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miércoles, 25 de noviembre de 2020

Los espectros del mole o el arte de comer por colores

Se nos ha dicho que comer es necesario para vivir y que muchas veces comemos por experimentar placer y gozo en su estado más puro, que es el que provee la certeza de que sobreviviremos. Lo que no se nos dice muy a menudo es que comemos por algo más que por sentir la tranquilizadora saciedad, y que para ello la cultura de cada grupo humano establece parámetros que filtran todo aquello que puede llegar a la boca, piel, nariz y estómago de sus individuos. Algunos de estos tamices encuentran su fundamento en lo relacionado al moldeo cultural de los sentidos. Tal es el caso del conjunto de normas no escritas en Occidente sobre el asco, a través de las cuales se criban aromas, texturas y sabores como lo fermentado, lo baboso, lo podrido, lo acre, lo enmohecido, lo amargo y… lo negro. Efectivamente, en asuntos gastronómicos la colorimetría tiene mucho qué ver, pues el color representa no sólo un método para señalar lo comestible y aceptable entre todo lo disponible –algo que hace de manera distinta y completamente respetable cada grupo humano– sino que constituye un eficaz sistema de comunicación de emociones y significados. Comemos y degustamos colores, o por decirlo de otra manera, privilegiamos entre el parecer de todos los sentidos el particular gusto de la vista.
 
 
En México comer por colores es en cierto modo una regla, y de hecho, se percibe de fondo la presencia de al menos dos grandes vertientes en sus cocinas: una verde y una roja. La primera se encuentra vinculada a una base en la que se mezclan el tomate (o tomatillo) y otros ingredientes frescos como los chiles, hierbas y no pocos quelites para proveer salsas, caldillos y moles. La vía roja suele tener su fundamento en la relación del jitomate con los chiles secos y proporciona caldos, caldillos, sopas y moles, aunque tampoco es infrecuente que en ella se manifiesten de manera aislada los chiles maduros de algún tipo. Otros alimentos se rigen también por un simbolismo de los colores, como el guacamole, el pico de gallo y los chiles en nogada, que de manera forzada la tradición ha asociado con el patriotismo y cuyo aspecto tricolor se vincula ya sin ambages con el lábaro patrio. También se le da cabida a la negrura en otros lugares inaceptable con el dulce de zapote, el recado negro mestizo, el cuitlacoche y el mole insignia de Oaxaca. Los ejemplos anteriores no hacen sino abrir la puerta a otras cocinas coloridas  como la amarilla o la color naranja, que producen pipianes o pascales, moles, guisados caldosos y recados rojos en Yucatán. En casi todas ellas la pigmentación se debe a la mezcla de factores físicos propios de ingredientes como la cebolla y el ajo blancos, los guajes y la tonalidad de los chiles en diversos estadios de maduración, que pasa del verde al amarillo, luego al naranja y finalmente al rojo antes de secarse y proveer matices guindas e incluso negros, como sucede con el hoy amenazado chilhuacle de las cañadas oaxaqueñas.

 

 

Todo parece llevarnos a los moles emblemáticos de México, de diversidad y colorido inefables. Hoy en día los moles constituyen un icono de la gastronomía mexicana que la fantasía y la mitología gastronómica han arraigado como originarios de los Estados de Puebla y Oaxaca, aunque en realidad es posible encontrarlos con infinitas variantes relacionadas con su color, sabor y uso a casi todo lo largo y ancho del país. A pesar de lo que rezan de manera poco reflexiva casi todos los gastronómos, la palabra Molli no significa salsa, sino guisado. La idea de que molli se traduce como salsa es simplista y probablemente hispano-francesa, algo que probablemente se deba a que durante el siglo XIX, cuando ya existían moles muy próximos a los actuales, éstos se utilizaban para cubrir otros alimentos o como guarnición lateral de éstos a la manera de una salsa francesa prohijada por la teoría de fondos. Eso significa que, siguiendo un criterio antiguo y más amplio como el que asoma en las crónicas del siglo XVI, moles son también, por genuino derecho lingüístico, los ya patrimoniales Atápakuas michoacanos, los adobos, los huatepes veracruzanos y un sinnúmero de eternos pucheros mestizos como la pancita, el menudo y la birria.

 

 
El nombre del mole parece aplicarse de manera genérica, pero sus particularidades o distinción requieren de un apelativo que lo caracterice. El apellido puede darle al mole personalidad regional (poblano, de Xico, de Oaxaca, guanajuatense); también puede indicar a quien lo consume cuál es su ingrediente principal (de naranja, de tal o cual chile, de pepita, de armadillo). Si el apellido se suma a la palabra mole como un prefijo encontraremos que existen chilmoles (de chile), tlemoles o clemoles (de tetl, fuego en nahuatl), aguacamoles (de aguacate) y huaxmoles (de guajes, un tipo de vaina). Otros apellidos indican el utensilio en el que se prepara o con el que se consume el mole, pues los hay “de olla” (tezmoles y chilatequiles guerrenses) y “de cuchara” como los arriba citados caldos de larga cocción. Moles también los hay con nombres de fiesta u ocasión, como los de novia, boda y manchamanteles, pero quizás el criterio más conocido y popular sea el relacionado con su coloración, pues los moles se reproducen en una gama graduada enorme y esta diversidad ha permitido asignarles no sólo origen geográfico y temporalidad de consumo, sino significado. Los hay predominantemente rojos, verdes, amarillos, verdes y color naranja, pero aunque hoy contemos con libros y cocineros que publican recetas estandarizadas y aparentemente “finales”, bien puede decirse que cada mole tiene una variante sabrosa y válida en las manos de cada cocinera. Cualquier mexicano sabe que no hay mole como el de su mamá o su abuelita.

 

 
La diversidad colorida de los moles mexicanos se asocia también a mitos como el de que Oaxaca tiene un mole insignia por cada una de sus regiones etno-geográficas. Actualmente el mole más emblemático de la entidad es de un exquisito color negro (ya estamos dotando a los colores de significados sápidos) que reta el espíritu experiencial del  osado turista cultural con sabores únicos como los de los chiles huacles (huecos), las cenizas achichinadas de pan y tortilla y el chile pasilla local. Otro mole más bien rojizo hecho con chiles secos y especias representa a la zona colindante con Puebla y no es poblano por razones que aún están por esclarecerse, mientras que también hay moles cariñosamente llamados “amarillitos” que van con guisos y empanadas. Otros más no son rojos, sino “coloraditos” (en el diminutivo llevan la grandeza) y más bien dulzones. Algunos verdes son únicos por elaborarse solamente con elementos herbales frescos a diferencia de otros en la República que requieren de las pepitas verdes de calabaza y tomate. Otros guisos entre los moles tienen nombres propios ligados a su rancio abolengo, como el manchamanteles, cuyos elementos centrales son frutas y tubérculos como el camote, y otros, como el chichilo, que poco se conoce y regala sabores inesperados como el de las hojas de aguacate. Como si todo esto no fuera suficiente, también se preparan en algunos lugares de México moles “elegantes” que se distinguen por su color blanco, llamados también de novia o de boda (con ajonjolí, almendras, chocolate blanco, pulque y jerez) y uno rosa, cuya insólita sofisticación le viene de la mezcla de ajonjolí, almendra, piñones, betabel, mezcal, pulque, chipotle y hoja santa. Parece que después de todo habrá que darles la razón, aunque se equivoquen, a quienes celebran el pretendido barroquismo de nuestros moles: no son de esa época pero sí están hechos para saber bien, oler bien, sentirse bien, escucharse bien (al cocinar, al comer) y sin duda, incitar con sus colores y comunicar lo mexicano de una manera espectacular.

® Alberto Peralta de Legarreta

 

domingo, 15 de noviembre de 2020

Libros imaginados. Libros ilustrados

Letras y textos tienen la virtud de hacer que el lector imagine los objetos, las personas y los hechos por ellos narrados. La palabra imaginación aplica durante la lectura de un libro de tres maneras diferentes: si el libro consiste únicamente de textos, será el lector quien se vea gozosamente obligado a desarrollar sus propias imágenes (de no ser así, la lectura resultaría estéril) en un auténtico ejercicio de recreación interpretativa que, sin embargo, se encuentra supeditada a los límites de su propia experiencia, sus gustos, cultura y estructuras mentales. Esto significa que cuando alguien lee un libro en el que sólo encuentra texto, su mente es la encargada de ilustrar u otorgar imagen –de manera útil y reconocible– a las voces, los personajes, los lugares y las cosas referidos y descritos por el autor. Un segundo tipo de textos llegan al lector acompañados de imágenes o ilustraciones dibujadas, fotografiadas, seleccionadas o encargadas por el autor (y no pocas veces por el editor) con la finalidad de que la narrativa se desarrolle en los límites de su propia imaginería, es decir, al interior del universo interpretativo que concibió. Aunque así pareciera, en este caso el lector no es menos libre, pues si bien las imágenes sirven de guía en el entorno visual y preconcebido del libro, aún puede construir los sonidos, aromas, percepciones del tiempo y sensaciones que mejor le ayuden a disfrutarlo. Finalmente, en algunos libros ilustrados son los textos los que constituyen un complemento a las imágenes, unas veces brindando explicaciones, otras ofreciendo claves para su interpretación y en otras simplemente describiéndolas. De cualquiera de las anteriores posibilidades se colige que, sin importar su origen o naturaleza, los libros son siempre objetos ilustrados.

 

Muchos libros se vuelven entrañables, famosos o memorables precisamente por el hecho de contar con ilustraciones. Para algunas personas sería difícil imaginar un mundo sin las viñetas que Antoine de Saint-Exupéry incluyó en su clásico intemporal El Principito, y hubo un tiempo en que las aventuras de Mr. Sherlock Holmes –publicadas por entregas en el Strand Magazine a principios del siglo XX– habrían sido menos impactantes para sus cautivos lectores sin sus características estampas o grabados. Incluso puede suceder que una sola imagen, como la que ilustra la portada de La conjura de los necios de John Kennedy Toole, ayude al lector en la difícil tarea de imaginar el aspecto de un personaje tan sui generis como Ignatius Reilly. El uso de imágenes o ilustraciones en los libros es una manera lícita de presentar la realidad y un recurso que excita la imaginación, capaz de dotar de autenticidad y dramatismo a obras escritas que presentan mundos de ficción, fantasía o demencia. A lo largo de la historia occidental de la lectura, muchos libros ilustrados han sido catalogados como los más bellos, inspiradores, misteriosos o terroríficos del mundo. Una selección de los más influyentes o hermosos es a todas luces una acción subjetiva y personal que con seguridad no dejará a todo el mundo satisfecho, pero algunos de los libros listados a continuación gozan de justa fama y no merecen menos que ser reseñados para que, con algo de suerte y sensibilidad, quien esto lea los busque y admire.

 

El Beato de Liébana

A finales del siglo VIII un monje llamado Beato redactó en un monasterio del norte de España unos comentarios sobre el Apocalipsis de Juan que por cinco largos siglos estarían llamados a instruir e infundir el temor de Dios ante la inminente llegada de los últimos días. El texto de los comentarios fue iluminado hábil y dramáticamente por muchos monjes artistas del scriptorium, y hoy en 26 de las 35 copias existentes se pueden apreciar alrededor de 98 bellísimas ilustraciones entre las que destacan los cuatro jinetes del Apocalipsis, la mujer y el dragón, el misterio de los siete sellos y las langostas del abismo. A este glorioso manuscrito iluminado se le conoce actualmente como Libro del Beato de Liébana y una de sus copias más célebres yace en la Biblioteca Nacional de España.

 

El Matrimonio del Cielo y el Infierno de William Blake

El Matrimonio del Cielo y el Infierno es un libro poético escrito a finales del siglo XVIII por el legendario William Blake, quien a través de su obra reinterpretó de manera innovadora –y no poco audaz– algunos pasajes bíblicos, inspirándose en la literatura profética y criticando a autores como Emanuel Swedenborg. El libro fue un producto de tiempos revolucionarios y su publicación ilustrada incluyó una serie de enigmáticos aguafuertes con los que Blake intentó desmitificar la polarización de los opuestos universales y dotaron a su obra de un dramatismo inigualable. 

 

Doré y la Divina Comedia

El texto poético de la Divina Comedia, ya de por sí impactante para muchos lectores de inflamada imaginación desde el siglo XIV, alcanzó probablemente su versión final con los magníficos y realistas grabados del prolífico Gustave Doré, quien ilustró la obra de Dante hacia 1867 después de dar vida –y en ocasiones imagen definitiva– a célebres personajes literarios como Don Alonso Quijano, a obras admirables como El paraíso perdido de John Milton y la misma Biblia. El arte de los grabados de Doré en la Divina Comedia fue capaz de hacer visible y real aquello que sólo tenía forma en los temores y los anhelos.

 

Viaje al centro de la tierra, de Jules Verne

Leer la obra de Jules Verne es vivir una exigencia continua para establecer una complicidad entre lector y autor. Sus libros poseen la capacidad de transportarnos a lugares desconocidos y a auténticas utopías e imposibilidades, pero tuvieron también otra virtud, que fue haber sido concebidos y publicados durante el siglo XIX. En esa época, por una gozosa moda editorial ligada al realismo naturalista, las novelas y los relatos se imprimían con imágenes intercaladas cada cierto número de páginas para ilustrar un enunciado impactante del relato. En el caso de muchas obras de Verne, como es el caso de Viaje al centro de la tierra, el encargado de interpretar y establecer en nuestras mentes las imágenes antes sólo imaginables de paisajes infraterrestres poblados de hongos gigantes, dinosaurios y cristales colosales, fue el ilustrador Édouard Riou alrededor de 1864.

 

Manuscrito Voynich

Si de rarezas bellamente ilustradas se trata, no se puede dejar de lado el misterioso Manuscrito Voynich, que fue confeccionado, pintado y manuscrito en los albores del siglo XV en un alfabeto y lenguajes desconocidos. En este documento la belleza de las insólitas ilustraciones, que parecen formar parte de una compleja imaginería fundada en lo inexistente, se complementa con una pulcra caligrafía que encierra secretos de herbolaria, astronomía, biología, cosmología, farmacéutica e instrucciones para algo semejante a recetas medicinales o alquímicas. Las enigmáticas imágenes parecen describir plantas nunca vistas, personas en extrañas posturas o misteriosos rituales y eventos estelares o calendáricos. Hasta nuestros días el manuscrito permanece indescifrable.

 

El Códice Florentino de Fray Bernardino de Sahagún

El fraile franciscano, hoy reconocido como el padre de la etnografía, redactó su magna obra “Historia general de las cosas de la Nueva España” en un período que se prolongó por más de cuarenta años entre 1539 y 1585. Fray Bernardino consultó e interrogó a los indios sobrevivientes de la conquista y redactó varias versiones preliminares antes de supervisar el manuscrito ilustrado que hoy se conoce como Códice Florentino, una colección de 12 libros divididos temáticamente cuyas ilustraciones y viñetas, dibujadas por hábiles indios artistas o tlacuilos, delatan los inicios del mestizaje cultural al combinar con gran armonía y belleza la iconografía prehispánica con la estética postmedieval. El resultado fue un volumen enciclopédico cuyas ilustraciones sirven de apoyo al texto náhuatl-castellano con el que se describieron rituales, cosmogonía, zoología, herbolaria, gastronomía, religión, política e historia del pueblo Mexica conquistado.

 


 

®Alberto Peralta de Legarreta

miércoles, 21 de octubre de 2020

Hablar de gastronomía prehispánica

Es casi cosa de todos los días encontrarse con un meme, una fotografía o un reportaje en el que se toque el tema de la gastronomía prehispánica de México. Lo que solemos observar generalmente está bien ilustrado con imágenes de algún manuscrito antiguo como el Códice Florentino de Fray Bernardino de Sahagún, aunque no sobran fotos de platillos modernos que la gente imagina que consumían en la corte de Moctezuma. Gracias a esos cortos informativos que autores desconocidos condimentan con música de flautitas y tambores, los mexicanos hemos aprendido muchísimas cosas sobre nuestro orgulloso pasado, o al menos eso creemos. Si se pone atención a la información memética (o peor aún, si se le da por buena) en las redes es posible adquirir expertise en alguna de las corrientes con más frecuencia observadas, que por lo general parten de mitos históricos, lecturas parciales de las fuentes y sabiduría vox populi. Sólo unos pocos materiales tienen fundamento académico, pero infortunadamente no son los que manejan muchos chefs y cocineros oportunistas o llenos de nostalgia, y mucho menos los anónimos creadores de memes.

 

Enfoquémonos primeramente en la postura que considera que los habitantes prehispánicos de Mesoamérica tenían un gusto por lo simple, lo exótico e incluso lo incivilizado. Muchos han llegado a esta conclusión al pensar que en aquellos días se contaba con instrumentos de piedra y “poca diversidad” para llevar a la cocina o a la mesa. Siguiendo esta teoría, es posible explicar la permanencia de molcajetes y comales, así como la ingesta de insectos. No falta quien afirma que lo que heredamos del pasado prehispánico es, en general, tan sólo la variedad de combinaciones posibles del maíz, los frijoles y el chile, y claro, aportan como prueba nuestros actuales antojitos.

 

Una mujer cocina tlacoyos frente a sus comensales, como en un puesto actual de antojitos

Otra postura es la idealización simplista del pasado, que afirma que nuestros antepasados indígenas eran gente bonísima y con conocimientos que se movían entre lo prodigioso y lo sobrenatural. Gracias a ello desarrollaron la célebre “Santísima Trinidad de la milpa mesoamericana”, que resume de manera burda –y ajustándose a un esquema cultural invasor– siglos de interacción íntima con la tierra productora de alimentos en la suma básica del maíz, el frijol y la calabaza. Como si sólo esas tres cosas se hubieran consumido y bastado, o como si no hubieran tenido nada más en disponibilidad. Desde luego, no puede dejarse de lado el consumo de ese pulque que es regalo de los dioses, porque sin él ¿cómo habrían podido pasarse tantas delicias? Pero según los idealizadores la embriaguez no se daba "porque estaba prohibida". Debemos plantearnos la posibilidad de que las fuentes en este aspecto sean excesivamente rígidas.

 

 Plantas y frutos del maíz en la milpa

También están los que hacen una y otra vez el mismo listado de aportaciones que hizo México al mundo. Pletóricos de orgullo, parecen no cansarse nunca de afirmar que somos personas de maíz y que Europa se habría muerto de hambre sin nuestros jitomates, “pimientos”, pavos y calabazas, por nombrar sólo algunos. Generalmente no hablan de platillos complejos como un tlacoyo, los tamales y el atole, pero no es por falta de presunción, sino por la certeza de que sus malagradecidos lectores extranjeros poco o nada entenderían. Por cierto, en este discurso los europeos siempre afirman que fuimos caníbales por hambre o necesidad, puesto que “no abundaban las proteínas en Mesoamérica”. 

 

Escena de antropofagia ritual entre los mexica. No era un asunto cotidiano

Finalmente encontramos a los mitológicos. Entre sus filas están quienes dan por buenos algunos datos difundidos desde hace tiempo, en ocasiones en “fuentes oficiales”, como la afirmación poco cuestionada del pozole cocinado con carne de guerreros tlaxcaltecas, la mesa de 300 platillos de Moctezuma, la antigüedad ancestral de los tacos, la ingesta generalizada y cotidiana de bichos, el mezcal supuestamente prehispánico y la herencia prehispánica de los moles. Los métodos por los que han llegado a sus afirmaciones son la lectura poco crítica de las fuentes y libros tempranos que se hicieron famosos al ensalzar esas leyendas, la construcción de opiniones por parte de la industria alimentaria y la percepción, sin duda de corte nacionalista, de que “poco ha cambiado desde entonces”.

Escena de comensalidad en el Códice Florentino de Fray Bernardino de Sahagún

La verdad es que no hay que exagerar ni llegar a la mitificación para afirmar que la gastronomía prehispánica fue muy compleja. La ciencia ha permitido conocer mucho de su cosmovisión, lo cual permite dejar en claro que los antiguos habitantes de México tuvieron una muy buena relación con la tierra productora de alimentos. Vieron en la tierra a su propia madre nutricia, y por ello consideraban comestible todo aquello que fuera parte de su progenie. Comieron lo que la tierra les ofreció y, a diferencia de los europeos, apenas interpusieron filtros colorimétricos, de fermentación, de forma, de olor, de textura y de naturaleza a sus alimentos. Por decirlo de otro modo, en Mesoamérica todo resultaba comestible y nada se desperdiciaba.

 

Mujeres mexica alrededor de alimentos como tamales y piernas de guajolote

Lo que hoy vemos en las cocinas y mesas mexicanas es en buena parte herencia de aquellos tiempos prehispánicos. Mucho de lo comestible sigue efectivamente girando alrededor del maíz, los frijoles y el chile, y muchas familias conservan aún sus utensilios de piedra y dan perpetuidad a la práctica cotidiana de hacer o comprar tamales y atoles. En casi cada plaza o calle es posible conseguir prehispánicas “alegrías” de amaranto aglutinado con miel de agave y –esos sí– ancestrales tlacoyos y esquites. Los nopales pueblan aún muchos antojitos mientras crujientes totopos adornan y dotan de sonido a los frijoles. En la intemperie se han puesto nuevamente de moda los prehispánicos chilaquiles, como décadas antes sucedió con las enchiladas, especialidades que pueden rastrearse sin fantasías hasta el siglo XVI. Se beben aún aguas con chía y se consumen gusanos, escamoles y chapulines como si la herencia occidental no los hubiera negado por siglos, y como quien no quiere la cosa seguimos invocando, según nosotros en broma, a Tláloc y sus lluvias fertilizantes. Todo mientras concedemos un lugar de honor a las salsas picantes y tenemos a la mano tortillas a las que ni el haber sido hechas por una máquina se les cae la capacidad de grita identidad. A quién se le habrá ocurrido que hacían falta inventivas y ficciones para otorgarle valor a nuestro pasado gastronómico.

 

Alberto Peralta de Legarreta ®


miércoles, 19 de agosto de 2020

Bodrovium, de Bestiis

Se habla de un diminuto animal sobre el que el Fisiólogo guardó silencio. A dos causas puede atribuirse este mutismo: una, que el Fisiólogo no le haya visto nunca ni oído de él jamás, y dos, que el Fisiólogo, por voluntad de Dios, haya optado por no legarnos más que una inmensa ausencia de palabras.

Yãmûr, sin embargo, dice del Bodrovium que es inconmensurablemente pequeño. Es el Bodrovium temible enemigo de los Grifos, a los que infesta sin misericordia, absorbiéndoles hasta la última gota de sangre del cuerpo. Tan singular bestia, retorcida de dolor hasta ser consumida, no acierta a comprender qué es lo que le priva de las fuerzas y el vuelo, forzándole a permanecer en tierra como un inmenso fardo de rocas sin volición. Nace el Bodrovium en las insalubres aguas del mar de Actium, donde medra en espera de que su víctima se acerque a beber. Invisible y lleno de artimañas, se esconde, fingiendo inocencia. Bien ha dicho de él el Profeta, respecto a la peligrosidad de su naturaleza: “Dixistis enim: Percussimus foedus cum morte et cum inferno fecimus pactum:flagellum inundans sum transierit, non veniet super nos, quia posiumus mendacium spem nostram et in fallacia absconditi sumus”. Esta inocencia es un símbolo de la divinidad: así puede leerse en el ´Ajã´ bû-l-Makhluquat: “…Al grifo, encarnación del enemigo, del maligno que nos aparta de Él (loado sea su nombre), lo inquieta la presencia de lo invisible, lo amenaza la sola idea de su existencia”. El Bodrovium simboliza la presencia infinita de la palabra de Dios, que es el arma que esgrimimos frente al Diablo. Y este animal insignificante en tamaño no representa otra cosa que la virtud divina de la humildad, que puede contra el más temible de los adversarios. Así como David venció al infame Goliath, el Bodrovium habrá de vencer al Grifo, que encarna al demonio.

Dicen además las páginas ocultas de De Bestiis sobre el Bodrovium: “Infinitamente diminuta, esta inmunda bestia posee garras en sus dos manos frontales; son tenazas con las que cercena las entrañas de su enemigo. Varias patas le pueblan los costados; nadie adivina aún cuántas. Su móbil es el agua, su alimento el fulgor ígneo de la sangre y los zumos vitales. Una vez dentro del cuerpo que ha escogido habitar, su luz, su acción corruptora se multiplicará y no podrá ser detenida. Su influencia será invisible. Tal como el espíritu de Dios al inflamar un alma extraviada, haciéndola retomar el buen camino”.

 

APL. Cartas a ti y a Nadie. La imagen es de Ambroise Paré, quien en el siglo XVIII (en su célebre "Monstruos y prodigios") pudo haberse inspirado en la citada descripción del Bodrovium, misma que fue hallada manuscrita y en hoja suelta al interior de una temprana copia árabe de El Fisiólogus.



lunes, 1 de junio de 2020

Libro de cocina para el uso y asiento de Doña María de la Lus Tissier, año de 1823

La historia de algunos recetarios antiguos de México está aún en espera de ser completamente develada. ¿Para qué sirvieron esos cuadernos o libros de cocina que lograron llegar a nuestros días? ¿por qué estaban tan pulcramente manuscritos y sin huellas de haber sido utilizados en una cocina? José Luis Curiel Monteagudo opina que eran tan pulcros porque existía la intención de publicarlos, razón por la cual muchos recetarios tuvieron también un índice, aunque bien visto no es posible saberlo. El Dr. José Luis Juárez López, principal estudioso de este tipo de documentos, propone que estos cuadernos fueron regalos a mujeres próximas a casarse y que en ellos se vaciaban de manera organizada las recetas de la familia, probablemente tomadas de libros más antiguos realmente utilizados en las cocinas y que estaban intervenidos, manchados, comentados y con añadidos según la moda. 

Encuadernación actual en cuero del "Libro de cocina para el huso de Doña Maria de la Lus Fissier. Agosto de 1823". Curiosamente en la portada se observa una variante en el título: "para el uso y asiento".


Algo semejante pudo suceder con el Libro de cocina para el uso y asiento de Doña María de la Lus Tissier, fechado en el año de 1823. Se trata de un documento amplio, de 197 páginas manuscritas con bella caligrafía en el que intervinieron al menos tres manos diferentes. La limpieza de los textos (con sólo un error o enmienda visible) indica que la mano principal pudo ser la de un escribano, reforzando con ello la idea de que el libro de cocina fue un regalo a Doña María de la Luz, y que sus fórmulas fueron trasladadas de un documento más antiguo. Si bien la fecha consignada en el documento es 1823, se puede concluir por la caligrafía, las cantidades y medidas, la ortografía y las abreviaturas –además del tipo de recetas que fueron transcritas en él– que el contenido del libro de cocina corresponde al siglo XVIII.  

Primera página de la "Tabla de los guisos que contiene este libro".
Resulta difícil saber quién fue Doña María de la Lus Tissier, por qué le fue regalado el formulario y cuál fue el documento utilizado como fuente. Las fórmulas contenidas en el recetario se ajustan en lo general (mas no en lo particular) a las de documentos contemporáneos que conocemos como el Quaderno de guisados, el Libro de Dominga de Guzmán, el “Recetario novohispano”, el “Libro de cocina de la gesta de Independencia”, el Libro de cocina de Fray Gerónimo de San Pelayo y el Recetario Mexicano, ya publicados por Conaculta. Será necesario asimismo un análisis más profundo para comparar recetas homónimas entre estos documentos para ver si se manifiesta el mismo fenómeno que se observa en los del siglo XIX, que en muchas ocasiones presentan fórmulas copiadas textualmente de uno y otro, o bien, retoman recetas publicadas en libros y diccionarios impresos de éxito editorial, tanto nacionales como extranjeros.

En el Libro de cocina para el uso y asiento de Doña María de la Lus Tissier se observan algunas particularidades que por el momento no permiten precisar un origen geográfico, aunque de primera mano parece ajustarse al centro de la República y al uso de una familia de raíces europea. En sus páginas quedaron atrapadas recetas queretanas, oajaqueñas y veracruzanas, pero también “castellanas”, “moriscas”, “portuguesas”, “genobesas”, “aragonesas”, “sebillanas” y “francesas”. En el documento llama la atención que no se asomen de manera manifiesta recetas mexicanas ni objetivamente poblanas (aunque sí una “nacional”), y si bien aparecen los predecibles moles, éstos no son de guajolote, sino de “poyos” o gallinas y con nombres interesantes como “regalado, nebado, de sacate, francés, portugués, embarrado, “de Oajaca” y “mancha manteles” que no se observan en otros de los recetarios conocidos. Se hacen presentes también recetas antiguas de la Nueva España como los antes, los vienmesabes, los huevos moles y el gigote. El libro consigna también algunas preparaciones con nombres familiares e incluso lúdicos, como “el viudo”, “el afligido”, “el sángano”, “el loco”, el “chululteco”, el “no tiene nombre” y “el como lé llamado” que le dan un tono familiar al libro. Se observa asimismo el uso de utensilios mexicanos como el metate, el “comale”, la batea y la xícara, así como la recurrencia de ingredientes como el chile, el tomate, la seboya o el gitomate y de otros, como el huacamote (“camote de árbol”, nombre nahuatl para la yuca), que resultan una diferencia con otros libros contemporáneos. Finalmente, entre las medidas utilizadas destacan la libra (450 g aproximadamente), el quartillo para háridos (500 g aprox.), la quarta (¿?), las tazas (250 ml) y medidas corporales como el puño o puñito.

Fecha manuscrita en la primera de forros
Los libros de cocina del pasado representan una ventana a nuestra identidad y a la manera en que evolucionaron los alimentos y los usos de mesa hasta nuestros días. Son también una oportunidad para acercarnos a esos paladares extintos y a sus gustos, aunque debe decirse que no es posible reproducir con exactitud lo ahí escrito o impreso, pues este tipo de documentos resultan actualmente vagos e inexactos por carecer de tiempos, temperaturas, cantidades exactas y procedimientos como a los que estamos acostumbrados. Tampoco tenemos los mismos ingredientes que antaño, pues estos también han sido sometidos a modificaciones por selección y por intervenciones genéticas, de modo que, por ejemplo, es difícil saber si un xitomate o gitomate de 1823 sabe igual a un jitomate del siglo XXI, si la sal tierra o de salina (con cierto toque de soda) proporcionaba el mismo sabor que nuestra actual sal adicionada con flúor y yodo y si todo queda igual al sustituir la manteca por otra grasa comestible que nos parezca más apta. Asimismo hay que tener en cuenta que los libros de cocina antiguos fueron escritos para pasar de una generación de cocineras a otra y no son como nuestras actuales recetarios, infalibles how-to ilustrados a prueba de todo tipo de públicos. Entenderlos y ejecutar a satisfacción las fórmulas ahí plasmadas requerían conocimientos culinarios previamente adquiridos, así como la comprensión emocional de los procedimientos, los ingredientes y los resultados. En otras palabras, requerían conocimiento y sazón, y no cualquiera, sino los del tiempo en que fueron producidos.

® alberto peralta de legarreta

domingo, 24 de mayo de 2020

No, el mezcal no es prehispánico


Recientemente se alzan voces por todas partes para celebrar –con argumentos pretendidamente históricos– los supuestos hallazgos arqueológicos que confirmarían que el Mezcal, esa segunda bebida nacional de México, tuvo sus orígenes en tiempos previos a la invasión europea. La verdad es que se trata de un sueño largamente acariciado por muchas personas, pero al igual que muchos otros sueños, como hipótesis simplemente no se sostiene. En los últimos años el Mezcal ha ganado una enorme importancia entre los mexicanos y se ha convertido en un nuevo vehículo para dar a conocer nuestra identidad al mundo, además de representar un gran negocio. Despues de más de 300 años de ser considerado un artículo ruin (Lozano, 2005) apto para pobres y alcohólicos empedernidos –por no decir teporochos– hoy ha sido elevado al rango de deliciosa bebida tradicional capaz de conformar convivialidades y comensalidades. A estas alturas se ha ganado también el epíteto de bebida ancestral cuya invención sería tentador mandar lo más atrás posible en el tiempo en busca de un prestigio extra que no requiere, pero no, el Mezcal no es una bebida prehispánica, y tampoco forzarla a ser prehispánica la hará mejor.

 
Se ha discutido mucho el tema. Quienes defienden los orígenes precortesianos del Mezcal fundan sus dichos en variopintos descubrimientos arqueológicos a lo largo del territorio mexicano, aunque también han incluído el sur de los Estados Unidos, Centroamérica y una parte del septentrión sudamericano. Los hallazgos se dividen en utensilios cerámicos y hornos subterráneos en los que, afirman, existe la certeza de que se cocían cogollos de agave. Los estudios también incluyeron una revisión etnográfica de la fabricación moderna del Mezcal artesanal en zonas aledañas a los vestigios con la intención de establecer analogías entre los artefactos, instalaciones y procedimientos actuales y los prehispánicos. Lo que pudieron corroborar fue que en muchas comunidades se utilizan todavía los hornos subterráneos para la cocción de las “piñas” y que algunos de los utensilios prehispánicos de cerámica pudieron probablemente haber sido utilizados para la destilación. La misma Dra. Mari Carmen Serra Puche, principal impulsora de esta polémica postura, afirmaba cautelosamente en 2009 que no era posible “concluir y asegurar la existencia de producción prehispánica de Mezcal” (Serra Puche y Lazcano, 2012) Sin embargo, hoy en día esta autora y sus colaboradores han publicado lo que ellos consideran son hallazgos que definitivamente ponen al Mezcal destilado en tiempos anteriores a la Conquista y han logrado convencer a no pocos “expertos” y Master Mezcaliers (el título nunca me parecerá suficientemente ridículo), quienes a su vez se han dado a la tarea de esparcir la noticia sin haber leído más que cuatro artículos –que por otro lado, son lo único que hay– ni ejercitado la crítica con el conocimiento necesario. Desde la candidez patriotera estos personajes creen y predican que el Mezcal es prehispánico porque es nice y permitirá su mejor producción y comercialización. Asistimos, qué duda cabe, al nacimiento de uno más de nuestros tradicionales mitos gastronómicos, esta vez en aras de construir una egoísta, lucrativa y poco sustentable Denominación de Origen

¿Por qué no puede ser prehispánico el Mezcal? Existen varias y muy buenas razones para afirmarlo. Vayamos primero con la Historia (Sí, con mayúscula), en la que la Sra. Serra Puche no puede influir: se puede afirmar con contundencia que no existe entre las abundantísimas fuentes disponibles (crónicas, relatos de viajeros, códices, relaciones, epistolarios y un largo etcétera) una sola mención de la existencia de la destilación alcohólica en tiempos previos a la conquista. Con base en lo anterior, no es posible poner en duda que la embriaguez se lograba en tiempos prehispánicos sólo gracias a bebidas fermentadas desde una base dulce. Hay que entenderlo bien: los frailes fueron sumamente celosos de sus prácticas éticas y morales, por lo que en sus escritos tempranos no dejaron de expresar el horror y repulsión que les producían cosas inhumanas o inspiradas por el Diablo como la antropofagia y el consumo de plantas enteógenas o alucinógenas (Sahagún, 1987) Pero de la destilación no hablaron en absoluto, ni una palabra, por la simple razón de que no la presenciaron ni supieron jamás de su existencia. La destilación alcohólica por alambique fue introducida a Europa por los árabes en el siglo XII y no se realizó en Mesoamérica sino hasta la llegada de los conquistadores. 


El hallazgo de hornos subterráneos y restos de cocción de cogollos de agave está muy bien documentado por la arqueología seria, sin embargo, una cosa es cocer corazones de agave para obtener uno de los pocos edulcorantes artificiales que conocieron los mesoamericanos (y una “golosina” curiosamente conocida también como mezcal) y otra muy diferente obtener alcohol por destilación de ese jugo dulce fermentado. Los utensilios que los seguidores de la Dra. Serra Puche proponen como útiles para la supuesta destilación no fueron recuperados en conjunto, sino de manera aislada, y pertenecen a distintas geografías y temporalidades. Lo que hicieron estos arqueólogos fue un imaginativo ejercicio de ensamblaje mental basado en la información etnográfica actual (que muestra que hoy algunas comunidades realizan destilación artesanal con un alambique de modelo filipino) y aventurar que en esos trastes se elaboró Mezcal.  
Pero para su infortunio hay un detalle que pasaron por alto. Tanto los hornos que les sirven de “prueba” (en Tlaxcala) como las vasijas de forma excéntrica del tipo Capacha (En el Occidente de México) tienen una antigüedad de 2400 años, es decir, fueron hechas durante el período preclásico. Si de verdad sirvieron para destilar alcohol, entonces estaríamos hablando de un descubrimiento portentoso, memorable, deseablemente repetible y listo para la conquista de la perpetuidad que, en cambio, fue olvidado. No es posible argumentar razones válidas para que el conocimiento de esa supuesta destilación destinada a cambiar la ritualidad mesoamericana (sólo pensemos que permitía “contemplar la divinidad” mucho más rápido que el pulque y el tepache o el balché) quedara sin continuidad y sin representación en códices o pictogramas. Por alguna extraña razón que no explican los arqueólogos el conocimiento de este supuesto descubrimiento prehispánico no se extendió, no pasó de lo ritual a lo cotidiano ni despertó los naturales deseos de clandestinidad del ser humano en los próximos 1900 años hasta la llegada de los conquistadores. En otras palabras, a manera de cuentito o resumen para no salirnos del huacal, resulta que alguien hace 2400 años se embriagó con una cosa que por accidente o ciencia descubrió, pero no se lo presumió a nadie, no compartió su conocimiento y este se perdió para siempre sin dejar rastro. Para un arqueólogo serio resulta imposible que un descubrimiento de tal magnitud no hubiera generado un proceso de larga duración ni encontrado continuidad histórica en un tiempo tan prolongado. Argumentos simplistas como el de que “era de uso limitado y ritual” (el pulque también) o de que fue “el secreto mejor guardado de Mesoamérica” no sólo carecen de sustento sino que caen en el más bajo de los esoterismos, atribuible solamente a la codicia de quienes quieren lucrar aún más con el Mezcal estableciendo arbitrarias y convenientes delimitaciones para su producción y esgrimiendo argumentos históricos para sustentar su supuesto origen arcaico. En eso fallan y fallarán, porque en honor a la verdad, el Mezcal no pudo haberse destilado en tiempos preshispánicos.
® alberto peralta
Este artículo forma parte 
del libro Mirabilia Gastronómica,
de próxima publicación 

domingo, 26 de abril de 2020

La “Edición Príncipe” del Cocinero Mexicano en forma de Diccionario

En lo personal a mi me gusta echarle siempre la culpa de todo a Salvador Novo –quien por cierto en este caso es culpable en cierto grado– pero es probable que debamos a los editores de Porrúa el error de considerar que el Cocinero Mexicano fue publicado por primera vez en forma de Diccionario en 1888. 

Hasta donde sabemos, el libro apareció originalmente por primera vez en 1831 en tres pequeños volúmenes publicados por el impresor Mariano Galván Rivera, quien siguió un modelo francés o español que solía anteponer en el título la palabra “cocinero” seguida de algún adjetivo como “práctico”. Nadie sabe qué metodología de recopilación y selección aplicó este editor para este recetario que no estaba dirigido a las amas de casa sino a cocineros y miembros de la clase pudiente. Poco después en 1834 Galván reeditó el Cocinero Mexicano, aunque en un solo volumen y con título nuevo que anunciaba el cambio: “refundido y considerablemente aumentado” 

 
En realidad la manera ordenada y positivista de exponer platillos e ingredientes en orden alfabético del Cocinero Mexicano pudo comenzar hacia 1843 siguiendo modelos europeos. Fue ese año cuando el recetario adquirió el nombre de “Diccionario de cocina”, y de esa manera se imprimió sucesivamente hasta 1858, cuando salido de la imprenta de Rosa y Bouret alcanzó su forma final y más reconocida al cambiar nuevamente de título y quedar como “Nuevo Cocinero Mexicano en forma de diccionario”. Las múltiples ediciones bajo este último formato son las que se hicieron más populares y continuaron hasta 1909, según se puede leer en los cuidadosos trabajos del historiador José Luis Juárez López.

No está muy claro por qué Porrúa escogió la impresión de 1888 para presentarla como “edición príncipe” en una edición conmemorativa de su primer centenario. Quizás, como dije antes, lo que sucedió es que los editores se dejaron influir por Novo y Amando Farga, cuyos libros fueron el estándar de la gastronomía mexicana por décadas (afortunadamente ya han sido superados). Novo situaba el “Nuevo cocinero mexicano” en 1883, aunque sin ocuparse en absoluto de corroborar lo que afirmaba, mientras que Farga ponía la primera edición del recetario en 1872 sólo porque a esa pertenecía el ejemplar que él tenía en casa.

La imagen comparativa a continuación muestra las portadillas de 1843 y 1888. Se nota desde la más antigua el afán por presentar un arreglo tipográfico en forma de copa que muchos autores imaginaban era propio únicamente de las ediciones de la década de 1880. Es probable que Porrúa contara en sus archivos con una copia en buen estado de El Nuevo Cocinero Mexicano en forma de diccionario de 1888 y con ella decidiera realizar su edición facsimilar conmemorativa del centenario, induciendo a muchos a creer que en ese año se había editado la “edición príncipe”.


Aquí muestro las ediciones facsimilares de Porrúa a partir de 1986:

 apl 2020.