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viernes, 9 de septiembre de 2022

En defensa de nuestra Torta de Tamal

La Ciudad de México es desde hace mucho tiempo una urbe con prisa. Tener la fortuna de trabajar cerca del lugar que uno habita resulta algo difícil, y una buena parte de las personas que ahí residen deben recorrer largas distancias e invertir grandes cantidades de tiempo en el trayecto. Eso sin contar las energías gastadas, que después harán falta al llegar a la oficina, la construcción o la escuela. La lejanía en la Ciudad de México se convirtió en algo de todos los días a partir de la década de 1940, cuando la llegada del concepto de vida moderna con sus ajetreos y horarios establecidos comenzó a ser parte de lo cotidiano. En aquellos años el crecimiento geográfico y poblacional de la capital mexicana se disparó y comenzó a cambiar el paisaje de la cuenca transformada en valle que la albergaba. Con el consecuente auge de la industria inmobiliaria comenzó también el fenómeno migratorio hacia la ciudad, pues la gente del campo percibió a la capital del país como una especie de tierra prometida en la que si bien no fluían la leche y la miel, sí existían fuentes de trabajo y oportunidades de amasar un patrimonio, aunque fuera modesto. Por tanto, los empleos más solicitados en aquella lejana ciudad que aún se debatía entre lo rural y lo urbano los ofrecían las compañías constructoras y las oficinas, que por necesidad reclutaron cada vez más mujeres, obreros y profesionistas.

El nuevo ritmo de la ciudad incluyó obras viales y el inicio de su hoy característico tránsito vehicular. El transporte público más popular de aquellos días fueron los tranvías y los camiones colectivos que iban de la periferia creciente al centro y ayudaban a que la gente se trasladara con eficiencia. Con todo, estos servicios no resolvieron siempre el problema del tiempo y la prisa, que incidió entre otras cosas en la alimentación de los habitantes de la Ciudad de México. Frente a esta nueva necesidad de desayunar o comer fuera del hogar aparecieron  mejores y más portátiles tortas, comidas corridas, cocinas económicas, antojerías, loncherías y taquerías. Estos alimentos callejeros cubrieron ocasionalmente la necesidad básica de saciar el hambre, algunas veces la de nutrir, y las más la de comer «lo más parecido a comer en casa», sin olvidarnos de las que cumplieron la vital misión de proporcionar a sus consumidores energía a un bajo costo. Precisamente en este último rubro se sitúa la célebre torta de tamal, cuyo nombre popular de «Guajolota» deriva de un antiguo tipo de pan de baja calidad llamado precisamente «guajolote». La torta de tamal cubría entonces (y ahora) tres necesidades básicas de una persona en tránsito y con rumbo a sus actividades, sobre todo si éstas estaban relacionadas con la industria de la construcción. Se trataba de un alimento a) Portátil, b) Llenador y c) Proveedor de una considerable cantidad de carbohidratos necesarios para el desarrollo de actividades físicas prolongadas y pesadas. Pero eso no es todo; si tomamos en cuenta que el comensal casi siempre acompaña la Guajolota con un atole (dándole el poético nombre de «Guajolocombo»), y que el tamal está siempre relleno de algo, podría decirse que se trata de un alimento altamente calórico, aunque completo y altamente efectivo en términos de productividad. Para probarlo, veamos a continuación su historia y sus aspectos nutrimentales.

Como toda torta, una Guajolota consta de dos partes básicas: relleno y envolvente. El primero, como resulta obvio, es un tamal de cualquier estilo o sabor. El tamalli (plural tamaltin) es un alimento de origen prehispánico bien documentado en las fuentes tempranas y las crónicas. Se trata de una especie de pan suave y esponjoso hecho con masa de maíz nixtamalizado o tierno, un sustituto de levadura (en este caso cáscaras de tomate verde secas y pulverizadas, o tequesquite) y manteca de cerdo, una aportación de la gastronomía del occidente europeo. Los tamales pueden ser dulces o salados y estar rellenos de prácticamente cualquier cosa. Ya desde el siglo XVIII Don Mariano Veytia, en su Historia Antigua de México, hacía notar que los tamales son «…una comida bien conocida en estos países, y muy usada especialmente por los indios. Son unos pastelillos o cubiletes de masa de maíz rellenos de diversos guisados de carne y pescado en figura de bollo envueltos en las mismas hojas de las mazorcas de maíz y cocidos dentro de una olla de barro sin agua». Efectivamente, los tamales son cocidos a vapor o mediante el uso de un horno subterráneo (conocido como Piib en maya o Ximbó en ñahnú) y pueden rellenarse de guisados de base vegetal o animal, que proveen proteínas. Justo es decir que, de acuerdo con las fuentes, ciertos tamales rellenos de carne y chile solían servirse también en la mesa de los emperadores mexicah durante las fiestas de Huitzilopochtli. La masa del tamal debe cocerse envuelta en totomochtles (hojas de maíz secas) o si se elaboran en zonas costeras, con hojas del árbol del plátano, que fue un fruto de origen asiático traído por los conquistadores después de aclimatarlo exitosamente en África y las islas del Caribe. Los rellenos suelen tener como base carne, vegetales «de la milpa» y chile, alimento clave de la gastronomía mexicana que no sólo sirve como especia, sino que provee tanta o más Vitamina C que un cítrico, además de proteínas y carbohidratos. Con todo lo anterior, hay que concluir que el tamal es un alimento tradicional sabio y completo que incluye grasas, azúcares (en el caso de los de dulce), carbohidratos, proteínas, aminoácidos y vitaminas.



Pasando ahora al Envolvente, debemos referirnos al pan blanco que en México es la característica básica de una torta. El pan de trigo cuenta con una historia muy antigua; se cree que el primer pan fue hecho por el hombre de Neandertal en Europa y que fue descubierto por accidente. En México el trigo y el pan blanco fueron introducidos durante los primeros años de la conquista. Curiosamente, Salvador Novo dice que la llegada del trigo a la Ciudad de México fue también por accidente, pues al parecer uno de los esclavos africanos de Hernán Cortés, de nombre Juan Garrido, descubrió entre los granos de un costal de arroz tres granos de trigo, que sembró en Coyoacán. La consecuencia de esta casualidad fue el inicio del cultivo a gran escala de este cereal y de la industria panadera de México. Coyoacán fue un lugar propicio para instalar molinos de grano por contar con tantas corrientes de agua, y hasta hoy es posible encontrar antiguas muelas de piedra empotradas en fachadas de casas antiguas en Chimalistac y el Barrio del Niño Jesús Tehuitzco. El pan utilizado para la Guajolota es de tipo francés y puede ser de dos tipos: bolillo o telera. Se trata de panes simples, hechos con masa de trigo, levadura, un poco de grasa vegetal, sal y una necesaria dosis de humedad durante la cocción. Es posible que el nombre de «bolillo» le venga por la forma que adquiere la masa al rodarla sobre la tabla, de manera que queda oblonga al centro y con dos salientes redondeadas o «bolitas» a los lados. Como curiosidad hay que apuntar que también se debe a que cierto punto de tejido que termina «en bolita» y que era muy usado para rematar rebozos, se conoce también como «de Bolillo». Finalmente, antes del horneado a la masa del bolillo se le hace una incisión alargada que permite que se «abra» hacia los lados, lo que le da una textura crujiente. Por otro lado, la telera es un pan blanco de forma casi circular; es un pan más esponjoso, suave y de menor espesor al que se le realizan dos cortes antes de la cocción. Este tipo de pan fue durante el siglo XX el más utilizado para hacer tortas, y de hecho por alguna razón era más caro, como parece probarlo uno de los diálogos de la película «El Gendarme Desconocido» en la que Cantinflas se queja en la Academia de Policía de que alguien le robó su torta: «Es que no hay derecho... ¡y era de telera!». Como sea, el pan blanco europeo aportó a la torta de tamal carbohidratos, proteínas, aminoácidos y lípidos, haciéndola más compleja y completa aún.



Tristemente la Guajolota no es en la actualidad muy aceptada por todos los habitantes de la Ciudad de México. Como es natural, los hábitos alimenticios y laborales han cambiado radicalmente a lo largo de las últimas décadas y las personas se han vuelto cada vez más sedentarias. Esto quiere decir que sus actividades físicas se han reducido drásticamente debido a los avances de la tecnología, por lo que en teoría también necesitarían una dieta menos calórica. Esto, sin embargo, no sucede así; la dieta no se ha modificado e incluso ha venido experimentando un incremento de elementos nocivos o poco provechosos para el organismo con la llegada de los alimentos «chatarra» y la imperiosa necesidad de comer fuera de casa, donde antes se preparaban los alimentos de una forma sana y tradicional. Esto es parte de una auténtica paradoja. Cuando pensamos en una sociedad que exige que los cuerpos de las personas sean esbeltos, sanos e incluso atléticos para ser considerados atractivos, entenderemos en parte por qué la torta de tamal es menospreciada y juzgada con dureza. La razón básica de este rechazo, basada en la estética «flaca» que nos rige, es que no se trata de un alimento, sino sólo de un antojo, y dañino además, porque en una forma demasiado simple de ver las cosas, una Guajolota con atole no es más que masa de maíz envuelta en masa de trigo, acompañadas de masa líquida. Es una forma simple de verlo porque ignora la historia de este alimento y no toma en cuenta que, si bien aporta más calorías que las que realmente gastamos en nuestro actual sedentarismo, con el tiempo ha sido sustituido por infinidad de alimentos más «aceptables» (por tener envoltura plástica y hermética, «dosificar» los nutrientes y contar con fecha de caducidad y el respaldo de una marca conocida) pero que en suma aportan la misma energía. A este tipo de alimentos industriales que se consumen en centros de trabajo y educación para paliar el hambre, esta sociedad con prisa les ha concedido inexplicablemente confianza y propiedades nutritivas. Y esto no deja de resultar extraño, pues en el caso de los alimentos light la misma sociedad pondera su supuesto valor no-nutritivo.

Más arriba, al hablar de las propiedades «llenadoras» de una torta de tamal, se dijo que su razón de ser era cubrir los requerimientos de una actividad pesada, que si bien sigue existiendo en la ciudad (albañiles, obreros), hoy ya no es el común denominador. En nuestros días, sin embargo, seguimos comiendo casi la misma cantidad de alimentos, como si las actividades que desempeñamos fueran las mismas de mediados del siglo XX. Cambiamos lo tradicional por lo socialmente aceptable aunque resulte igualmente calórico; los restaurantes de comida rápida ofrecen desayunos completos y, según dicen, balanceados. Si uno tiene curiosidad, notará que pagar unos cincuenta pesos (2 dls.) por desayunar institucionalmente provee casi los mismos nutrientes (y a veces, desde luego, más) que una torta de tamal con atole, cuyo precio es de sólo veinticinco o treinta pesos (1.5 dls.). Sucede simplemente que la Guajolota ha sido satanizada por la moda y la sociedad como un alimento «de gente pobre o baja», mientras que la comida rápida y prefabricada ha sido ensalzada como aceptable, higiénica y, en suma, mejor y más aceptable.

La invitación es, pues, a comer tortas de tamal sin que hacerlo resulte algo doloroso o culpabilizante. La Guajolota es una prueba del mestizaje cultural de nuestro pueblo, un alimento completo capaz de conciliar lo que nunca antes se pudo: a dos cereales rivales y dos culturas a las que no les quedó de otra que formar un complejo engranaje culinario e identitario. Tal vez la torta de tamal, pieza clave de la gastronomía histórica de la Ciudad de México, merezca la oportunidad de permanecer y ser digna de nuevo.

® Alberto Peralta de Legarreta