Busca en este blog

jueves, 29 de junio de 2023

Breve y falible genealogía de la pizza

Sobre la popular pizza, alimento que con el tiempo ha llegado (también) a adquirir tintes mexicanos, se ha escrito interesante y muy prolija literatura. En general, lo que uno puede encontrar sobre la pizza son narraciones o cronologías cuya finalidad es otorgar el crédito a alguien por la supuesta autoría del hoy omnipresente platillo, o bien, por encontrarle algún orgulloso origen geográfico. Pero existen dos cosas que muchas veces pasan por alto quienes escriben sobre comida; primero, que un platillo nunca es producto de una invención súbita, sino que se desarrolla popular e históricamente hasta alcanzar una forma más o menos final, y segundo, que lo que hoy goza de prestigio muy probablemente tuvo orígenes humildes y poco atractivos (Montanari, 1993). Ciertamente, no existe en el mundo platillo que no sea hijo de su momento histórico y cuya aparición no buscara satisfacer las necesidades vigentes de un espacio o región.

Un operador romano atiende el fornax u horno

Atendamos, pues, a los incontrovertibles hechos. La pizza no es otra cosa que un pequeño trozo de masa de pan, estirado hasta sus límites con economía y esperanza, al que se le condimenta con una pequeñísima porción de salsa, queso y los ingredientes disponibles, para después darle cocimiento al interior de una cazuela o –en el mejor de los casos– en un horno. Pero para averiguar de dónde salió esta idea aparentemente simple debemos remontarnos a la antigüedad, directamente a la cuna de la civilización en Occidente, cuando la antigua Grecia coqueteaba y plagiaba descaradamente a esa otra cuna civilizatoria –genuina pero no reconocida– que fue el Medio Oriente. La idea del pan plano condimentado llegó a Europa desde Egipto, donde la masa solía mezclarse con aceites, especias y queso para después dejarlo cocer sobre superficies calientes y expuestas, como las piedras de un fogón o las paredes de una olla. Fue aquel pan sin levadura (aunque a veces recubierto con miel) el que los griegos adoptaron y adaptaron para convertirlo en un objeto más grueso llamado plakuntos, que incluía en su masa algunas hierbas o especias y terminaba servido en la mesa, como entrada o cierre, cubierto con queso. Todo parece indicar, además, que plakuntos comparte el étimo con placenta [torta], lo cual nos da una idea de lo nutritivo y simbólico que fue aquel platillo para los griegos.

Mural descubierto en Pompeya en 2023. Sobre el clibanus votivo, a la izquierda, se observa un plakuntos

De los griegos aquel pan plano enriquecido pasó a los latinos, vulgares y cultos. Allí el pan plano que hoy compararíamos con justicia con la Pita fue denominado Panis clibanicius, pues se cocía sobre un utensilio ardiente y metálico conocido como clibanus (Apicivs, 1995), tal como se aprecia en el mural descubierto en Pompeya en 2023. Esta característica lo distinguía de otros pānēs, como el furnacius [de fornax, horno cerrado] pero una vez que a la masa se le incluyó un poco de levadura fresca se convirtió en “fruta de horno”, y de este modo la pizza comenzaba a dar, realmente sin saberlo, sus primeros pasos. El pan plano y aliñado ya debía ser suficientemente popular cuando llegó, pletórico de dignidad, al primer recetario conocido de Occidente, De Re Coquinaria, escrito por uno o varios individuos conocidos como Apicivs. Algunos siglos después, tras la incomprendida Edad Media (Pernoud, 1999), aparecería por primera vez impreso el término “pizza”, aunque la descripción de su procedimiento culinario en poco o nada se parecía al platillo que hoy conocemos, pues más bien se trataba de un pan dulce originario de Nápoles elaborado con almendras, piñones, dátiles, higos, agua de rosas y azúcar. Lo anterior se lee en el libro de 1570 L’Opera di M. Bartolomeo Scappi, cuoco secreto di Papa Pio V (Scappi, 2004), que a pesar de haberse publicado en pleno Renacimiento casi no contempla el uso de ingredientes americanos, por lo que resulta inútil tratar de rastrear en sus 700 páginas el jitomate que muchos desearían hallar ahí para darle a la pizza un más antiguo y honroso origen italiano.

Tras su desembarco de las naves de Colón el jitomate americano tuvo un mal recibimiento en Europa, pues antes fue planta de ornato (posiblemente venenosa, pensaban, como otras solanáceas) que un ingrediente digno. En Catalunya, por ejemplo, al fruto se le restregó sobre un pan áspero y duro como piedra para crear el icónico pá amb tomaquet, que algunos catalanes proclaman como el antecesor de la pizza moderna, y en otros lugares de la península Ibérica, como Buñol, al jitomate todavía se le menosprecia notablemente durante la fiesta popular de la “Tomatina”, en la que se desperdician toneladas jitomate en una absurda guerra callejera. Y bueno, resulta difícil olvidar que a los políticos y a los malos actores en Europa se les lanzaban jitomates, y no frutas locales. En este tenor, resulta interesante descubrir que no hubo en Italia recetas impresas de salsas de jitomate sino hasta el siglo XIX, aunque es muy posible que los campesinos –y otras clases populares– cubrieran sus panes planos con jitomate, aceite de oliva, orégano y albahaca desde finales del siglo XVIII. Debemos, pues, categorizar a la pizza como un alimento de orígenes humildes y campiranos, emanado probablemente de una crisis que auténticamente “estira” lo poco disponible y pone en valor aquello que, por extranjero, resultaba hasta entonces despreciable, como el jitomate y la leche de búfala asiática con la que se preparaban quesos rústicos como el mozzarela. Pocas veces pensamos en ello, pero aditamentos como el rallador de queso, tan presente en las imágenes y los grabados que la ilustran la cotidianidad (Le Goff, 2013) de la Edad Media, son invenciones que permitieron administrar lo escaso y repartirlo más o menos de manera equitativa entre muchos. Rallado, un pequeño trozo de queso pudo alegrar los humildes potajes de cebolla de una familia francesa numerosa igual que daba la impresión de cubrir –casi diríamos condimentar– una pizza nacida en la escasez para ser partida y compartida

Pizza napolitana semejante a la reseñada por Alexandre Dumas en 1830


En 1830 Alexandre Dumas padre escribía en su novela Le corricolo que en Nápoles la gente pobre comía pizza mañana tarde y noche, y que esta era “un pan plano con aceite, queso, tocino, tomate y anchoas saladas”. Un análisis atento deja en claro que esa pizza era una pequeña bola de masa estirada al límite para alcanzar para muchos, y que el delgado resultado se cubría con una salsa de pomodoro al que sólo volvían digno y aspirante a cierto prestigio las hierbas locales y las especias. Tocino y anchoas no eran otra cosa que conservas o “comida de previsión o invierno” –no precisamente de gente rica– y el queso mozzarela un insumo hecho con la leche de un bovino bárbaro e invasor. Como se ve, los padres de la pizza fueron el hambre y la creatividad (y no el buen gusto),  y a ésta todavía le quedaría hacer un largo viaje transatlántico que en los albores del siglo XX la convertiría en alimento melancólico de los migrantes italianos en Estados Unidos. Las humildes, básicas y originales pizzas Margherita y Marinara (cada una con leyendas "históricas" hoy desacreditadas) se filtraron como contrabando en un nuevo mundo de abundancia, donde en poco tiempo se llenaron de ingredientes variados y de mejor calidad para su ingreso a los negocios, la competencia, la producción en serie y la internacionalización. Con todo, la pizza no ha perdido su humilde vocación. Aún es alimento vinculado al hecho de compartir y se asocia con rendimiento y bajos presupuestos. Y claro, no falta quien la señale como parte del grueso corpus norteamericano de la comida chatarra, es decir, entre los alimentos aptos para pobres y mal nutridos.

® alberto peralta de legarreta