás valdría la pena otro viaje en el tiempo para asomarte a las mesas porfirianas, pero los menús de los banquetes de aquella época te muestran que en general las cosas no habían cambiado mucho y que los molletes seguían siendo dulces a principios del siglo XX. Sin embargo, piensas, queda el recurso de saltar al más o menos cercano año de 1919 y visitar la zona de servicio del recién inaugurado Sanborns de los Azulejos, en el corazón de la Ciudad de México. Los molletes, tratas de convencerte, siempre se han servido en esos restaurantes. Así lo haces, y tras el brinco llegas a la casona de la calle de San Francisco justo a tiempo para la hora del desayuno. Los salones rebosan de catrines, damas y no pocos petimetres. Al pasar entre los comensales escuchas de pronto algo que te sobresalta: «Les dejo aquí los molletes para acompañar sus alimentos». Para tu sorpresa lo que la mesera ha dejado sobre la mesa es un plato en el que ves tres medios panes blancos horneados y untados con mantequilla. Un niño vestido como marinerito señala uno de sus molletes y le dice a su padre con cierta seriedad: «Papá ¿por qué le dicen molletes a estas toasts?» Acto seguido solicita que le espolvoreen un poco de azúcar sobre el pan y le da una sonora mordida, pasándose el bocado con un trago de leche tibia. En la mesa tampoco ves salsa de pico de gallo, algo que resulta extraño de verdad.

 


Así pues pasó la Revolución y los molletes icónicos de México, con frijoles y queso, seguían sin aparecer en el mapa. Pero existe la posibilidad, concedes, de que ya sucedieran en la intimidad de los hogares, sin salir aún a lucirse a las calles. Sin embargo, como platillo salado no son nombrados en los recetarios de mediados del siglo XX, y si aparecen, lo hacen todavía como panes dulces, algunos incluso elaborados con masa de harina de arroz. Lo que queda, piensas, es conseguir menús antiguos de Sanborns y de restaurantes semejantes que compitieron por conquistar el gusto de los habitantes de ciudades como las de México y Monterrey en la décadas finales del siglo XX. Una revisión del material disponible en internet basta para ver que Sanborns tampoco ofertaba molletes por entonces, ni Vips, que abrió sus puertas en 1964, y mucho menos Dennys, cuya carta al estilo norteamericano no imaginó jamás albergar frijoles ni como guarnición. Tampoco resultan útiles las ediciones piratas de La cocinera poblana, mejoradas y actualizadas “a los tiempos modernos”, pues sólo dan cuenta de los molletes dulces, por cierto apropiándoselos como “poblanos”.

 

Comienzas a darte cuenta que quizás no era necesario imaginar ni ir tan lejos en el tiempo para encontrar el origen de los populares molletes. Bastaba con acudir a nuestros abuelos y padres, quienes con un simple viaje en su memoria pueden traer de vuelta aquellos días en que como estudiantes preparatorianos o universitarios confabulaban con sus compañeros para escaparse de las clases, y una vez libres, entablar largas pláticas alrededor de eternas tazas de café en alguna de las cafeterías de moda como Vips, Linys o Dennys y más tardíamente Sanborns y Toks. Tal vez fueron aquellas reuniones de jóvenes “de pinta”, tan poco lucrativas para esos restaurantes, las que inspiraron en los empresarios la idea de crear desayunos universitarios con bajísimos costos de producción, pero con redituables márgenes de ganancia. Era así como, por tan sólo unos cuantos pesos que los estudiantes reunían haciendo “vaquitas”, llegaban a la mesa un plato con cuatro molletes para compartir acompañados con jugo y café ilimitado. Tan tarde como las décadas de 1960 y 1970 los molletes lucieron por fin elaborados con medios bolillos untados con frijoles, cubiertos con queso gratinado y aderezados gracias a una salsera llena de patriótico pico de gallo. El consumo de esos desayunos no sólo cautivó un mercado potencial con miles de clientes jóvenes, sino que permitió que los molletes se volvieran populares casi de inmediato y pronto fueran reproducidos también en los hogares. El tiempo, la fantasía y la necesidad de incrementar el consumo trajeron después “toppings” igualmente icónicos como los chilaquiles, el tocino y el chorizo. La carrera del mollete no había hecho sino comenzar.

 

Como se ve, a veces no es necesario buscar en el pasado lejano comidas que vemos como ancestrales ni importa si fueron consumidas por algún personaje notable. Lo que comemos es siempre respuesta a nuestras necesidades, y algunos alimentos no sólo aparecen para cubrirlas, sino que se vuelven parte inalienable de nosotros mismos al grado que cuesta trabajo poner en duda que no han estado presentes “desde siempre”.

®alberto peralta de legarreta