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viernes, 21 de julio de 2023

Alimentos para amar (con pasión)

«Comemos, y en ese consumo conjunto, nos enardecemos;
y en medio de aquel ardor, nos fundimos;
y así, cegados por un fuego al mismo tiempo divino
y de artificio que no consume, nos amamos». 

Este fragmento inicial, tomado en préstamo de la dispersa y enigmática obra de Pål Sorensen, sirve también de epígrafe y pudiera proveer una progresión que da sentido a la mitología o el universo real de los alimentos afrodisíacos, aquellos capaces de estimular la capacidad amatoria y la sensualidad de manera visual, auditiva, táctil, olfatoria o gustativa. Poca duda cabe a estas alturas que existe una clara relación entre el sexo y la comida y que ambos tipos de festín se disfrutan más cuando se da la participación orgánica de todos los sentidos.

Imagino con Sorensen que no pocos han soñado con crear o administrar alimentos o sustancias capaces de desatar en otra persona las más bajas pasiones, los más locos desenfrenos o el amor más puro jamás imaginado. De acuerdo con una tradición occidental que quiere que todo lo prohibido y lo mágico tenga su origen en la mal llamada Edad Media, a estos tres antiguos anhelos de la humanidad siempre se les ha relacionado con pociones o filtros de amor. Sin embargo fue en realidad hace miles de años, cuando como especie apenas adquiríamos la conciencia y la capacidad de asociar simbolismo y significado a los objetos en el mundo, que los humanos comenzamos a soñar con los afrodisíacos al encontrar semejanzas entre nuestros órganos sexuales o formas corporales y algunos frutos o legumbres del entorno (Frazier, 1972). De acuerdo con esta primitiva forma de pensamiento por asociación –que aunque parezca difícil de creer aún está vigente– es posible identificar alimentos con simbolismo fálico como pepinos, zanahorias, nabos, plátanos, espárragos, gingseng o camotes (por nombrar sólo algunos) y otros emparentados con lo vaginal o cutáneo como las ostras, la papaya, los melones y los duraznos. La creencia era que el consumo de estos alimentos transfería algo de su esencia simbólica al cuerpo humano y que por ello poseían la capacidad de estimular el erotismo o el apetito sexual y fomentar la fertilidad. No debe olvidarse que en el Edén del Génesis existió un fruto prohibido, y que aunque la Biblia no especifique cuál era, la cultura ha establecido que se trataba de una manzana o un higo, afrodisíacos ambos ya fuera por la forma y tersura femeninas del primero, o por la semejanza con la vulva que se observa en el segundo. Añádase también que, si se hace una edificante lectura erótica del mismo libro sagrado, asomarán otros alimentos afrodisíacos (miel, leche y mandrágora) algunos sugeridos incluso por el mismísimo Rey Salomón, quien al parecer fue tan libidinoso como sabio.


Otros alimentos de simbolismo sexual más complejo y menos evidente como las semillas fueron relacionados con el semen y su capacidad de transferir fortaleza y vitalidad, mientras que en otras prácticas como el consumo de ciertas partes del cuerpo de animales machos (el pene, los testículos) la obviedad de las funciones y las formas de lo comestible dejan en claro la creencia de que la virilidad se consideraba transferible (Martínez Llopis, 1983). Algo parecido sucedió con diversas especies acuáticas y mariscos (angulas, pulpos, diversos bivalvos, calamares, pepinos de mar, ostiones y camarones), a los que se les asoció originalmente con sus formas y texturas parecidas a los miembros y mucosas genitales humanas y más tarde con la hipotética capacidad, por tratarse de seres muy fecundos, de proporcionar vigor y mejorar de manera excepcional las aptitudes amatorias de hombres y mujeres. Es importante hacer notar que no todo en esta creencia es parte de un mito; los mariscos contienen buenas cantidades de fósforo y yodo que, efectivamente, favorecen al sistema reproductor humano. 

Occidente mantuvo siempre una postura hipócrita y mojigata respecto a esta temática, de modo que este tipo de conocimiento rara vez trascendió los manuales de magia (generalmente negra) y las consejas populares. Sin embargo, se conocen por lo menos dos manuscritos medievales relativos a la búsqueda de una buena sexualidad, fundados en los conocimientos de la medicina galénica e hipocrática, que incluyen consejos dietéticos para tener un buen desempeño en el lecho. Uno de ellos fue De coitu, de Arnau de Vilanova (sigo XIII) y otro más, verdaderamente curioso debido a su nombre, Speculum al foder, probablemente del siglo XV. En este último manuscrito catalán, que yace escondido entre otros de temática bastante dispar en un archivo de la Biblioteca Nacional de Madrid, el anónimo autor se explaya sobre el tema de la buena alimentación en aras del buen joder. Se aconseja a los de “cuerpo frío” (los no muy sexuales) que tomen vino y coman alimentos calientes y húmedos. A quienes desfallecen después de un encuentro sexual se les recomienda cuidado y poco sueño, comer manjares en poca cantidad “pero de mucho alimento” como yemas de huevo, pan fresco de trigo, jugo de carne y poco vino. A quien sufriere una “disminución del joder por escasez de humedad” se le solicita hartarse de viandas y vino, y para “aumentar el esperma” o “endereçar el miembro”, alimentarse con viandas de naturaleza húmeda, cálida y ventosa como los garbanzos, los nabos y las zanahorias pero sin despreciar las habas y las especias como jengibre, pimienta, satirión (una flor purpúrea) y el orégano. No debe faltar tampoco la leche con canela en ayunas, la carne de cordero tierno y los brotes de plantas aromáticas. A las mujeres poco les recomienda el autor, quien más bien se dedica a desentrañar los misterios, peligros y naturaleza de las féminas a sus posibles lectores varones (Anónimo, 1994).

El origen del deseo de usar afrodisíacos se encuentra asimismo en el combate al tedio, la aburrición y la monotonía generadas con los años en una pareja, o bien, para el tramposo ejercicio de la seducción. Esta última práctica se relaciona, ahora sí, con la confección de complejas fórmulas alimentarias y bebedizos cuya supuesta función es encender o enamorar al otro, labor que puede encuadrarse claramente en el campo de lo femenino y lo relativo a la brujería, pues la mayor parte de los alimentos o compuestos considerados como afrodisíacos (es decir, los patrocinados por la diosa Afrodita) fueron pensados para excitar a los hombres y no a las mujeres (Frazier, 1972). Dice la más machista de las tradiciones que es al hombre firme y recto a quien es necesario excitar, dotar de fuerza o convencer, pues la mujer –fría y lúbrica colaboradora del mal– se encuentra naturalmente dispuesta a experimentar el gozo y el placer de los encuentros carnales y no requiere de impulsos ni de ayuda externa. Es ella misma quien puede y debe convertirse en peligroso alimento afrodisíaco, y de no ser así, hacerse cargo de la comida que le procuren la consecución de sus deseos. 

Cocinar puede convertirse entonces en una actividad humana capaz de producir por sí misma alimentos erógenos al añadir a la experiencia afrodisíaca nuevos y atractivos valores como la voluntad, la emoción y la intención. Al transformar los alimentos en la cocina creamos objetos que a fuerza de ser compartidos adquirirán el valor de comida, y en ellos es posible ampliar –multiplicar– los simbolismos y los significados sexuales o amorosos mediante la interacción de ingredientes exóticos o mágicos y diversas consideraciones propias de la cultura. A ingredientes como las especias y el azúcar, tradicionalmente interpretadas como “de naturaleza caliente”, se les asocia con la producción o estimulación del mítico (pero físicamente experimentable) fuego interno, tan propio de la buena digestión, el amor y la sexualidad. Cocinar siempre es erótico (Martínez Llopis, 1983). Para explicar la forma erógena (generadora de amor) en que funciona el lenguaje culinario en la mesa basta recordar que cuando alguien busca establecer una relación amorosa con otra persona comienza compartiendo con ella alimentos dulces como los alguna vez prohibidos chocolates, helados o bombones y quizás trate de agradarle con objetos cuyo color recuerden el ardor del fuego y la pasión, como las envolturas cursis en San Valentín y las rosas rojas (que, por cierto, pueden ser también un ingrediente). Cocina quien ama o desea y lo cocinado comunica asimismo amor y deseo.

® alberto peralta de legarreta

jueves, 6 de julio de 2023

Chile y Ser en la cultura de México

Si aceptamos que el chile es el sabor que con mayor fuerza ha caracterizado a la gastronomía mexicana a través de los siglos, resulta particularmente extraño que exista una bibliografía tan limitada, fragmentaria y poco dedicada sobre este importante ingrediente que ha moldeado el paladar y la cultura de todo un país. A través de los siglos se ha estudiado al chile, primeramente por parte de cronistas curiosos, quienes al utilizar su propio sistema de interpretación para atacar un objeto tan ajeno terminaron caracterizándolo como “mordiente”, agresivo y hasta infernal. Trabajos de cronistas como los de Sahagún, Las Casas y Durán son testigos de estos primeros y tímidos acercamientos al estudio del chile, mismos que probablemente se basaron en el testimonio de aquel primer encuentro de Europa con el chile en las islas caribeñas, el del navegante Cristóbal Colón, cuyo viaje con motivos gastronómicos viera inicialmente frustrado su afán de encontrar las ansiadas especias y, por no dejar, presentara el fruto picante a la Corte de Madrid en un intento de compararlo con la pimienta. Tentativas posteriores de interpretación, ya en siglos virreinales, vieron en el chile o ají posibilidades terapéuticas al incorporarlo al sistema hipocrático de temperaturas y humores, no siempre con la suerte de constituir precisamente un remedio. Francisco Cervantes de Salazar, con el protomédico de la corona Francisco Hernández, reconocieron en él una temperatura caliente cuya intensidad le concedería incluso el grado de afrodisíaco, y casi al mismo tiempo el gran viajero científico Alexander von Humboldt acabaría admitiendo su enorme importancia cultural al reconocer que en México el chile es tan importante y necesario como la misma sal. 


El estudio del chile tiene varias posibles vertientes. La primera, científica y más o menos abundante, se dedica a su taxonomía, distribución y difusión geográfica, así como a los componentes químicos que le posibilitan provocar sensaciones y sobrevivir en un ecosistema. En el campo histórico, el estudio de documentos y fuentes permite observar la manera en que el chile fue incluido en las dietas y dotado de significados en su incesante viaje desde su originaria Sudamérica hasta Europa y Asia, donde tuvo desiguales recepciones y transformaciones. Finalmente la menos socorrida de las vías –quizás debido a que pertenece al estudio de la cotidianidad– es el acercamiento cultural. El chile cuenta en México con una limitada bibliografía dedicada a los significados culturales como ingrediente y componente vital de la identidad nacional. Libros como Capsicum y cultura de Janet Long fueron pioneros y siguen teniendo vigencia con el paso de los años, manteniéndose sin actualización ni competencia, por lo que para el estudio cultural del chile y su función en la gastronomía, actualmente se requiere la revisión de fuentes hemerográficas, la consulta de refraneros y cancioneros, grabaciones de audio y libros, pero sobre todo realizar una labor etnográfica en calles, mercados y barriadas. El chile y su conocimiento cultural se mimetizan en el lenguaje característico de nuestra cotidianidad, donde pueblan lo relacionado con las emociones y su expresión encarnándose en albures, sabores culinarios paradójicos y llenos de significados, todos  un mismo tiempo gozosos y sufrientes, es decir, nacionalmente mexicanos.

El chile en el ser cultural de México

Cada vez que los mexicanos hablamos sobre el chile lo hacemos desde lo más profundo de nosotros mismos. Hablan por nosotros miles de años de genética biológica y cultural que narran la larga y afortunada relación entre una planta local, sus frutos enigmáticos y los grupos humanos recién llegados al continente americano. En su dilatada peregrinación desde el norte hacia las más atractivas y fértiles tierras ecuatoriales, los seres humanos poblaron América adquiriendo en el camino la sabiduría necesaria para interpretar el nuevo mundo que pisaban y que habría de convertirse en su hogar para siempre. El camino puso en sus manos, bocas y estómagos animales nunca antes vistos, cereales primitivos que con el paso de los siglos se convertirían en su propia carne e infinidad de otras plantas que por necesidad y gusto introdujeron en su dieta no sólo para sobrevivir, sino para gozar y experimentar placer con los sabores y nuevas sensaciones que aportaban. Aquellos hombres y mujeres no lo sabían, pero estaban construyendo paso a paso su identidad y su cultura con la lentitud que caracteriza a los procesos de larga duración; una cultura poderosa que con los siglos forjaría sus cuerpos, su manera única de ver el mundo y su compleja manera de dar significado a los alimentos. El maíz, los frijoles y el chile, alimentos que hoy conforman la base de la alimentación y la gastronomía de México, se encuentran inscritos profundamente en nuestro ser cultural. Han estado con nosotros por cientos de generaciones de personas que en su origen no sólo supieron valorarlos, sino incorporarlos con modificaciones morfológicas relacionadas con la recolección, la selección dedicada de sus semillas y los procesos de transformación culinaria, acciones que moldearon las fisonomías de los frutos y aportaron infinitas posibilidades para la subsistencia y el sabor. El uso prolongado de estos elementos fue incorporándose al gusto y las necesidades de sus consumidores en lo que constituyó una auténtica edificación cultural del paladar de los futuros mexicanos, que hoy no sabrían reconocerse sin ellos. En otras palabras, el saber o la sabiduría relacionadas con esas plantas, adquirida e incrementada a través de los siglos, se convirtieron en sabor.


Entre todas las plantas que le dieron cuerpo y gusto a los mexicanos sobresale el chile, planta de múltiples posibilidades que aquellos antiguos migrantes asiáticos encontraron hace miles de años en su caminar por Norteamérica y el territorio actual de México. Hallaron sus frutos en estado silvestre, pequeños pero poderosamente agresivos, después de que las aves migratorias trajeran las semillas en sus entrañas siglos atrás desde el sur del continente. Al probarlo por primera vez debieron experimentar dolor, tal vez desesperación; el sabor y la sensación aportados por el chile, una planta diseñada específicamente por la naturaleza para desalentar a sus posibles depredadores mamíferos, no tenía paralelo ni cabida en su antigua construcción cultural gustativa. Los nuevos nativos americanos se habían enchilado por primera vez, pero en vez de desistir en el consumo de aquel fruto provocativo, lo que hicieron fue comprenderlo, dotarlo de significado, apropiárselo y comenzar a moldearlo con pericia en busca de su domesticación, sin darse cuenta de que sería el mismo chile el que acabaría domándolos a ellos, enviciándolos y haciéndose cada vez más imprescindible. La necedad de los mexicanos por comer chile y aceptar sus retos, bien lo sabemos, es legendaria. 

Es probable que la hoy íntima y clara relación cultural entre virilidad y el valiente consumo del chile tuviera sus orígenes en aquellas primitivas comunidades, donde el picor era un recién llegado decidido a replantear los caracteres, las emociones y la dieta. Quizás también desde tiempos tempranos el chile fue asociado a la masculinidad debido a su forma alargada, claramente fálica, a la gran cantidad de semillas que alberga su fruto –comparables con el semen– y a su capacidad de penetrar y poseer a quien lo consumiera. El chile ser iría metiendo, literalmente, en la vida social y los cuerpos de los habitantes de México, que con el paso de los milenios no sólo se hicieron resistentes a su sabor –nunca mejor llamado sensacional– sino que al incluirlo en prácticamente todas sus preparaciones culinarias incorporaron a su genética la resistencia, legado que permitió que futuras generaciones nacieran con la capacidad de soportarlo mejor que ningún otro pueblo en mundo. Es por tanto lícito afirmar, doble sentido incluido, que los mexicanos estamos hechos también de mucho chile.


Los siglos previos al contacto con Europa hicieron del chile un elemento omnipresente para los pueblos mesoamericanos. Estos lo convirtieron en arma, objeto de tributo y enérgico castigo para los niños infractores, cuyos padres los forzaban a soportar el humo irritante de los chiles al quemarlos frente a sus narices y ojos. Tanto en las cocinas populares como en las de élite los chiles fueron conducidos con ingenio por los infinitos caminos del sabor al torearlos, tatemarlos, hervirlos, machacarlos, molerlos, ahumarlos, secarlos en diversos grados e incluso cortarlos. Al mismo tiempo, como no queriendo, también se fue cocinando a su alrededor todo un lenguaje y conceptualización que le abrió al chile las puertas a las más diversas expresiones populares, como el refranero y el adivinancero prehispánicos, aunque de ellos nos queden tan pocas evidencias. Sin embargo, la importancia de esta conquista o influencia sobre la lengua se puede aún observar hoy día cuando siglos después de la conquista hablamos del chile en mexicano, ese castellano que en la época virreinal fue, quiso ser y terminó igualmente conquistado y albureado por nuestro fruto picante.

Con la llegada de los invasores europeos comenzó una etapa momentánea de incomprensión para el chile, llamado por ellos pimiento sólo porque su picor –tan masculino y violento– no tuvo otro parangón en su cultura que el de la femenina y delicada pimienta. El ardor incontrolable y malamente atenuado que el chile provocaba en los inexpertos paladares invasores le dio a los antiguos mexicanos la oportunidad de cuestionar su hombría; tanto descubridores como conquistadores fueron por el momento incapaces de entender el significado y función cultural de ese producto (tachado a veces de infernal y pecaminoso en las fuentes) que invadía todos los ámbitos y sin el cual los mexicanos no creían estar comiendo, como terminara reseñando el muy comprensivo fray Bartolomé de las Casas. En esos primeros momentos del enfrentamiento bélico se libraron también batallas en los fogones y el lenguaje, donde de acuerdo con los expertos cómicos de carpa Chaf y Queli, el juego de palabras de doble sentido conocido como albur surgió o se inventó, con el chile como estrella principal, y que el mexicano lo utilizó como una forma de burlarse de sus conquistadores y su idioma, inflingiéndoles así una derrota adicional a la de la efímera “noche triste”, aunque esta vez cultural y de duración perenne. De esta forma el chile, heroico vengador de lo identitario, sometió también como pudo –o más bien, como lo dejaron– a aquellos que habían pretendido conquistar sus dominios. 


Convertido en protagonista de la mixtura cultural, y por ende gastronómica, el chile se filtró y afincó en la genética cultural de los recién nacidos mexicanos mestizos, quienes ejercieron en el picor dando continuidad a los significados del pasado y las antiguas usanzas culinarias  en busca de una nueva identidad que tampoco supo dejar fuera lo español. Hoy buena parte del carácter y las emociones que expresan los mexicanos puede definirse en torno al chile y sus efectos corporales. Enchilado se le llama a quien estalla en furia o se molesta; enojada estuvo la cocinera que guisó con excesivo picante. Picarse es un verbo reflexivo que ilustra la necesidad de ingerir chile a pesar de estar enchilado a muerte, y no cabe duda que en México la sensación de estar enchilado se corresponde irónicamente con el placer sublime, una especie de placer que Janet Long definiera como un sufrimiento gozoso y masoquista que además genera resistencia y adicción, como una droga. Quienes en su molestia o desesperación por verse enchilados observan a los mexicanos gozar al enchilarse no pueden sino quedar perplejos; en vez de sufrir parecemos querer morirnos de la risa gritando con euforia, como emulando la ambigüedad del terrible drama cinematográfico de Pepe el Toro –encarnado por Pedro Infante, el ídolo de Guamúchil– quien en Nosotros los pobres lloraba con irremediable desconsuelo la muerte de su hijo quemado mientras se carcajeaba recordando sus travesuras. Así las cosas, bien puede ser que el chile y su fervoroso picor representen para los mexicanos un remedio paliativo para su eterna melancolía, que a decir de Roger Bartra lo tiene aprisionado en una jaula invisible, donde al parecer está felizmente condenado a consumirlo. Como sea, el chile es para los mexicanos un elemento tan definitivo en su cultura que no resulta impensable decir que en el futuro alguien pudiera afirmar que el verde y el rojo del lábaro patrio representan los colores de los estadios de madurez de sus frutos, así como el blanco el color de sus flores. O bien, que para acabarla, el albur protagonizado por el cuerpo, las semillas y las setecientas venas del chile sea digno de convertirse en patrimonio inmaterial de la nación, y por qué no, de la ardida humanidad.

® alberto peralta de legarreta 2023

Referencias 

Bartra, Roger. La Jaula de la Melancolía, Identidad y metamorfosis del Mexicano, Ed. Grijalbo, México, 1996.

Chaf y Queli. Nos metieron el metro, Discos Diablo, L.P. 33 1/3 r.p.m, México, 1968.

Long, Janet. Capsicum y cultura. La historia del Chilli, FCE, México, 1986.

Peralta de Legarreta, Alberto. ¿A quién no le gusta el chile?, Ed. Lectorum/Algarabía, Colección Vicios, México, 2017.

Nabham, Gary Paul. Why some like it hot. Food, genes and cultural diversity, Island Press/Shearwater books, Washington, 2004.