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jueves, 18 de mayo de 2023

El alegre santo patrono de los cocineros que nunca bailó ni fue cocinero

No importa a cuántos libros de gastronomía e historia culinaria mexicana acudamos, hallaremos que en la Nueva España tanto las creativas monjas guisanderas como las hacendosas amas de casa veneraban a San Pascual Bailón como su patrono en la cocina. A este singular santo hombres y mujeres le dedicaron versos y plegarias que van de lo cómico a lo sublime. Probablemente la más conocida de estas composiciones sea el tan recurrido San Pascual Bailón, atiza mi fogón, aunque también es posible encontrar peticiones festivas en las que al pobre santo, debido sin duda a su peculiar apellido, se le hace bailar como parte de un ritual para propiciar un buen guiso:


San Pascualito Bailón
Báilame en este fogón
Tú me das la sazón
Yo te dedico un danzón

En otras plegarias al santo se le atribuye una capacidad aparentemente sobrenatural para dar buen sabor a los alimentos: San Pascual Bailón / atízale al fogón / y a mi comida dale Sazón, o bien: San Pascual Bailón / Yo pongo el Guiso / Tú pon la Sazón. Por donde quiera que se vea, al pretendido patrono de las cocinas virreinales se le percibió como un ser alegre cuya energía y dedicación eran capaces de elevar un platillo al grado de divino, o por lo menos de no resultar ofensivo al paladar:

Ay San Pascual Bailón
que por ollas y cazuelas
brincas, corres, casi vuelas,
dale a mi pipián sazón

Ay San Pascual bendito
yo te brindo mi oración
y el corazón se me vuela
ponle amor a mi cazuela

San Pascualito,
San Pascualito,
Tú pones tu granito
Y yo pongo otro tantito.

San Pascual Bailón
Báilame en este fogón
Tú me das la sazón
Y yo te dedicó un danzón.

Pero nada de lo anterior puede ser más alejado de la verdad. Pascual Baylón Yubera nació en 1540 en Torre Hermosa, España, y fue tan sólo un humilde pastor cuyo nombre le vino de haber nacido el día de Pentecostés (Sellner,1994). Pascual fue muy serio y debido a que debía cuidar a sus animales nunca podía asistir a misa, pero Dios le concedía ver y admirar el santísimo sacramento de la Eucaristía en forma de un cáliz y una ostia cada que él lo deseaba. Fue debido a esto que después entró a un convento, donde se desempeñó en oficios humildes y –se dice– nunca reía. Debido a sus visiones, Pascual fue canonizado en 1690 como patrón de los congresos eucarísticos y las asociaciones eucarísticas. Se le representa arrodillado frente a una visión de la sagrada eucaristía y en ocasiones con una pala de jardinero. Y seguro resultará curioso, pero por más que busquemos en libros serios de vidas de santos (Duchet-Suchaux y Pastoreau, 2003), jamás encontraremos que el buen Pascual Bailón tuviera algo que ver con la cocina (atendió que fue refitolero, es decir, que atendió el refectorio). Tampoco consta que fuera un fraile alegre y bailador, y mucho menos existe fundamento alguno de fe para que las cocineras poco hábiles hicieran de él su protector en México.


Lo que en realidad sucedió fue que en la Nueva España Pascualito fue confundido con otro franciscano santo y famoso de su tiempo. Ese otro no fue otro que el ignominiosamente olvidado Diego de Alcalá, quien vivió en la primera mitad del siglo XV y fue portero en el convento de Arrecife, en las islas Canarias. Se dice que este fraile solía levitar en el convento y hacer numerosos milagros, pero entre sus muchas virtudes, la que más nos interesa es la de haber sido –él sí– un buen cocinero. Como a Diego le gustaba mucho rezar, dicen sus hagiógrafos, había ocasiones en que se olvidaba de sus guisos, algo que no le preocupaba porque los ángeles acudían a ayudarle en la preparación de los platillos del día. Esta anécdota en México se le atribuye a Pascual Bailón, y es probablemente la razón por la que en los conventos se le llamaba “cocina de los ángeles” al conjunto del fogón y los utensilios. Otra anécdota “culinaria” de la vida de San Diego narra que una vez salvó a un niño travieso que imprudentemente se había quedado dormido al interior de un horno de pan después de un regaño y persecución por parte de su madre. Cuando el horno fue encendido y ya desde su interior se escuchaban los gritos del niño quemándose, Fray Diego se lanzó a su interior y lo rescató milagrosamente. Muchos otros prodigios relacionados con el pan se le atribuyen al buen franciscano; Diego de Alcalá pedía a sus fieles mendrugos y sobrantes, pero el producto de esa caridad, cuyo destino debió ser la paupérrima cocina de su convento, terminaba más bien repartida afuera, entre los pobres. Cuentan también que a pesar de su simpleza por arte divino estos panes les sabían verdaderamente deliciosos a quien más los necesitaba. En varias ocasiones el pan faltó a los hermanos de su convento, razón por la que se trató de averiguar quién era el responsable de su desaparición. El fraile solía esconder el pan en el hueco de su túnica y salir subrepticiamente a la calle, hasta que un buen día sus hermanos, encarándolo, le rogaron que les dejara ver las hogazas que sustraía y ocultaba. Diego afirmó entonces que no llevaba pan, sino rosas, y al desplegar su manto éstas rodaron hasta el piso. Esta escena, conocida como “el milagro de las rosas de San Diego”, sirvió probablemente como modelo arquetípico del poco gastronómico “milagro de las rosas de Juan Diego”, portento sucedido en la Nueva España al vidente nativo de la Virgen de Guadalupe del que no se habló por vez primera sino hasta la publicación de la obra del Bachiller Miguel Sánchez, en 1648 (López Beltrán, 1981).

Es posible que la confusión entre los dos santos franciscanos quedara ilustrada en un verso-oración popular dedicado a Pascual Baylón, quien no fue ni portero ni dio mendrugos a los pobres ni convirtió el pan en rosas, como lo hiciera Diego de Alcalá:

San Pascualito era portero
Y a los pobres daba pan
Y el pan se convirtió en rosas 
cuando venía el guardián.
 
El error de sustitución pudo haberse cometido en la Ciudad de México, en el Templo de Santa María de los Ángeles fundado en Churubusco por la rama franciscana de los Dieguinos hacia 1587. En el claustro se conserva hasta nuestros días una magnífica cocina con fogones de piso, poyos laterales elevados (Abad, 2011) y tiro de chimenea, pero lo que más interesa es que al interior del templo se puede observar una pintura de San Diego de Alcalá (situada en la parte alta del transepto, del lado del Evangelio) en la que el santo aparece en una cocina y rodeado de ingredientes, como patrono de la cocina. Sin embargo, en la parte interior de las hojas de madera de la añeja puerta del templo existen dos tallas de madera en las que se representa a San Diego de Alcalá. En una de ellas el santo aparece frente a una aparición de la Santa Eucaristía y con una canasta de hortelano a sus pies, mientras que en la otra se le ve portando una canasta llena de flores, las otrora hogazas de pan que robaba de la cocina conventual para regalar a los pobres. Quizás las iconografía de San Pascual Baylón y San Diego de Alcalá fueron mezcladas o confundidas (Sebastián, 1995) por los mismos frailes dieguinos desde tiempos tempranos.

Es una verdadera pena, pero por desgracia, en México ningún cocinero o repostero le rece a San Diego –cuyo patronato fue finalmente para los panaderos, al lado de San Honorato– o al pobre de San Lorenzo (auténtico patrón de los cocineros) cuando quiere que algo le salga bien en las cocina o para que le den buen sabor a los guisos. Para ello, tristemente, el pueblo se ha inclinado por un visionario pretendidamente bailarín. Como se ve, la vida, aunque sea de santos, es muchas veces injusta.

® alberto peralta de legarreta