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jueves, 30 de noviembre de 2023

Ponche para vivir

Al aproximarse las postrimerías del año arrecian los vientos fríos y se intuyen las ineludibles navidades. Medran entonces en el ambiente las ganas súbitas de tomar una gran olla, reunir minuciosamente los ingredientes de un tradicional rompecabezas culinario y armar con ellas un ponche que nos caliente el cuerpo y nos conforte el alma. Para quienes viven en urbes populosas como la Ciudad de México, queda claro que desde hace ya algún tiempo las fiestas populares de fin de año no son las mismas y que incluso han comenzado a desaparecer. A muchas de aquellas reuniones familiares o barriales llenas de dulces, montañas de tortas a medio envolver, letanías en voz de tías viejitas, aguinaldos en canastitas y –si los niños estaban de suerte– más de una piñata en forma de estrella, la modernidad las ha transformado en bailes y reventones en las que lo tradicional apenas se atreve a asomarse. 

En cada vez menos lugares se mantiene intacta la usanza de entonar las lánguidas estrofas con las que solía pedirse posada, acto en el cual algunos participan calientitos al interior de la casa mientras otros, enfundados en bufandas y lanzando vaho vaporoso por sus bocas entumecidas, ruegan en el frío de afuera que se les permita entrar (Verti, 1997). Para que el sainete resulte todos deben tener en las manos un buen vaso o jarrito de ponche y balbucear cansinamente la letra de la tonada (también pueden leerla de un folleto impreso en papel revolución) mientras luchan por mantener sus velitas encendidas. Son otros tiempos y aquellas antiguas posadas agustinianas hubieron de evolucionar al igual que las navidades o la fiesta de Reyes, sustituidas por etílicos festejos bailables acompañados por los reggaetoneros acordes de las nuevas generaciones. Lo que sí no ha cambiado es el frío, y todo apunta a que poco a poco ser irá haciendo aún más intenso.

El frío decembrino no es sólo preludio del que habremos de sufrir durante enero y buena parte de febrero, sino una causalidad a la que sin problema le achacaremos también no pocas de nuestras enfermedades respiratorias. Es muy posible que eso mismo hicieran nuestros antepasados europeos, quienes sí enfrentaban inviernos crudos, prolongados e inhabilitantes. Después de siglos, en el viejo mundo la gente se acostumbró a pensar en los fríos de fin de año que los dejaban a merced de campos adormecidos y metros de nieve acumulada afuera de sus casas. Para que los miembros de una familia responsable sobrevivieran al frío era menester que hubieran hecho acopio de alimentos a lo largo de todo el año, incluso cuando la escasez fuera cruel y prolongada. A esos alimentos acumulados en las alacenas se les conocía genéricamente como «alimentos de invierno» e incluían embutidos, carnes curadas y saladas, frutos secos, compotas, legumbres, almíbares, escabeches, harinas y grasa de algún tipo (Montanari, 1993). Tal es el origen humilde de muchas de las conservas que veneramos y apreciamos hoy en día, y sin duda es también la génesis del ponche con el que hoy adornamos las fiestas y combatimos las bajas temperaturas de fin de año. Aunque no contamos con recetarios antiguos que nos permitan conocer una receta nacional parecida a la que hoy consumimos, a México el ponche debió llegar en algún momento indefinido de los siglos virreinales –o incluso durante el siglo XIX– probablemente como influencia de las gastronomías española o inglesa. Aquellos primeros ponches mexicanos pudieron ser muy diferentes al que hoy producimos, pues de Europa llegaban infinidad de recetas en las que convivían el azúcar, cítricos como el limón y las especias, predominantemente la nuez moscada y la canela (incluso existe un ponche de africana flor de Jamaica). Hacia 1836 los recetarios dictaban cómo hacer ponches de leche, cerveza y tamarindo, y a ninguno de ellos le faltaba el «piquete» de aguardiente.

Los ingredientes del ponche se mezclaban en el fuego del puchero con algún tipo de bebida espirituosa, como el aguardiente, el ron, el kirch (licor de cerezas) o el vino, y su misión fue tanto festiva como práctica, pues tenía también la misión de quitar el frío. En México al ponche se le consideraba durante el siglo XIX como «un licor muy fortificante, muy agradable y muy conveniente después de grandes fatigas, para facilitar la transpiración que pudiera haberse entorpecido á causa de la humedad, del frío de la lluvia. Se pueden beber muchos vasos sin miedo de que haga daño» (Nuevo Cocinero Mexicano, 1888). De muchas maneras este dicho estaba lleno de sabiduría, pues el azúcar de nuestros ponches actuales produce en quien lo bebe una súbita sensación de calor y energía en el cuerpo. Lo mismo puede decirse de las especias agregadas y de la selección cuidadosa de frutas que se ganaron el derecho de habitar en el ponche. Las especias, sabrosas y con propiedades medicinales, son herencia directa de la India, de donde aparentemente también le viene el nombre al ponche (pãč, en lengua hindi, y después punch, en el inglés de los invasores). Es probable que al llegar a Europa a este puchero dulce se le adicionaran frutas propias de la temporada fría, sobre todo cítricos, llegados también de Oriente. Se tienen noticias de un célebre ponche inglés preparado el 25 de octubre de 1694 para las fuerzas británicas al interior de una fuente de mármol. Aquel festejo –dicen los relatores, quizás exageradamente barrocos– requirió de 25,000 limones, 4 barricas de aguardiente y 8 de agua clarificada, 5 libras de nuez moscada y vino de Málaga (Scraps for the curious, 1820). La inclusión de frutas de temporada en el ponche mexicano parece estar más cerca de la tradición alemana, pero no puede negarse que por adaptación y posterior adopción desde hace mucho tiempo es una entrañable bebida mexicana, nutritiva y terapéutica, que se ha anclado profundamente en nuestro ser emocional y festivo.

En México las frutas que nutren el ponche parecen tener un común denominador, que es su alto contenido de vitamina C, reconocido combatiente de resfriados y males de garganta. En esto la sabia naturaleza ayuda, pues es en invierno cuando se producen más frutas con esta particularidad, y entre ellas se cuentan guayabas, tejocotes, limas, limones, naranjas y tamarindos, todos ellos felices habitantes del ponche caliente que nadan en compañía de cañas de azúcar y energéticas uvas y ciruelas pasas. La inclusión de la canela tiene asimismo la doble función de dar sabor y participar como elemento salutífero, pues es bien sabido por curanderos y abuelitas que esta especia es de naturaleza «caliente» (buena contra los resfríos) y provee una sensación de placer o bienestar al friolento bebedor del ponche. Finalmente, con el ánimo de no desatender antiguas y venerables tradiciones, reforzamos la sensación de calor que aporta el ponche agregando «piquetes» espirituosos de aguardiente de caña, rones, coñac o en algunos casos, incluso vino. Eso sin duda hace que, bajo los efluvios de un vivificante ponche, hasta el frío de nuestras almas parezca divertido.

® alberto peralta de legarreta