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jueves, 3 de agosto de 2023

El largo camino hasta nuestro pan dulce

¿Qué clase de vida sería la nuestra sin un pan en el horizonte? ¿Sin un pan qué partir y compartir en la mesa? ¿Sin una dulce pieza individual sacada con ilusión de su bolsa de papel de estraza, recién llegada de la panadería, al caer la tarde? Viviendo en México, probablemente una muy mala. El pan de harina de trigo llegó a América en el siglo XVI no sólo para quedarse, sino para multiplicarse y ser paulatinamente apropiado hasta representar un rasgo gastronómico identitario. Quién iba imaginar que aquel cereal invasor y rival, protegido por la negada deidad grecolatina Deméter-Ceres y luego puesto en valor y re significado en Occidente por un hombre-dios semítico, tendría los arrestos para enfrentar la fortaleza de las deidades mesoamericanas del maíz y ganar un lugar en el resentido paladar de los conquistados. Pocos años después, gracias a un empate cultural que sólo se puede entender en términos mexicanos, los panes de dos mundos distantes quedarían hermanados en la mesa bajo el mismo vocablo: Totlaxcal, nuestro pan, nuestra tortilla.



¿qué mayor empate cultural que una mesa servida con tortillas y pan?

La primera vez que los mesoamericanos vieron o probaron un pan lo hicieron gracias a la harina que llegó como parte del matalotaje –provisión de comestibles para tripulantes y pasajeros– en las bodegas de los barcos invasores (Martínez, 2013). Aquella harina traída de la Península Ibérica servía a los cocineros de a bordo para hacer gachas y espesar pucheros (Esteban, 1986), pero es probable que de manera temprana fuera utilizada para elaborar pan en las costas del Golfo de México. El cronista Francisco López de Gómara anotó en su obra que poco tiempo después de la caída de Tenochtitlan, un esclavo negro de nombre Juan Garrido tuvo la fortuna de hallar unos cuantos granos de trigo entre el arroz contenido en unos bultos, mientras laboraba para Hernán Cortés en Coyoacán. Se dice que llevó las semillas al terreno que habitaba y que las sembró con más o menos buenos resultados (López de Gómara, 2000). Aquellas primeras espigas novohispanas terminaron multiplicándose y con el tiempo le ganaron a Garrido su libertad y una de las primeras cédulas reales que le permitieron ejercer el importante oficio de panadero. Sin embargo, la recepción inicial al trigo invasor no fue tan buena como hubiera podido esperarse. Debido a que en Mesoamérica todo giraba en torno al maíz resulta difícil imaginar una pronta aceptación del cereal de los conquistadores, al cual los nativos por mucho tiempo no lograron encontrarle un sabor o una textura agradable o siquiera comprensible. No lo querían “ni regalado” (Suárez de Peralta, 2009). La guerra de los granos llevó a muchos pobladores originarios a incendiar los trigales de los españoles, acción vandálica que efectuaban por la noche, al resguardo de la oscuridad, justo cuando por su parte el conquistador Nuño de Guzmán se esforzaba en construir el primer molino de harina a la vera del Río Tacubaya. 


En defensa del maíz, de noche ardían los trigales de los invasores 

Aquellos primeros panes novohispanos debieron ser hogazas semiesférica al estilo medieval, semejantes a las que hoy llamamos “rústicas”. Los panaderos novohispanos laboraron bajo reglas estrictas y la vigilancia de un organismo conocido como La Fiel Ejecutoria, que en el caso del pan dictaba y vigilaba las medidas estándar relacionadas con el peso, la forma, el precio y el tipo de harina utilizados. La supervisión de las panaderías se realizaba en la Nueva España con la intención de evitar los fraudes y el abuso de muchos panaderos y expendedores, pues existían varios tipos de pan, accesibles para distintas clases sociales, y esto abría la oportunidad de hacer no pocas trampas (García Acosta, 1989). Ya en las primeras décadas tras la conquista el problema era patente, pues Fray Bernardino de Sahagún hace notar en su obra que panaderos los había buenos y malos. Quien ejercía adecuadamente el oficio “sabe cernir la harina y amasarla y sobarla, e hinchir los panes y leudarlos, y hacer tortas y meter en el horno, y cocer bien el pan; y el pan que vende es blanco, bien cocido, tostado a las veces quemado o moreno… es sabroso, suave y dulce”, mientras que el mal panadero “vende trigo ruin, menudo, vano y podrido, mohoso, y que tiene neguilla, y helado, y el trigo bueno lo revuelve con el que es ruin, y con el vano y mal sazonado, y comido de gorgojo” (Sahagún, 1987). A aquellos panes novohispanos los distinguía el tipo de harina utilizado para su confección, el sello o pintadera del panadero y su precio, de modo que en un expendio uno podía encontrar panes de trigo candeal (“blanco de flor de harina” o “pan floreado”, bien molida y blanca como la nieve) y pan baxo (después pan basso y pambazo) cuyo color oscuro acusaba una masa de origen humilde, multigrano y rica en cascarillas, como la de las cemitas (o “acemitas”). Resulta curioso notar que en un primer momento los despreciables panes “integrales” formaban parte exclusiva de la dieta de los pobres y los panes blancos de la de los ricos, pues siglos después los roles cambiarían radicalmente dejando el prestigioso pan blanco a la disposición de quienes menos tienen y el multigrano (con precios a veces ridículamente excesivos) a las clases altas que con él buscan “retornar a lo sano y lo natural”.


La hogaza rústica morena, hecha con harina multigrano, fue el pan de los pobres. El pan de miga blanca, de harina de trigo candeal, para los afortunados


Los siglos novohispanos vieron al pan reinventarse día con día, unas veces bebiendo de fuentes tradicionales europeas y las más moldeándose al ritmo del mestizaje y las exigencias de los paladares barrocos. Al interior de los conventos femeninos comenzó a desarrollarse la repostería casi al mismo tiempo que en las calles clientes cada vez más exigentes requerían a las panaderías innovaciones en sabor y forma de los panes, conocidos ya por entonces como “frutos de horno”. Como ejemplo, pueden citarse algunas recetas de lo que la mitología oficialista ha atribuido a Sor Juana Inés de la Cruz (Lavín, 2010), mismas que aparecen en un supuesto recetario del convento de San Jerónimo (siglo XVII). En torno a aquella mítica panadería de la Décima Musa nombraremos los buñuelos (un tipo de pan frito de trigo) de viento y de queso, además de otras delicias monjiles auspiciadas por el patronato de los hoy injustamente olvidados San Diego de Alcalá y San Honorato (Sellner, 1994), entre las que se cuentan “pastillas de boca, ricas y de olor” (pequeñas galletas), alfajores heredados de la cocina árabe andalusí, mamones y marquesotes. No es posible poner en duda, por tanto, que la panadería mexicana, con su característica variante dulce, tiene sus raíces firmemente ancladas en tiempos previos a la Independencia. 


Los buñuelos vieron la luz al interior de conventos y casas pudientes. 


Sin embargo, no fue sino hasta el siglo XIX e incluso el XX cuando la panadería mexicana adquirió sus formas propias y comenzaron a aparecer muchos de los panes dulces que hoy definen nuestros desayunos, meriendas y cenas de manera casi indispensable. La imaginería artesanal y la creatividad de panaderos y consumidores dotó a los panes de una identidad propia, caracterización algunas veces relacionada con su forma, otras por el uso pícaro del lenguaje y unas más por su connotación cultural (Navidad, ferias, Muertos y Reyes). Al tiempo que se tomaban en préstamo panes de origen francés y español (como los croissants/cuernitos y las palmeras/orejas) comenzó el fenómeno de apropiación o hurto cultural que habría de incorporarlos a la naciente gastronomía de la nación. Emergieron entonces infinidad de panes locales con nombres que movían a la risa apelando a ciertas personas o a sus defectos (“pelones”, “pecosas”) y se apoyaban en la metáfora (“besos”, “nubes”) para comunicar su sabor. Sus figuras, colorido, ornamentación y textura se vieron reforzadas por la inclusión de ingredientes como las grageas, el azúcar coloreado y la novedad del azúcar glass, con el que se logró el acabado fondant en panes como los espejos, los ochos y los nueves. Aquel universo infinito de panes se logró con varios tipos básicos de masa: la de bizcocho (para conchas y panes esponjados), la de levadura en polvo (para galletas y polvorones), la de panqué o mamón (para “chinos”, pasteles y mantecadas), la apastelada o “paloteada” (para ojos de buey y almohadas) y la masa feite u hojaldrada (para banderillas, volovanes, campechanas y corbatas) (Iglesias, 1982). Panaderías y panaderos callejeros expendían a casi cualquier hora del día sus productos, y mientras esto sucedía, un cierto tipo de establecimiento comenzó a emerger como producto de la envidia popular al intelectual y elitista café de los ricos: los cafés de chinos, personajes traídos al país para construir vías férreas que terminaron (aparte de lavando y almidonando ropa como nadie) cocinando enchiladas y otras especialidades mexicanas que supieron bañar con “cafés lecheros” y una amplia gama de panes dulces de inspiración propia como los “panqués chinos” y otros más, tomados de la moda francesa vigente, como los bísquets. La influencia de esta comunidad asiática en la panadería dulce de finales del siglo XIX y principios del XX fue tan grande que incluso es posible que el más tradicional pan dulce mexicano, la “concha”, haya sido de su invención, pues el uso de la cobertura tradicional elaborada con manteca y azúcar ha sido documentada en la panadería cantonesa sin que se sepa a ciencia cierta si esa localidad china fue destino o lugar de nacimiento. En México comer pan dulce es una faceta entrañable de la gastronomía y no parece importar cuál haya sido su origen, si fue creado en ambientes sacros o profanos, si su abuso produce placeres culposos y males o si, envalentonado por nosotros mismos, se atreve a ponérsele al brinco incluso a nuestra sagrada tortilla.



®alberto peralta de legarreta