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sábado, 31 de agosto de 2019

Génesis y construcción del paladar nacional mexicano

En 1821 la nación mexicana apenas comenzaba a ver la luz, pero para que diera sus primeros pasos conscientes como país, faltarían aún décadas. Corrieron aquellos primeros años tras la revolución de Independencia, pero aquella algarabía inicial y esa buena noticia tan palpables en el altiplano (aunque desconocidas en detalle en las provincias) hubieron de esparcirse lentamente por el recién ganado país. Esto se dio gracias a parsimoniosas diligencias que rodaban a tumbos por los caminos reales, a gacetas y periódicos, a bandos colocados ex profeso en muros de pueblos y ciudades y a las crónicas de viajeros que, a manera de juglares en ejercicio de su mester, solían transportar las noticias y difundirlas en territorios cuyos habitantes apenas estaban enterados de lo sucedido. 

Muchas de esas personas habían pasado inopinadamente de novohispanos a mexicanos, y aunque con toda probabilidad y justicia ya tenían tiempo de hacerse llamar así a consecuencia del uso reiterado de la palabra México en la cotidianidad y el proyecto jesuítico criollista que comenzara en el siglo XVI, es poco probable que supieran lo que significaba realmente ser mexicano. Porque el México de las primeras décadas del siglo XIX presenció el fin de una guerra y la expulsión de sus opresores de siglos, pero es justo decir que ni la nacionalidad ni la identidad mexicanas se ganaron de inmediato –y en forma general– tras los sucesos libertarios; todo proceso cultural identitario pertenece al campo de la larga duración. México fue oficialmente México tras la abdicación de Iturbide al primer imperio y la promulgación de la Constitución de 1824, pero en ese entonces apenas comenzaba a prosperar, tras una lógica imposición, los primeros símbolos patrios con misión nacionalista y homogenizadora. Primero fueron los colores del estandarte de las tres garantías, que con buena probabilidad tuvieron como origen la simbología masónica de la transmutación alquímica y posteriormente fueron traducidos de una manera romántica en “Religión, Independencia y Unión”. Finalmente, mediante algo parecido a un ejercicio poético bastante cursi, la tríada nacional de colores se convirtió en “Esperanza, Pureza de la Fe y Sangre derramada por los héroes”. Sería mucho más tarde, mediante un artilugio editorial pletórico de nacionalismo posrevolucionario, que la bandera tricolor adquiriría finalmente un significado gastronómico-histórico-identitario al desarrollarse la leyenda culinaria de que esta gama de colores se había establecido en los chiles en nogada en honor de Agustín de Iturbide, así como en otras especialidades como el pozole, el guacamole y la salsa pico de gallo, cuyas recetas, tal como las conocemos en la actualidad, no aparecen en ningún recetario del siglo XIX. Otros símbolos con significado cambiante ayudarían con el tiempo a moldear y establecer la identidad y el carácter de lo mexicano.Tal fue el caso del águila y la serpiente, tomadas de una antigua profecía autocumplida del pueblo mexica, y la Virgen de Guadalupe, que en 1895 y tras un añejo periplo para probar su aquiropoyesis, milagros e historicidad, fuera coronada y convertida también en símbolo patrio, esta vez a nivel continental.

A pesar de que México había dejado de ser sólo una idea de nación que se había tornado en país al hacerse de un territorio, este se hallaba conformado por múltiples geografías, ideales e identidades micronacionales. El nombre de México era por entonces sólo el símbolo de un proyecto unificador en el que algunas regiones trataban de sobresalir y establecer sus potestades en el ámbito de la construcción de lo nacional. En el campo de lo gastronómico, ya desde el siglo XVIII algunos formularios manuscritos habían comenzado a establecer primitivas territorialidades y pertenencias nacionales al declarar derechos y denominaciones no sólo como parte de sus títulos editoriales, sino en el nombre de algunos platillos, cuya fama era ya, como el sol en las monedas, imposible de impostar o tapar con un dedo. Tal es el caso de un curioso “Arte Nuevo de cocina y repostería acomodado al uso mexicano” impreso en Nueva York en 1828[1], el “Novísimo arte de cocina… dedicado a las señoritas mexicanas” (1831), el primer recetario impreso en México en 1831 con el nombre del recién nacido país ambiguamente sugerido en la portada[2]y el libro de la Nueva Cocinera Mexicana de 1841. 


Fue así como se trasladaron desde la oralidad y de otros formularios (gracias a relaciones cuyos mecanismos aún no quedan del todo esclarecidos) recetarios como el Arte de cosina según el uso de la provincia {de Oajaca} año de 1829 y el Libro de cocina de D. José Moreda, año de 1832[3]perteneciente también, al menos en apariencia, al área de Oaxaca


Resulta de particular interés señalar que en este último recetario manuscrito el proceso de construcción de lo nacional en los platillos se observa no a niveles institucionales o editoriales, sino como emanación del espíritu patriótico de un civil. En el libro de José Moreda encontramos una fórmula para el “Manjar nacional” (receta No. 169), que provee un procedimiento para una especialidad bastante común en la mayoría de los recetarios novohispanos. Se puede decir que la fórmula parece copiada o “promediada” de diversas fuentes, pues en él no se perciben aportaciones ni intenciones de innovación. Sin embargo, fue precisamente en esa entrada del libro de cocina donde una mano diferente escribió un escolio –sin que exista la certeza de cuándo, aunque la caligrafía parece indicar una artificiosa intervención tardía–que eleva arbitrariamente el manjar a los altares nacionales. Marcándolo excepcionalmente con un asterisco entre paréntesis[4], un gozoso y emocionado patriota agregó la leyenda “Por decreto del Supremo Congreso Nacional”.  



Más tarde, en el tercer cuarto del siglo, se imprimió La cocinera Poblana o el libro de las familias, cuyo título pondera con claridad una cocina de tintes regionales. Del mismo modo, muchas microidentidades asoman en los recetarios de finales del XVIII y principios del XIX. Algunos moles prietos de clara inspiración oaxaqueña aparecen con sus recetas y procedimientos en formularios manuscritos presuntamente en San Luis Potosí[5]; un manjar blanco se transforma en “manjar real de San Juan del Río” en el Recetario de Dominga de Guzmán[6], del Estado de México; una sopa de pan adquiere derechos veracruzanos[7]en La cocinera poblana o el libro de las familias, mientras en diversos documentos el mole de guajolote ganaba terreno y poco a poco se convertía, por derecho propio, en poblano. Sin embargo, las denominaciones de origen de tipo nacional aún no se atrevían a aparecer del todo. En algunos recetarios del siglo XIX se escribieron breves apartados de “cocina mexicana”[8]–generalmente asociada a la comida popular de los antojitos elaborados con maíz y frijol– pero ningún platillo alcanzó con claridad el título de mexicano (quiero decir, “nacional”), sino tan sólo a usar el tímido y afrancesado epíteto de “a la mexicana”, como sucede con la “asadura llamada Gandinga”, y otra asadura más, “a la mexicana” que se pueden consultar en “La cocinera poblana o el libro de las familias”. En ese mismo manual aparece un Clemole mexicano (¿acaso alguno no lo era ya, por lógica y derecho?), un asado de guajolote a la mexicana, unos nopales navegantes mexicanos, y una olla podrida mexicana cocido veracruzano. De manera por demás curiosa se observan, en el mismo manual, platillos cuyos nombres acusan con claridad la admiración o influencia de cocinas con características regionales, nacionales e incluso étnicas: abundan platillos de las culinarias alemana, polaca, holandesa, turca, cubana, peruana, limeña, española, valenciana, catalana, italiana, napolitana, milanesa, portuguesa, leonesa, sevillana, francesa y provenzal, además de lo oaxaqueño, lo toluqueño y lo veracruzano. Y más controversial aún el hecho de que en este manual aparezca una especialidad denominada como “a la judía” en la que los menudillos de guajolote resultan inexplicables por tratarse de impuras menudencias, así como la utilización de abundante manteca de cerdo. En este caso, tanto ingredientes como procedimiento acercaban al platillo a lo pobre y, mejor dicho, a lo mexicano.

Lo mexicano a nivel nacional tardaría en llegar, principalmente porque requería usuarios que hubieran aprendido a decodificarlo homogénea y adecuadamente. Si hoy en día se hace un balance de lo que significa que una preparación culinaria se haga “a la mexicana”, tres cosas se antojarán básicas o necesarias para un platillo salado: el chile, la cebolla y el jitomate (opcionalmente, el ajo y la manteca), una tríada que sugiere la identitaria cromática trigarante y aporta sabores característicos a caldillos, moles de olla, salsas y arroces. Para lo mexicano dulce parecen indispensables la canela y el piloncillo o el azúcar –si el asunto es de pobres o de ricos– y si aplicamos el criterio del uso de la tríada para lo salado, hallaremos que en manuales como el de “La cocinera poblana” muchos platillos se encaminaban ya con corrección hacia el ámbito de lo nacional, aunque no todos tuvieron el valor para llevar a México en su nombre. El reconocimiento de la mexicanidad de un plato se debió también al uso de procedimientos culinarios tradicionales, como el de la barbacoa, que en el caso del “Cocinero Mexicano de 1831” requiere –para llamarse mexicana y distinguirse de la africana– de pencas de maguey u hojas de plátano y piedras (en vez de cáscara de coco y guijarros), además de la consabida salsa de jitomate. En ese mismo recetario encontramos relleno mexicano, albóndigas mexicanas, patos asados al estilo mexicano (sin jitomate), sopa a la mexicana (sin jitomate ni chile, pero sí leche y canela) y mostachones a la mexicana. Pareciera que, dada la ausencia de los adjetivos “mexicana” o “a la mexicana” en los recetarios conocidos anteriores a la Independencia, el fenómeno de identificar orgullosamente lo local fuera un acompañante de los ideales políticos post independentistas hacia la construcción de lo nacional, que de algún modo fomentaron el reconocimiento y la perpetuación del gusto popular y lo tradicional en la cocina. Había dado inicio la construcción ideológica del paladar mexicano, y el resto del siglo XX quedaría abierto para apropiarnos totalmente de ella.


® apl 2019



[1]El recetario fue impreso en Nueva York por los conocidos impresores y libreros Lanuza, Mendía y Co. Quienes durante la segunda mitad del siglo XIX editaron libros españoles o de otros países (tratados políticos y letras creativas) vertidos al castellano, sin que por ahora sea posible saber qué libro usaron como base para la publicación de su recetario ni por qué decidieron incluir la frase “al uso mexicano” en el título, utilizando la xen lugar de la tradicional jpara escribir el nombre del país. 
[2]Me refiero aEl cocinero mexicano ó colección de las mejores recetas para cocinar al estilo americano, publicado en 1831. El título es ambiguo, pues no se refiere propiamente a la cocina mexicana, sino al cocinero que pudiera desarrollar su actividad en el país o en América misma. Por su parte, José Luis Juárez López advierte en su Engranaje culinario(p. 64) que “al principiar el siglo XIX la cocina seguía siendo colonial, en el sentido de que no se había alterado, por así decirlo, su propia dinámica. Sólo emergería una propuesta diferente en este campo con la publicación de manuales de cocina, pero inclusos éstos seguirían presentándola”.
[3]Entre muchos otros, de los que ya se ha ocupado minuciosamente Juárez López, en su Engranaje Culinario.
[4]Es en pormenores como este cuando una adecuada información sobre las tintas, o una buena fotografía del documento sería de gran ayuda al colegir la temporalidad de las intervenciones.
[5]Libro de cocina de la gesta de Independencia. Nueva España, 1817. Conaculta, Colección Recetarios Antiguos,México, 2002.
[6]Recetario Mexiquense de Dominga de Guzmán, Siglo XVIII, Conaculta, Colección Recetarios Antiguos, México, 2010.
[7]La cocinera poblana o el libro de las familias, Octava edición corregida y aumentada de 1913, edición facsimilar de Editorial Maxtor, España, 2014.
[8]“Almuerzos ligeros, dispuestos con tortilla o masa de maíz” en El Cocinero Mexicano.

jueves, 22 de agosto de 2019

Para presentar el libro de cocina de Socorro y Fernando del Paso

Resultaba en cierta manera extraño estar ahí, sentado a la mesa de presentación de un libro de cocina mexicana en la Feria Internacional de Libro de Guadalajara 2016, y no compartirla con expertos reconocidos de las artes culinarias para comentarlo. Resultaba también extraño estar sentados y hablando de comida en una mesa y no hacer otra cosa que imaginarla, o peor aún, desearla sin esperanza hasta el final de la presentación. Con el auge que la gastronomía mexicana ha tenido en los últimos años, producto de una inscripción en la lista del patrimonio intangible de la UNESCO, hoy en día es común entrar a una librería y observar grandes secciones dedicadas al suntuoso asunto bibliográfico de lo comestible. Muchos de esos libros, en ediciones envidiables de pasta dura y sobrecubierta e interiores de papel couché de buen gramaje, gozan de portadas magníficas ornamentadas con extreme close-ups de viandas emplatadas siguiendo los más modernos cánones de la estética. Esos acercamientos de la cámara a los alimentos en portada y páginas centrales parecen ser capaces de transmitir a quien lo observa un erotismo rayano en la sensualidad barroca, sensación que le invita a hojear el libro y finalmente a comprarlo aunque no cocine ni sea chef, porque su belleza como objeto quizás le provee la esperanza de que al llegar a casa y poner manos a la obra en la cocina, todo saldrá como en las fotografías, llenándolo de placer a él y a sus comensales, pero sobre todo dotándolo de prestigio; de ese prestigio de ver sus creaciones instagrameadas y presumidas [perdón, compartidas] instantáneamente alrededor del mundo, para ser vistas y envidiadas por miles en tan sólo unos cuantos segundos. 


Otras portadas de esos libros, nadie dejará de notarlo, muestran a su autor generalmente vestido de filipina y mirando de manera desafiante a la cámara, mientras cruza los brazos, arquea la ceja y posa de tres cuartos. Alguien debería decirles a esos cocineros que en términos de imagen un oficiante que no muestra sus manos no es confiable, y a quienes compran sus publicaciones, que reproducir recetas o leer sobre innovadores procedimientos de transformación, cocción y montaje no los convertirá en rockstars. Una vez adquiridos esos libros –que sin duda son más culinarios que gastronómicos– lo seguro es que irán a parar más a un bello y presuntuoso librero que a una cocina, convertidos en objetos imprácticos y demasiado caros para permitir que se pringuen, quemen o sufran salpicaduras. Tal vez esto nos ponga sobre la pista de por qué antaño los cuadernos de cocina que sí se usaban a un lado de la olla solían ser libretas manuscritas con mil y una enmendaduras y añadidos; eran apuntes que pasaban de mano en mano y de sazón en sazón, por lo que representaban el ejercicio diacrónico de cocinas ligadas a la historia y la vocación comunitaria, mientras que muchos formularios ilustrados modernos constituyen sólo instantáneas sincrónicas de la individualidad y el culto a la estética.


Un recetario es un documento que permite al lector-aprendiz transformar el simple alimento en comida. Esto significa que no sólo debe enseñarle a cocinar –cosa que por más indicaciones que se reciban es posible que no se logre– sino ayudarle a comprender los alimentos y proveerle la manera en que deben ser compartidos para que adquieran sentido y sabor en un cierto contexto. Un recetario dista mucho de ser solamente una colección de objetos comestibles bellamente ilustrados y procedimientos a prueba de inútiles; es más bien una guía para poner en contacto la técnica y el conocimiento culinario con ese envoltorio cultural que le da significado y lo llena de saber: la Gastronomía. En ese aspecto, un recetario es un auténtico medio de interpretación, pues lo comestible constituye un lenguaje capaz de comunicar identidad y aportar elementos para que los comensales compartan, con los alimentos convertidos ya en comida, una particular visión de la realidad y la manera adecuada de degustarla, algo a lo que Fernando del Paso llama “ejercer la libertad” y que bien podemos llamar Cultura. Los antiguos recetarios enseñaban también nociones de servicio, a combinar los platillos de acuerdo al buen gusto y a comportarse adecuadamente en la mesa. Además, estos compendios familiares contenían consejos femeninos, ideas para el hogar y hasta preparaciones farmacéuticas, de donde viene en culinaria el uso de la palabra “receta”, en sustitución de la anteriormente utilizada, “fórmula”.


El libro que aquel 30 de noviembre de 2016 nos reunía tiene las características del auténtico recetario. De entrada, en la dedicatoria y la introducción Fernando del Paso declara que se trata de un documento familiar, y como tal, heredero no sólo de una tradición, sino con la flexibilidad suficiente para integrar lo recientemente aprendido y darle forma para introducirlo a la cotidianidad. Que este libro es un instrumento interpretativo de la cocina mexicana no cabe duda alguna, pues del Paso indica que fue compilado y adaptado para un público francés poco familiarizado con ella y lleno de los prejuicios que suelen ser un obstáculo para la comprensión de nuestra cocina en entornos tan ajenos, incluso elitistas. En La cocina mexicana de Socorro y Fernando del Paso se escuchan claramente dos voces que terminan complementándose para formar un todo que va entre lo narrativo y lo meramente culinario. La Sra. Socorro comparte procedimientos y datos necesarios con el lenguaje propio de la cocina, pero lo hace de una manera tan natural que al leerle resulta imposible saber si del Paso ha metido o mete su cuchara, por decirlo de alguna manera, o si ya el lector se encuentra ante una voz dicotómica absolutamente armonizada. Fernando del paso, intuimos, falta con modestia a la verdad al afirmar que no cocina (al menos no como su esposa), pues con toda claridad sus intervenciones literarias tienen la función de aderezar y condimentar. Estas intervenciones son de diversa índole, pero en general tienen la intención de proporcionar familiaridad o sustento a la propuesta culinaria, guiando al lector no sólo en el origen de muchos ingredientes –algo que por otro lado se ha hecho mucho– sino en la manera correcta e idiomática con que los mexicanos los identificamos y diferenciamos; tal es el caso del genérico tomate y sus diversas variantes dialectales. Inmiscuyéndose en la cocina y la pericia nata de Socorro, del Paso salpimenta el recetario con anécdotas y datos históricos que sólo una vida de lecturas y viajes le pudo ayudar a compilar, porque estos suelen aparecer salpicados y sin contexto en múltiples textos, muchas veces poco o nada relacionados con la gastronomía. Y para apegarse al pensamiento del mexicano y su aparentemente incansable búsqueda por conocerse, en sus intervenciones del Paso presenta asimismo una buena cantidad de mitos –y un gran acierto es su reserva frente a ellos– a los que hoy podemos responsabilizar por moldear y dar certeza a varios símbolos patrios comestibles, como nuestro mole poblano inspirado por la divinidad y los chiles en nogada que, a pesar de no haber probado nunca, le fueron servidos a Iturbide.

No debe esperarse en el Libro de cocina de Socorro y Fernando del Paso platillos de esa cocina que injustamente se ha dado en llamar “alta”, sino comida proveniente de lo popular y lo familiar, que es igualmente presumible, diversa y orgullosa. Las recetas de la Sra. Socorro se parecen mucho a las de muchas de nuestras abuelas, esas anónimas heroínas, amas del fogón que eran y son capaces de transmitir emociones al cocinar y servir. Tampoco se trata de la clásica cocina llena de iconos y estereotipos, como esa que puebla los bufets turísticos en cada hotel de nuestra geografía. La cocina de Socorro demuestra oficio y dominio de ingredientes y utensilios. La sazón de la que hace gala es la de los hogares de hace cinco o seis décadas, cuando la mujer comenzaba a incorporarse a la vida económicamente productiva del país y se hacía presente la invasión de productos industriales y los electrodomésticos. Los platillos aquí expuestos no fingen nada –pues la cocina, si buena, es incapaz de fingir– y encuentran en la tecnología culinaria modos de sustituir a los utensilios tradicionales. Abundan por tanto los capeados o rebozados con sus respectivos caldillos, ambos elementos que si bien ya eran comunes en tiempos novohispanos no se popularizaron sino hasta la llegada de las batidoras y las licuadoras eléctricas a mediados del siglo XX, para luego encontrar el camino a su entronización popular al expenderse en las cocinas económicas. Se observa entre las recetas una acuciosa selección de lo que era posible reproducir en Francia, pero también una observancia de los requerimientos del ayuno y las necesidades de la dietética o la nutrición, por lo que lo mismo encontramos recetas de romeritos que de ensaladas y platos vegetarianos “de resistencia”. Y así, entre postres, cocteles, salsas y platillos pertenecientes a la más pura raigambre popular mexicana (calabacitas con carne de puerco, caldo tlalpeño, manchamanteles, tamal de cazuela, tinga, verdolagas) lo que el lector encontrará en estas páginas es tradición, conocimiento y cultura. En una sola palabra, Gastronomía; en más palabras, a una parte importante de sí mismo.

Ahora bien, con su narrativa asociada a la cocina y lo gastronómico Fernando del Paso no pudo evitar que se le cayeran en nuestro libro ciertos asuntos relacionados con la intertextualidad. De repente es posible notar, al excavar entre las líneas, algo de aquella melancolía experimentada por Palinuro en Londres ante las expresiones culinarias inglesas –y no las de París como Socorro, Fernando y su hija– tristísimas para mexicanos cuyos estómagos habían sido forjados en el fuego jamás descrito del Paraíso. Asoma también por ahí aquella abuela que Palinuro nombrara reina de la cocina, dueña y administradora de la charola del pan y de la decisión sobre quién se comería los bizcochos, y de alguna manera, aunque mucho menos grotesca y paradójica, aparece también la mítica Isla de los Gastrónomos, donde todo era sabor, aroma y textura en inquietantes ingestas. Elementos como los ahuautles, huevecillos de un insecto acuático, aparecen entre las quejas del Coronel Du Pin, quien en Noticias del Imperio se muestra intolerante al pulque, a las tortillas y a los frijoles. Y en el extremo opuesto, magníficamente ensalzados –y no me refiero a la salsa, que doy por buena sin dudarlo– los huevos rancheros presumiblemente inspirados en la receta que aquí comparte Socorro formaban parte del menú matutino del Emperador Maximiliano de Austria.

Los del Paso nos comparten una obra que tiene la virtud de demostrar, gracias a la literatura, la historia y el oficio coquinario; que la verdadera comida mexicana es la popular, aquella que se reproduce cotidianamente pletórica de identidad, emociones y sin fingimiento al interior de nuestros hogares, en fondas, calles y mercados. Y debe decirse que va aun más allá, pues el Libro de cocina de Socorro y Fernando del Paso contiene una muy temprana aportación teórica a la construcción del concepto de lo que hoy muchos llaman con ligereza o excesiva confianza “Nueva cocina mexicana”, definición que sigue sin discutirse ni producir acuerdos a pesar de que México cuenta [contaba] ya con un cuerpo diplomático gastronómico de elite, una Ley de Fomento a la Gastronomía Mexicana y varios chefs y establecimientos beneficiarios de ella colocados en las top lists internacionales. Queda todavía tanto por hacer, pero la reedición de este libro de cocina que hoy nos trae el Fondo de Cultura Económica constituye una buena muestra de que los recetarios pueden y deben volver a contener historia, anécdotas y platillos que por cotidianos parecen invisibles, devolviendo con ello humanidad e identidad a las cocinas mexicanas.

Aquella mesa de presentación terminó en una inolvidable comensalidad hecha de palabras. Agradezco profundamente a Fernando y Socorro del Paso, así como a su entrañable familia, aquellos breves momentos de convivencia en la que, por cierto, no hicieron falta los alimentos. Y no importó.

martes, 6 de agosto de 2019

Llamando ocupantes… a una reunión que no sucedió

Es probable que corriera el año de 1986. El tianguis de música del Chopo ocupaba cada sábado las banquetas de la calle de Dr. Enrique González Martínez y yo, asiduo y pertinaz visitante, rebuscaba entre cientos de LPs de 33 1/3 revoluciones usados, que por permanecer bajo el sol inclemente durante largas horas, y muchas veces debido a su venerable edad, requerían de una revisión exhaustiva si uno quería evitar desagradables sorpresas. El ritual consistía invariablemente en tomar el disco (en ese tiempo no existían “puestos” en ese mercado. Todos ponían su mercancía sobre el piso) levantarlo, darle la vuelta para verificar la lista de canciones (como si algo en ese ejemplar fuera diferente a lo que ya se conocía) y preguntar el precio al vendedor. Conocer el valor del disco solía ser un confiable indicador de su estado de conservación, pero de todos modos se imponía solicitar con una mirada que se nos permitiera sacar y mirar el vinilo –decíamos “acetato”– para cerciorarnos de que no tuviera rayones ni estuviera torcido por el calor. Satisfecho, uno sacaba los pocos pesos que costaban esas cosas y, no sin antes intentar un inútil regateo, pagar. 
Así fue como, en la esquina de González Martínez y Héroes ferrocarrileros, descubrí una mañana el LP de Klaatu, el grupo misterioso. Es probable que el disco costara unos 70 o 90 pesos, no lo recuerdo bien. Pero era demasiado para mi, que había hecho algunas pequeñas compras de sencillos 45 rpm y me había quedado sin dinero. Después de una revisión con la que comprobé que el disco estaba extraordinariamente bien cuidado, tenía aún su funda de plástico y conservaba su funda con letras, rogué al vendedor que me lo guardara para la otra semana. Se trataba de un tipo no demasiado amable que, de hecho, se negó a apartármelo sin un adelanto que obviamente no estaba en condiciones de ofrecer. “Si no sale, aquí va a estar la otra semana”. Dejar aquel hallazgo ahí tirado fue algo angustioso, no lo puedo negar. ¿Por qué la urgencia? Porque aquel era para mi un disco mítico del que sólo había leído breves y fantasiosas leyendas (que por ello tenían posibilidades de ser verdaderas) en revistas como Conecte y en un libro recién robado a un amigo y aún conservo: The long and winding road. A history of The Beatles on record


Para no dar demasiadas vueltas, el disco tenía algo de importante porque desde su publicación en 1976 se rumoró que era producto de una reunión secreta de The Beatles. Muchas cosas en aquel disco parecían apoyar la teoría una reunión. Primero que nada, que en la portada no aparecía una fotografía de la banda, sino un gran sol humanizado levantándose sobre un paisaje natural (“Here comes the sun”). El álbum tampoco tenía título, y este tampoco podía hallarse en el lomo ni el centro impreso del acetato. Muchos años después descubrí que se titulaba “3:47 EST”, cosa que en vez de aclarar algo lo volvía mucho más oscuro. Resultaba inevitable tratar de encontrar alguna pista que denunciara alguna huella beatle en la portada (como si se tratara del Sgt. Pepper o Abbey Road con el asunto de la supuesta muerte de Paul), y en muchas ocasiones creí ver “algo” en los extraños seis (¿o siete?) arbustos que asomaban en la parte baja del marco ornamental que envuelve la imagen.


El asunto misterioso no paraba ahí. El disco fue publicado por EMI-Capitol y la temática mágico-espacial del disco, que en nada concordaba con la portada ecologista, también parecía sospechosa. Era más o menos homogénea y las canciones tenían letras llenas de palabras cultas que requerían del uso un diccionario; tanto, que incluso mi maestra de inglés tuvo problemas para traducirlas (tanto para que no dijeran nada importante). En opinión de muchos, aquello escondía algo, aunque no quedaba claro qué, y la música no hacía sino acrecentar las suspicacias, pues sin duda alguna era notablemente beatlesca. Pensando mal o movido por la ilusión, cualquiera escucharía la voz de John Lennon en la canción que abría el disco, Calling occupants of interplanetary craft. Tampoco era difícil creer que la guitarra slide de California Jam fuera del mismísimo George Harrison, y desde luego, una de las dudas más serias surgían en Sub Rosa Subway,  una canción muy en el estilo de Paul en la que los efectos estéreo recordaban tanto los utilizados en Magical Mystery Tour. “Ringo” en modo alguno parecía ausente en esta supuesta reunión; el baterista de Klaatu supo emular con maestría los redobles zurdos y su sentido único del ritmo, de manera que muchos creyeron no sin cierto frenesí en la mítica reunión, que por cierto bien pudo haber sucedido, pues los cuatro músicos estuvieron juntos (aunque no revueltos) en algún momento de 1974 para grabar el álbum Goodnight Vienna de Ringo.
Tengo la impresión de que 3:47 EST es un disco infravalorado, así como la agrupación canadiense que lo firmó con una clara intención de homenajear a The Beatles. Mi primer contacto con Klaatu fue la compra de un sencillo 45 rpm afuera del Cine Latino, durante una proyección muy extemporánea de Help!. En la cara A aparecía Sub Rosa Subway y en la B, una versión corta y alternativa de aquel llamado a celebrar el “Día mundial del contacto”, Calling Occupants of interplanetary craft, que tan patéticamente copiaran los Carpenters el mismo año de su lanzamiento. 
A pesar de cierto impedimento que incluía la intervención quirúrgica de un familiar, y de la petición expresa de que no fuera al Chopo y acompañara a todos al hospital, el sábado siguiente me escapé temprano y llegué al tianguis en el momento en que el vendedor huraño sacaba su mercancía. No me recordó, ni creo que tuviera idea de tener aún el disco de Klaatu. Tuve que rebuscar nuevamente en su enorme pila hasta que di con él. Incrédulo, o no sé qué, lo tomé, le di la vuelta, leí el listado de canciones, volví a sacarlo de su funda y volví a preguntar por el precio. Sin ánimos de regatear esta vez pagué lo estipulado y salí corriendo del Chopo no sin lamentar un poco no poder quedarme a mirar un poco más entre punks erizos y rockeros de chamarras plagadas de zíppers.
Cerca de diez años después descubrí que Klaatu no había sacado sólo ese disco, que habían desmentido ser los Beatles, que pubicaron una obra maestra llamada Hope que competía en genialidad con A night at the Opera de Queen y que habían terminado sus días juntos con un disco llamado Magentalane. Hasta hoy, ya con una copia en CD y cada una de las canciones digitalizada y portátiles, no sé si es la música, la controversia o las peripecias para poder conseguirlo y conocerlo.  3:47 EST sigue siendo uno de mis discos favoritos en la vida.

apl agosto 19