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jueves, 29 de diciembre de 2022

Rosca de Reyes, nuestro ciclo comestible

Una de las características simbólicas más notables del pensamiento Occidental es la forma geométrica con la que interpreta el espacio y el tiempo. En términos de lo terrestre, los usuarios de esta forma especulativa de conocimiento interpretan al tiempo como una línea continua que, de manera indefectible, tiene inicio y final. De este modo, el mundo judeocristiano percibe que la existencia humana tuvo una génesis tras la Creación y experimentará inevitablemente el fin del mundo (erróneamente llamado Apocalipsis) ya que sólo en la Eternidad el tiempo pierde su linealidad para volverse circular o esférico (Libro de los veinticuatro filósofos, 2000). Es por esta razón que en Occidente existe la idea de que somos finitos en lo corporal pero perennes en el espíritu y hemos convertido en trascendente la idea de que el Cielo es el lugar perfecto donde nuestra incapacidad de ser inmortales se desmorona y nos libera, legándonos la felicidad. En consecuencia, tendemos a medir el tiempo mundano como reflejo dependiente del tiempo sagrado, por lo que nos gustan particularmente los ciclos; somos afines a formar “completitudes”, algunas relacionadas con nuestra corporalidad como las decenas (basadas en la existencia de diez dedos, provocadores también del sistema decimal) y, otras muy anteriores –digamos cósmicas– como las docenas, con las cuales percibimos al 12 como número importante en el que se refleja la divinidad y el universo que nos rodea: Cristo tuvo doce apóstoles, el año tiene doce meses, doce son las constelaciones del zodíaco, contamos doce horas diurnas y doce nocturnas, cada hora puede partirse en cinco secciones de doce minutos, Jesús apareció doce veces tras su resurrección, hubo doce tribus de Israel y doce son los “frutos” del Espíritu Santo. En suma, el doce parece ser un número representativo de lo que está completo y de la perfección (Chevalier, 1986).

La tradicional Rosca de Reyes guarda un significado íntimamente relacionado con esta manera cíclica de ver el mundo y con la celebración de las completitudes temporales. De entrada, la rosca es un pan, objeto comestible de factura humana que en Occidente es considerado como el símbolo del alimento por excelencia. Obtener “el pan” con el sudor de la frente o recibir de Dios “el pan de cada día”, significa tener lo suficiente para vivir, y al transformar ese alimento en comida compartiéndolo en una mesa queda también cubierto el aspecto emocional que toda buena comida requiere. Tomemos en cuenta además que tradicionalmente la Rosca de Reyes sólo se produce y consume durante los primeros días del año (en lo ideal, porque en lo comercial este significado comienza a ser destruido poco a poco por panaderías industriales y supermercados), hecho que lo convierte en un alimento periódico anual ligado al simbolismo de una completitud que se cierra y otra más que apenas comienza. Resulta difícil de explicar, pero este delicioso pan a los mexicanos “no nos sabe” si lo consumimos fuera del contexto adecuado, que es el de la fiesta cristiana de la epifanía en los alrededores de la noche del 5 de enero. La fiesta religiosa de la epifanía, conocida en el imaginario cristiano como la visita de los Reyes Magos al niño Jesús, tiene antecedentes en los antiguos calendarios agrícolas europeos y mesoamericanos. En ella se celebra el momento en que “el sol niño se manifiesta” (επιφάνεια) de manera brillante, fenómeno que se observa exactamente doce días después de su nacimiento (natividad) durante el solsticio de invierno. 

Los antecedentes históricos de la Rosca de Reyes se remontan a los tiempos del paganismo grecorromano y las fiestas solsticiales de Zeus-Saturno, aunque es posible que con los siglos se emparentara también con el diseño español de las coronas de adviento o la de un rey. En Roma los saturnales (Johnson, 1999) se festejaban con la elaboración de panes redondeados en cuya masa se mezclaban dátiles, miel e higos para más tarde ser obsequiados a los pobres y menesterosos. Siglos más tarde, antes incluso de que el emperador Constantino comparara a Jesús con su Sol Invicto, comenzó la tradición pagana de introducir una haba seca en la masa del pan para que quien la encontrara en su porción fuera proclamado simbólicamente “rey de reyes” (algo que con el tiempo sería otro atributo de Cristo) o “rey de la haba”. La figura del niño que pueden encontrar actualmente quienes comparten la rosca, hecha de porcelana o plástico, es precisamente un recuerdo de aquellas habas y la representación simbólica de ese Cristo-Sol, una deidad cuyo nacimiento, como el de muchas otras en el mundo, fue establecido para el 25 de diciembre, en la cercanía del solsticio de invierno.

Algo más cerca de nuestros tiempos, en los inicios de la baja Edad Media, a este pan conmemorativo y simbólicamente circular ya se le conocía como Roscón de Reyes en el Reino de Navarra, mientras que al mismo tiempo en el siglo XII, más al sur, el famoso poeta andalusí Ben Quzmán describía en su célebre Diwan (Cancionero) una tradición semejante en la que se colocaba una moneda al interior de un pan llamado hallullo, el cual se siguió preparando en Granada y ha llegado hasta nuestros días (Quzman, 1996). Antaño esos roscones no se elaboraban con la tradicional masa de bizcocho “a la mexicana”, sino con masa de hojaldre, y siglos más tarde fue en nuestro territorio donde comenzó su ornamentación con frutas secas y cristalizadas. La tradición europea de hacer pagar el próximo roscón a quien hallara el haba o la moneda se transformó en el México antiguo en una obligación de repartir tamales el dos de febrero, Día de la Candelaria que en el mito celebra el fin de la cuarentena de María y la presentación del niño Jesús en el Templo. Este rasgo particular de un pan que compromete al consumo de otro es un fruto indudable del mestizaje y del valor que tiene la comensalidad para los mexicanos, además de que por sí mismo constituye un gran regalo en el día preciso en que todos esperan regalos, llegados mágicamente de los tres confines o reinos del mundo antiguo según la visión milenarista y trinitaria del franciscano Joachim di Fiore: Europa (Melchor), Oriente (Gaspar) y África (Baltasar) (Frost, 2002).


La Rosca de Reyes y el chocolate que suele acompañarla tienen también una función relacionada con la temperatura, las emociones y el sentido nacionalista. Sin embargo, aunque parezca difícil de creer esta tradición identitaria de elaborar roscas en los primeros días del año tiene relativamente poco tiempo en México, pues ni su receta ni su decorado actual aparecen en ninguno de los recetarios antiguos que hoy conocemos. Esto no quiere decir que la tradición no estuviera presente durante el siglo XIX o antes (de hecho, algunos textos recogen fórmulas para preparar masa de bizcocho sospechosamente similar a la que se usa en la rosca; lo que está ausente es la forma y las fechas), sino que probablemente no se encontraba aún arraigada en nuestra cultura, y que fue probablemente durante las migraciones españolas de finales del siglo XIX y durante la Guerra Civil, en el primer tercio del siglo XX, cuando finalmente prosperó. Como quiera que haya sido, la rosca de reyes es un pan que nació para compartir (y por ello las versiones individuales carecen absolutamente de sentido), algo que suele suceder en familia o rodeado de seres medianamente amados. Pan y chocolate constituyen una importante aportación de carbohidratos y calorías en un momento del año en que el frío es inclemente, y para muchos, eso es suficiente para conferirles a ambos el valor de lo práctico, lo entrañable y lo amoroso. Y de qué otra manera iba a ser, si el pan circular simbolizando de principio a fin la completitud de un ciclo y conteniendo la presencia incógnita de Dios –digno tributo para reyes– está disponible hasta en el más indigno de los supermercados.

® alberto peralta de legarreta




martes, 1 de noviembre de 2022

Un extraño discurso entre Revolver y la economía colaborativa

Ayer en clase con alumnos de primer semestre tocamos el tema de la Economía colaborativa, algo que para ellos desde luego es lo cotidiano y no una novedad en absoluto. Otra cosa es lo que ellos entendían sobre esta manera emergente de intercambiar productos y servicios, desde luego. Nuestros jóvenes ven como natural que hoy en día compradores y vendedores no se conozcan en persona y que las transacciones se lleven a cabo por medio de un tercero invisible, proveedor de una plataforma digital. Los encontré, además, incapaces de comprender a esas generaciones anteriores a las que pertenecen sus padres y abuelos, a quienes perciben como estáticos, desconfiados y renuentes a la tecnología. Apenas les parece posible que antes tuviéramos que pedir permiso para todo y que para ser turistas debíamos contactar a un agente de viajes. ¿Para qué –se preguntan smartphone en mano– si todo puede hacerlo uno mismo? ¿Por qué mi papá no quiere poner en Uber el coche que no usa tanto? ¿Cómo puede mi abuelo desaprovechar la oportunidad de ganar dinero por esa casa de campo o playa que sólo usa una vez al año? ¿Quién quiere un arcaico libro físico si ahora todo se puede bajar instantáneamente para leerlo en el celular o la tablet? Es más, ¿por qué pagar por tantos servicios, si es posible simplemente compartirlos? ¿Por qué querríamos poseer cosas, si podemos disponer de ellas en cualquier momento?


La clase derivó entre pros y contras de eso que llamamos Economía colaborativa. Traté de explicarles que la idea en su origen es antigua y razonablemente buena. Que en la Edad Media se trocaban bienes y servicios en una especie de economía local aldeana que podía incluso declinar el uso del dinero y que sí, había en ello un intento de organización y autorregulación interna de una sociedad en busca de relaciones más justas y acordadas. También hablé de problemas nacidos de esta misma ocurrencia implementada en la sobre modernidad planteada por Marc Augé. En un principio, hace unos años, parecía una buena idea. Intenté recordarles el ejemplo de Napster (sólo uno de ellos parecía haber escuchado de esta iniciativa pionera) y la manera casi utópica en que a principios de los noventa abríamos nuestras computadoras y acervos musicales a cualquier extraño, por el simple hecho de compartir, hasta que la industria insistió en regular el intercambio de aquello por lo que habíamos pagado. Les conté de la precarización laboral que hoy se observa como consecuencia de esa retorcida economía colaborativa que hoy tenemos. Los empleados de estas plataformas (que no son sino otro tipo de usuarios) no reciben un sueldo fijo, ni gozan de las prestaciones mínimas de ley. Tampoco cuentan con una protección por enfermedad o en el caso de un accidente. Quien «trabaja» para estas empresas está completamente desprotegido. Pero eso no se ve. Hoy queremos coche, chofer y entrega de alimentos. Quien lo entregue no importa, mientras sea rápido y lo pedido llegue bien. Mujeres y hombres que navegan anónimamente las calles sin reconocimiento ni posibilidades de crecimiento en el futuro, empleados de entidades abstractas conocidas genéricamente como «Apps». No soy yo quien lo dice; los expertos afirman que cuando en una manifestación económica «colaborativa» alguien comienza a amasar capital (muchas casas y departamentos, muchos autos, muchas motos), ha dejado de ser comunitaria y se enfila al abismo del capitalismo basado en multitudes. Lo mismo que antes, pero utópica y mediáticamente más atractivo.



Pero lleguemos a donde quería. La presentación Powerpoint de la clase (Prof, qué viejito ¿por qué no lo hace en Canvas o Prezi?) mostró de pronto el logotipo de Spotify, esa cosa igualmente abstracta y más o menos parecida a Napster por la que sí hay que pagar, pero sin poseer la música que escuchas; podrás compartir si acaso tus listas, que dices que son tuyas, con la esperanza de ser aceptado y validado por otros, no pocos con reggaetón trunco. Puse el ejemplo de un objeto que muestra por qué miembros de generaciones como la mía somos aún resistentes a ciertos cambios del paradigma “colaborativo”. Este 28 de octubre pasado salió al mercado la versión remasterizada de Revolver, uno de los álbumes más experimentales y creativos de The Beatles. En 1966 fue un disco revolucionario, lleno de tracks inexplicablemente diferentes con influencias sicodélicas y del misticismo de la India. Por primera vez en la historia de Occidente se dio cabida a la música oriental en un disco pop, se criticó duramente el sistema fiscal británico y se utilizaron loops para crear atmósferas sonoras. Todo en una grabadora con cuatro canales y algunas trampas creativas del productor George Martin. Para nosotros, esta reedición es sin duda un acontecimiento, y como lo dije antes, también es posible escuchar cada track de estos 5 cds en Spotify. Ahora es tiempo de que yo pregunte ¿Por qué querría escucharlo en Spotify? ¿qué sería de mi, viejo necio, sin poder poseer y atesorar como en bóveda aquello que amo y admiro? ¿quién me explicaría cada track, paso por paso en el proceso creativo, sino el hermoso libro ilustrado de pasta dura que acompaña el set de Revolver? ¿qué sucedería si como ha pasado antes, entre Spotify y EMI Capitol no hay más tratos? Nos quedaría una nada, y pagada. ¿Cómo podría sentir realmente mío algo provisto en línea por alguien o por nadie, desde su insensible abstracción, sino con un conjunto vejestorio de CDs en mis manos? No temo a la respuesta: Nadie ni nada. En balance, habemos quienes aún gustamos de poseer cosas y gozarlas de manera más que efímera y valoramos la seguridad que hoy lamentan no tener las nuevas generaciones, que se aferran franciscanamente a la inmaterialidad, pero pagando por ella. 

® alberto peralta de legarreta

viernes, 9 de septiembre de 2022

En defensa de nuestra Torta de Tamal

La Ciudad de México es desde hace mucho tiempo una urbe con prisa. Tener la fortuna de trabajar cerca del lugar que uno habita resulta algo difícil, y una buena parte de las personas que ahí residen deben recorrer largas distancias e invertir grandes cantidades de tiempo en el trayecto. Eso sin contar las energías gastadas, que después harán falta al llegar a la oficina, la construcción o la escuela. La lejanía en la Ciudad de México se convirtió en algo de todos los días a partir de la década de 1940, cuando la llegada del concepto de vida moderna con sus ajetreos y horarios establecidos comenzó a ser parte de lo cotidiano. En aquellos años el crecimiento geográfico y poblacional de la capital mexicana se disparó y comenzó a cambiar el paisaje de la cuenca transformada en valle que la albergaba. Con el consecuente auge de la industria inmobiliaria comenzó también el fenómeno migratorio hacia la ciudad, pues la gente del campo percibió a la capital del país como una especie de tierra prometida en la que si bien no fluían la leche y la miel, sí existían fuentes de trabajo y oportunidades de amasar un patrimonio, aunque fuera modesto. Por tanto, los empleos más solicitados en aquella lejana ciudad que aún se debatía entre lo rural y lo urbano los ofrecían las compañías constructoras y las oficinas, que por necesidad reclutaron cada vez más mujeres, obreros y profesionistas.

El nuevo ritmo de la ciudad incluyó obras viales y el inicio de su hoy característico tránsito vehicular. El transporte público más popular de aquellos días fueron los tranvías y los camiones colectivos que iban de la periferia creciente al centro y ayudaban a que la gente se trasladara con eficiencia. Con todo, estos servicios no resolvieron siempre el problema del tiempo y la prisa, que incidió entre otras cosas en la alimentación de los habitantes de la Ciudad de México. Frente a esta nueva necesidad de desayunar o comer fuera del hogar aparecieron  mejores y más portátiles tortas, comidas corridas, cocinas económicas, antojerías, loncherías y taquerías. Estos alimentos callejeros cubrieron ocasionalmente la necesidad básica de saciar el hambre, algunas veces la de nutrir, y las más la de comer «lo más parecido a comer en casa», sin olvidarnos de las que cumplieron la vital misión de proporcionar a sus consumidores energía a un bajo costo. Precisamente en este último rubro se sitúa la célebre torta de tamal, cuyo nombre popular de «Guajolota» deriva de un antiguo tipo de pan de baja calidad llamado precisamente «guajolote». La torta de tamal cubría entonces (y ahora) tres necesidades básicas de una persona en tránsito y con rumbo a sus actividades, sobre todo si éstas estaban relacionadas con la industria de la construcción. Se trataba de un alimento a) Portátil, b) Llenador y c) Proveedor de una considerable cantidad de carbohidratos necesarios para el desarrollo de actividades físicas prolongadas y pesadas. Pero eso no es todo; si tomamos en cuenta que el comensal casi siempre acompaña la Guajolota con un atole (dándole el poético nombre de «Guajolocombo»), y que el tamal está siempre relleno de algo, podría decirse que se trata de un alimento altamente calórico, aunque completo y altamente efectivo en términos de productividad. Para probarlo, veamos a continuación su historia y sus aspectos nutrimentales.

Como toda torta, una Guajolota consta de dos partes básicas: relleno y envolvente. El primero, como resulta obvio, es un tamal de cualquier estilo o sabor. El tamalli (plural tamaltin) es un alimento de origen prehispánico bien documentado en las fuentes tempranas y las crónicas. Se trata de una especie de pan suave y esponjoso hecho con masa de maíz nixtamalizado o tierno, un sustituto de levadura (en este caso cáscaras de tomate verde secas y pulverizadas, o tequesquite) y manteca de cerdo, una aportación de la gastronomía del occidente europeo. Los tamales pueden ser dulces o salados y estar rellenos de prácticamente cualquier cosa. Ya desde el siglo XVIII Don Mariano Veytia, en su Historia Antigua de México, hacía notar que los tamales son «…una comida bien conocida en estos países, y muy usada especialmente por los indios. Son unos pastelillos o cubiletes de masa de maíz rellenos de diversos guisados de carne y pescado en figura de bollo envueltos en las mismas hojas de las mazorcas de maíz y cocidos dentro de una olla de barro sin agua». Efectivamente, los tamales son cocidos a vapor o mediante el uso de un horno subterráneo (conocido como Piib en maya o Ximbó en ñahnú) y pueden rellenarse de guisados de base vegetal o animal, que proveen proteínas. Justo es decir que, de acuerdo con las fuentes, ciertos tamales rellenos de carne y chile solían servirse también en la mesa de los emperadores mexicah durante las fiestas de Huitzilopochtli. La masa del tamal debe cocerse envuelta en totomochtles (hojas de maíz secas) o si se elaboran en zonas costeras, con hojas del árbol del plátano, que fue un fruto de origen asiático traído por los conquistadores después de aclimatarlo exitosamente en África y las islas del Caribe. Los rellenos suelen tener como base carne, vegetales «de la milpa» y chile, alimento clave de la gastronomía mexicana que no sólo sirve como especia, sino que provee tanta o más Vitamina C que un cítrico, además de proteínas y carbohidratos. Con todo lo anterior, hay que concluir que el tamal es un alimento tradicional sabio y completo que incluye grasas, azúcares (en el caso de los de dulce), carbohidratos, proteínas, aminoácidos y vitaminas.



Pasando ahora al Envolvente, debemos referirnos al pan blanco que en México es la característica básica de una torta. El pan de trigo cuenta con una historia muy antigua; se cree que el primer pan fue hecho por el hombre de Neandertal en Europa y que fue descubierto por accidente. En México el trigo y el pan blanco fueron introducidos durante los primeros años de la conquista. Curiosamente, Salvador Novo dice que la llegada del trigo a la Ciudad de México fue también por accidente, pues al parecer uno de los esclavos africanos de Hernán Cortés, de nombre Juan Garrido, descubrió entre los granos de un costal de arroz tres granos de trigo, que sembró en Coyoacán. La consecuencia de esta casualidad fue el inicio del cultivo a gran escala de este cereal y de la industria panadera de México. Coyoacán fue un lugar propicio para instalar molinos de grano por contar con tantas corrientes de agua, y hasta hoy es posible encontrar antiguas muelas de piedra empotradas en fachadas de casas antiguas en Chimalistac y el Barrio del Niño Jesús Tehuitzco. El pan utilizado para la Guajolota es de tipo francés y puede ser de dos tipos: bolillo o telera. Se trata de panes simples, hechos con masa de trigo, levadura, un poco de grasa vegetal, sal y una necesaria dosis de humedad durante la cocción. Es posible que el nombre de «bolillo» le venga por la forma que adquiere la masa al rodarla sobre la tabla, de manera que queda oblonga al centro y con dos salientes redondeadas o «bolitas» a los lados. Como curiosidad hay que apuntar que también se debe a que cierto punto de tejido que termina «en bolita» y que era muy usado para rematar rebozos, se conoce también como «de Bolillo». Finalmente, antes del horneado a la masa del bolillo se le hace una incisión alargada que permite que se «abra» hacia los lados, lo que le da una textura crujiente. Por otro lado, la telera es un pan blanco de forma casi circular; es un pan más esponjoso, suave y de menor espesor al que se le realizan dos cortes antes de la cocción. Este tipo de pan fue durante el siglo XX el más utilizado para hacer tortas, y de hecho por alguna razón era más caro, como parece probarlo uno de los diálogos de la película «El Gendarme Desconocido» en la que Cantinflas se queja en la Academia de Policía de que alguien le robó su torta: «Es que no hay derecho... ¡y era de telera!». Como sea, el pan blanco europeo aportó a la torta de tamal carbohidratos, proteínas, aminoácidos y lípidos, haciéndola más compleja y completa aún.



Tristemente la Guajolota no es en la actualidad muy aceptada por todos los habitantes de la Ciudad de México. Como es natural, los hábitos alimenticios y laborales han cambiado radicalmente a lo largo de las últimas décadas y las personas se han vuelto cada vez más sedentarias. Esto quiere decir que sus actividades físicas se han reducido drásticamente debido a los avances de la tecnología, por lo que en teoría también necesitarían una dieta menos calórica. Esto, sin embargo, no sucede así; la dieta no se ha modificado e incluso ha venido experimentando un incremento de elementos nocivos o poco provechosos para el organismo con la llegada de los alimentos «chatarra» y la imperiosa necesidad de comer fuera de casa, donde antes se preparaban los alimentos de una forma sana y tradicional. Esto es parte de una auténtica paradoja. Cuando pensamos en una sociedad que exige que los cuerpos de las personas sean esbeltos, sanos e incluso atléticos para ser considerados atractivos, entenderemos en parte por qué la torta de tamal es menospreciada y juzgada con dureza. La razón básica de este rechazo, basada en la estética «flaca» que nos rige, es que no se trata de un alimento, sino sólo de un antojo, y dañino además, porque en una forma demasiado simple de ver las cosas, una Guajolota con atole no es más que masa de maíz envuelta en masa de trigo, acompañadas de masa líquida. Es una forma simple de verlo porque ignora la historia de este alimento y no toma en cuenta que, si bien aporta más calorías que las que realmente gastamos en nuestro actual sedentarismo, con el tiempo ha sido sustituido por infinidad de alimentos más «aceptables» (por tener envoltura plástica y hermética, «dosificar» los nutrientes y contar con fecha de caducidad y el respaldo de una marca conocida) pero que en suma aportan la misma energía. A este tipo de alimentos industriales que se consumen en centros de trabajo y educación para paliar el hambre, esta sociedad con prisa les ha concedido inexplicablemente confianza y propiedades nutritivas. Y esto no deja de resultar extraño, pues en el caso de los alimentos light la misma sociedad pondera su supuesto valor no-nutritivo.

Más arriba, al hablar de las propiedades «llenadoras» de una torta de tamal, se dijo que su razón de ser era cubrir los requerimientos de una actividad pesada, que si bien sigue existiendo en la ciudad (albañiles, obreros), hoy ya no es el común denominador. En nuestros días, sin embargo, seguimos comiendo casi la misma cantidad de alimentos, como si las actividades que desempeñamos fueran las mismas de mediados del siglo XX. Cambiamos lo tradicional por lo socialmente aceptable aunque resulte igualmente calórico; los restaurantes de comida rápida ofrecen desayunos completos y, según dicen, balanceados. Si uno tiene curiosidad, notará que pagar unos cincuenta pesos (2 dls.) por desayunar institucionalmente provee casi los mismos nutrientes (y a veces, desde luego, más) que una torta de tamal con atole, cuyo precio es de sólo veinticinco o treinta pesos (1.5 dls.). Sucede simplemente que la Guajolota ha sido satanizada por la moda y la sociedad como un alimento «de gente pobre o baja», mientras que la comida rápida y prefabricada ha sido ensalzada como aceptable, higiénica y, en suma, mejor y más aceptable.

La invitación es, pues, a comer tortas de tamal sin que hacerlo resulte algo doloroso o culpabilizante. La Guajolota es una prueba del mestizaje cultural de nuestro pueblo, un alimento completo capaz de conciliar lo que nunca antes se pudo: a dos cereales rivales y dos culturas a las que no les quedó de otra que formar un complejo engranaje culinario e identitario. Tal vez la torta de tamal, pieza clave de la gastronomía histórica de la Ciudad de México, merezca la oportunidad de permanecer y ser digna de nuevo.

® Alberto Peralta de Legarreta