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jueves, 5 de diciembre de 2019

La lengua de los pájaros

Hace unos cuantos siglos las personas se hacían muchas preguntas -como hoy- sobre el universo, su origen y su misterioso funcionamiento. Diversos mecanismos para darles respuesta se pusieron en marcha: el empírico, el religioso, el de la elucubración, el de la imaginación, y muy recientemente, el de la Ciencia.  La edad media, una etapa histórica donde dejar de lado el ambiente religioso predominante y la confrontación con el modelo islámico resultaría ocioso, proveyó interesantes tesis y ocasiones para argumentarlas. Una de las preguntas de aquellos días tenía que ver con la creación del mundo y lo que lo rodeaba. Cristianismo, Judaísmo e Islam estaban de acuerdo en que había sido creado por Dios, y siguiendo la tradición de las escrituras, de la divinidad habían brotado palabras que se materializaban según su deseo. Esto quiere decir que la voz de Dios ordenaba verbalizando y el resultado era la sustantivación.


Pero ¿En qué lengua había hablado Dios cuando creó el universo?


El cuestionamiento podría parecer banal, pero no lo era en absoluto. Quien probara su tesis establecería su preponderancia o jerarquía sobre los demás. Por un lado, los hebreos podían afirmar que Dios había hablado en arameo, puesto que aquella era la lengua del pueblo elegido y los antiguos textos sagrados venían de una tradición oral aramea. Los cristianos, que bebían del mismo libro sagrado, habrían podido concordar con ello, pero en definitiva el arameo no era su lengua, y por ello afirmaban que Dios había hablado en griego o en latín, las lenguas cultas de Occidente en las que se habían vertido con tanta dignidad la Torá y el Nuevo Testamento desde el siglo IV e incluso antes. Los árabes islámicos, por su parte, no dudaron en afirmar que Dios había hablado en árabe, pues si el sagrado Corán había sido dictado a Mahoma su bella lengua, era sin duda porque aquel era el idioma nativo de Dios. El problema fue el hecho insoslayable de que antes de la creación del mundo no existían ni hebreos, ni cristianos ni árabes. ¿Cómo, entonces, podría haber usado Dios alguna de aquellas lenguas, nacidas todas del libre albedrío que días después otorgaría a los humanos?

Los teólogos debatieron arduamente sobre este y otros asuntos de capital importancia. El lenguaje utilizado por Dios debía haber sido uno de carácter universal, por todo y por todos comprensible. Los árabes, con un poco de la geometría euclidiana que habían rescatado en sus manuscritos y con base en el dogma de que Dios no puede ser representado, propusieron –o convalidaron, porque una idea semejante ya germinaba en Occidente– que Dios era un geómetra y que su lengua creadora habían sido las matemáticas. Su voz y palabras habían sido números, ecuaciones y progresiones, y éstas se habían tornado en objetos materiales con orden, concierto y perfección. El arte cristiano no dudó en representar a Dios con escuadra y compás en las manos, mientras que el Islam se inclinó por el perfeccionamiento de los diseños geométricos que representaban la estructura de lo creado y el Judaísmo se enfocaba en la optimización de una hermenéutica propia, la Qabbalah, es decir,  el desciframiento e interpretación matemática de las escrituras.


Pero había otras escuelas subyacentes de pensamiento. La Alquimia tenía ya algunos siglos tratando de establecer una vía alterna hacia el conocimiento y bebía de todas las fuentes y enfoques posibles. Para un alquimista la existencia de Dios era indubitable, pero los pensamientos de la divinidad, así como su quehacer creador, parecían claramente fuera de todas las posibilidades de la comprensión humana. Afortunadamente para ellos el segundo precepto de la Tabula Smaragdina, que dice “Lo que está abajo es como lo que está arriba, y lo que está arriba es como lo que está abajo”, les permitía intuir que lo desconocido "de arriba” (lo inmaterial, las ideas, lo intangible) tenía su representación o presencia en lo “de abajo”, y que por tanto el conocimiento del universo era verdaderamente acequible aun en nuestra realidad. Los alquimistas escribieron múltiples tratados que ponen en evidencia su ardua búsqueda de la verdad y el conocimiento –la Piedra u Oro Filosofal– que algunos iniciados como Santo Tomás y su maestro Alberto Magno no dudaron en identificar con Dios. Aquel conjunto de conocimientos y sus desiguales métodos, cuya posesión provocaba codicia y generaba no pocos peligros para la Fe, no estuvieron al alcance de todos. 



Por ello fueron cifrados en libros de procedimientos, cuyos autores echaron mano de simbologías planetarias, zodiacales, cabalísticas y matemáticas, además de múltiples alegorías, para registrarlos y asegurarse de que sólo los ojos iniciados fueran capaces de comprenderlos y valorarlos. En el argot alquímico, aquella manera críptica de hablar y escribir fue conocida como “La lengua de los pájaros”. Se trataba de un lenguaje bello, sí, por sus objetivos, armonioso por su apego a las matemáticas y la proporciones en los procedimientos que describía, pero misterioso y en muchas formas divino. El resultado fue la idea de que al crear el universo Dios había hablado en Música, disciplina y arte que se derivaba de las más puras matemáticas.

En el origen Dios había cantado sus deseos creadores, y la creación se había materializado al ritmo de sus artísticos pensamientos. En consecuencia, durante el barroco y después del Concilio de Trento la música alcanzó en Occidente un lugar legítimo en la representación de la compleja obra  y procedimientos de lo sagrado. El universo y sus invisibles engranajes, conocidos entonces como la Música de las esferas, se movían al ritmo melódico y el acompasado ritmo de un metrónomo divino, y de acuerdo con el principio alquímico, los designios misteriosos de aquella música sagrada yacían, escondidos aunque descifrables, en la armónica inocencia de las voces de los pájaros.


apl, diciembre 2019

jueves, 10 de octubre de 2019

Personas, ciclos, alimentos

El ser humano siempre ha tenido curiosidad por el momento primigenio en que las cosas y los seres comenzaron a existir, preguntándose si todo permanecerá o deberá finalizar algún día. En su búsqueda de explicaciones pronto descubrió el comportamiento cíclico del cosmos y el mundo que habitaba, para lo cual desarrolló una compleja ritualidad que le permitió conmemorar y reproducir los momentos fundacionales del mundo o de su sociedad. El festejo del inicio o el final de los ciclos naturales o culturalmente construidos le sirvieron al hombre para tener identidad y fundar maneras únicas de interpretar el mundo, en busca no sólo del origen, sino de la permanencia. 

Apenas las personas adquirieron conciencia de sí mismas y se sintieron parte del mundo que lleno de misterios les rodeaba, comenzaron a percatarse de que todo en la naturaleza tenía un comienzo y un desenlace. Notaron que su propio cuerpo sufría profundos cambios con el transcurso de imparables y predecibles –aunque quizás no eternos– amaneceres y noches estrelladas. Que los frutos y las plantas que lo alimentaban no siempre estaban disponibles y que los grupos de animales aparecían y desaparecían del territorio sin una explicación aparente. Que las aves un día volaban hacia el mediodía y que la luna se llenaba poco a poco en el cielo, embarazándose más y más a lo largo de veintiocho puestas de sol, para finalmente parir una ausente luna nueva. Que el sol en ocasiones les permitía tener sombras largas y en contadas ocasiones se las robaba totalmente al pasar por la parte más alta del cielo. Sin embargo, con el paso del tiempo las personas se dieron cuenta de que este comportamiento cíclico de la naturaleza, de sus propios cuerpos, resultaba predecible y mesurable. Notaron que, como ellos mismos, los cereales debían envejecer y en el proceso llenarse de la sabiduría que no tenían sus versiones tiernas y maduras, para poder transmitir su conocimiento a una nueva generación de plantas nutritivas. 

Gracias a una constante observación e interacción con el mundo, el género humano comprendió también lo pasajero de su vida y se enfrentó, no sin inconformidad, a la certeza de la muerte. La percepción de un universo que se manifestaba en lapsos le permitió crear los primeros calendarios basándose en los 365 días que el sol necesitaba para amanecer de nuevo en un mismo sitio después de haberse paseado con majestad por el horizonte montañoso. Este paseo lleno de misterio aumentaba y disminuía la duración de los días con tal exactitud que pronto fue posible establecer el orden de las estaciones y los cambios climáticos asociados a ellas. Resultó notable que con el dinamismo del aspecto del mundo los alimentos también se modificaban, y con ello las comunidades establecieron las temporadas, decidiendo culturalmente qué comida era apta para cada momento del año o los procedimientos necesarios para purificarla y hacerla digna. La capacidad de predicción e interpretación de estos eventos desembocó en una arraigada ritualidad que pronto habría de convertirse en religión, de manera que el ser humano, conocedor de los fenómenos del mundo aunque incapaz de descifrarlos por completo, intentó re-ligarse con la divinidad, que seguramente poseía todas las respuestas y no hacía sino manifestarse en lo que había creado.

La circularidad del acontecer (nuestra palabra año proviene del latín anus, anillo) marcó la relación del hombre con la tierra. Ya sea dando por hecho que era por derecho dueño de ella –como en Occidente– o sintiéndose hijo o parte de la tierra como en las sociedades mesoamericanas, los ciclos naturales o culturalmente implementados, como la invención misma del tiempo, se convirtieron en una manera de simbolizar la armonía con la naturaleza y el ritmo de la vida con su nacimiento, formación, madurez y declive, aspectos que afectan tanto al individuo como a sus sociedades. La celebración reiterada del inicio y fin de estos ciclos sirvió al hombre como una manera de honrar a lo desconocido o de prolongar la existencia misma del mundo. La divinidad parecía hacerse presente en lo creado para marcar esos momentos, haciendo que el tiempo mítico que habitaba irrumpiera esporádica y súbitamente en el tiempo profano del mundo y así hacer patente su existencia. Era aquel el momento para que las personas intentaran propiciar las cosechas orando por la prosperidad de una estación, rogando por la llegada de las lluvias o trabajando en conjunto con la tierra en busca del reverdecimiento y fructificación de los campos.



El inicio de un ciclo anual requiere en muchas sociedades de una celebración comunitaria en la que se haga visible el conocimiento inconscientemente compartido de que un año no es sino el reflejo de la infinita circularidad del cosmos. El año simboliza la muerte, la permanencia y la eternidad al mismo tiempo . La celebración es por tanto la manera en que el ser humano reconoce y vuelve cíclicamente a su origen, festejando el momento de su creación y expresando su deseo de vivir. Para cada una de las festividades ligadas al inicio o final de un ciclo, el hombre desarrolló rituales en los que la convivencia alrededor de los alimentos, así como el acto de compartirlos en comunidad, fueron siempre un requerimiento básico. En el año nuevo cristiano los comensales consumen cada uno doce uvas, símbolo de los meses por venir, vida, sabiduría, abundancia y completitud, mientras que en un cumpleaños lo que suele hacerse es partir y compartir un pastel cubierto de dulzura y coronado con fuego, elemento que cumple un papel purificador como símbolo de amor y de conocimiento inspirador. La fiesta de Rosh Hashaná o año nuevo judío celebra el momento en que fue creado el mundo; se trata de un acontecimiento colectivo de gran introspección en el que se valora lo que fue recibido y lo que se recibirá. Los alimentos consumidos en esta fiesta simbolizan a la comunidad, el perdón, el recuerdo aleccionador de la historia y el agradecimiento por los frutos de la tierra.

Otros grupos humanos celebraron el inicio de sus ciclos anuales fortaleciendo a la tierra al ofrecerle trabajo y vida. Tras las celebraciones mexicas del Fuego Nuevo, la totalidad de las personas se recogían en sus casas durante los cinco días aciagos (sin veintena), extinguían todos los fuegos y se reunían en la fría oscuridad de las primeras noches de febrero. Todos los utensilios e imágenes de barro en cuya factura hubiera intervenido el fuego, elemento masculino ordenador del cosmos, eran desechados, quebrados y hundidos en las aguas del lago, reintegrándolos así a la tierra femenina que les había dado materia. Los fogones dejaban de producir comida y se ayunaba para dignificar el cuerpo, dejándolo apto para la nueva aparición del sol, que iniciaba así una nueva atadura de años llamada xiuhmolpilli, un ciclo completo en cuyo inicio los calendarios solar y venusino coincidían como sólo podía suceder cada 52 años. Después, el fuego nuevo que los sacerdotes habían encendido en una montaña cercana mediante el sacrificio de una persona en una única hoguera eran llevado con antorchas hasta cada barrio y rincón de la ciudad hasta llegar a cada casa para volver a dar calor, vida y alimento a las personas una vez garantizada ritualmente la salida del sol que daría inicio a un nuevo ciclo y seguiría comunicando vida al mundo.

Como los anteriores, muchos otros rituales cíclicos alrededor del mundo tuvieron la función de propiciar la agricultura, la transformación de alimentos y la comensalidad, que es la manera en que cada grupo humano decide compartirlos. El ser humano es responsable como civilizador del mundo de darle reconocimiento a lo desconocido y mediante la ritualidad fundar lazos emotivos y culturales entre sus miembros a través de representaciones reiteradas de los mitos que les dieron rostro a sus sociedades. Cada vez que conmemoramos la llegada de la primavera o festejamos a la Virgen de Guadalupe, celebramos la pascua o ayunamos durante el mes sagrado del Ramadán, los humanos recordamos nuestros orígenes, el momento en que para nosotros todo comenzó, y aspiramos a ser bendecidos con la continuidad aunque no sea eterna. Cada vez que alguien comparte alimentos durante la navidad o en la cena de Thanksgiving, lo que hace es conmemorar sus inicios y honrar el momento lejano en el tiempo en que su linaje o identidad nacieron de la tierra, para con suerte no dejar de existir. Y hay pocas cosas más humanas que el deseo de alcanzar la eternidad.

®alberto peralta, 2019

sábado, 31 de agosto de 2019

Génesis y construcción del paladar nacional mexicano

En 1821 la nación mexicana apenas comenzaba a ver la luz, pero para que diera sus primeros pasos conscientes como país, faltarían aún décadas. Corrieron aquellos primeros años tras la revolución de Independencia, pero aquella algarabía inicial y esa buena noticia tan palpables en el altiplano (aunque desconocidas en detalle en las provincias) hubieron de esparcirse lentamente por el recién ganado país. Esto se dio gracias a parsimoniosas diligencias que rodaban a tumbos por los caminos reales, a gacetas y periódicos, a bandos colocados ex profeso en muros de pueblos y ciudades y a las crónicas de viajeros que, a manera de juglares en ejercicio de su mester, solían transportar las noticias y difundirlas en territorios cuyos habitantes apenas estaban enterados de lo sucedido. 

Muchas de esas personas habían pasado inopinadamente de novohispanos a mexicanos, y aunque con toda probabilidad y justicia ya tenían tiempo de hacerse llamar así a consecuencia del uso reiterado de la palabra México en la cotidianidad y el proyecto jesuítico criollista que comenzara en el siglo XVI, es poco probable que supieran lo que significaba realmente ser mexicano. Porque el México de las primeras décadas del siglo XIX presenció el fin de una guerra y la expulsión de sus opresores de siglos, pero es justo decir que ni la nacionalidad ni la identidad mexicanas se ganaron de inmediato –y en forma general– tras los sucesos libertarios; todo proceso cultural identitario pertenece al campo de la larga duración. México fue oficialmente México tras la abdicación de Iturbide al primer imperio y la promulgación de la Constitución de 1824, pero en ese entonces apenas comenzaba a prosperar, tras una lógica imposición, los primeros símbolos patrios con misión nacionalista y homogenizadora. Primero fueron los colores del estandarte de las tres garantías, que con buena probabilidad tuvieron como origen la simbología masónica de la transmutación alquímica y posteriormente fueron traducidos de una manera romántica en “Religión, Independencia y Unión”. Finalmente, mediante algo parecido a un ejercicio poético bastante cursi, la tríada nacional de colores se convirtió en “Esperanza, Pureza de la Fe y Sangre derramada por los héroes”. Sería mucho más tarde, mediante un artilugio editorial pletórico de nacionalismo posrevolucionario, que la bandera tricolor adquiriría finalmente un significado gastronómico-histórico-identitario al desarrollarse la leyenda culinaria de que esta gama de colores se había establecido en los chiles en nogada en honor de Agustín de Iturbide, así como en otras especialidades como el pozole, el guacamole y la salsa pico de gallo, cuyas recetas, tal como las conocemos en la actualidad, no aparecen en ningún recetario del siglo XIX. Otros símbolos con significado cambiante ayudarían con el tiempo a moldear y establecer la identidad y el carácter de lo mexicano.Tal fue el caso del águila y la serpiente, tomadas de una antigua profecía autocumplida del pueblo mexica, y la Virgen de Guadalupe, que en 1895 y tras un añejo periplo para probar su aquiropoyesis, milagros e historicidad, fuera coronada y convertida también en símbolo patrio, esta vez a nivel continental.

A pesar de que México había dejado de ser sólo una idea de nación que se había tornado en país al hacerse de un territorio, este se hallaba conformado por múltiples geografías, ideales e identidades micronacionales. El nombre de México era por entonces sólo el símbolo de un proyecto unificador en el que algunas regiones trataban de sobresalir y establecer sus potestades en el ámbito de la construcción de lo nacional. En el campo de lo gastronómico, ya desde el siglo XVIII algunos formularios manuscritos habían comenzado a establecer primitivas territorialidades y pertenencias nacionales al declarar derechos y denominaciones no sólo como parte de sus títulos editoriales, sino en el nombre de algunos platillos, cuya fama era ya, como el sol en las monedas, imposible de impostar o tapar con un dedo. Tal es el caso de un curioso “Arte Nuevo de cocina y repostería acomodado al uso mexicano” impreso en Nueva York en 1828[1], el “Novísimo arte de cocina… dedicado a las señoritas mexicanas” (1831), el primer recetario impreso en México en 1831 con el nombre del recién nacido país ambiguamente sugerido en la portada[2]y el libro de la Nueva Cocinera Mexicana de 1841. 


Fue así como se trasladaron desde la oralidad y de otros formularios (gracias a relaciones cuyos mecanismos aún no quedan del todo esclarecidos) recetarios como el Arte de cosina según el uso de la provincia {de Oajaca} año de 1829 y el Libro de cocina de D. José Moreda, año de 1832[3]perteneciente también, al menos en apariencia, al área de Oaxaca


Resulta de particular interés señalar que en este último recetario manuscrito el proceso de construcción de lo nacional en los platillos se observa no a niveles institucionales o editoriales, sino como emanación del espíritu patriótico de un civil. En el libro de José Moreda encontramos una fórmula para el “Manjar nacional” (receta No. 169), que provee un procedimiento para una especialidad bastante común en la mayoría de los recetarios novohispanos. Se puede decir que la fórmula parece copiada o “promediada” de diversas fuentes, pues en él no se perciben aportaciones ni intenciones de innovación. Sin embargo, fue precisamente en esa entrada del libro de cocina donde una mano diferente escribió un escolio –sin que exista la certeza de cuándo, aunque la caligrafía parece indicar una artificiosa intervención tardía–que eleva arbitrariamente el manjar a los altares nacionales. Marcándolo excepcionalmente con un asterisco entre paréntesis[4], un gozoso y emocionado patriota agregó la leyenda “Por decreto del Supremo Congreso Nacional”.  



Más tarde, en el tercer cuarto del siglo, se imprimió La cocinera Poblana o el libro de las familias, cuyo título pondera con claridad una cocina de tintes regionales. Del mismo modo, muchas microidentidades asoman en los recetarios de finales del XVIII y principios del XIX. Algunos moles prietos de clara inspiración oaxaqueña aparecen con sus recetas y procedimientos en formularios manuscritos presuntamente en San Luis Potosí[5]; un manjar blanco se transforma en “manjar real de San Juan del Río” en el Recetario de Dominga de Guzmán[6], del Estado de México; una sopa de pan adquiere derechos veracruzanos[7]en La cocinera poblana o el libro de las familias, mientras en diversos documentos el mole de guajolote ganaba terreno y poco a poco se convertía, por derecho propio, en poblano. Sin embargo, las denominaciones de origen de tipo nacional aún no se atrevían a aparecer del todo. En algunos recetarios del siglo XIX se escribieron breves apartados de “cocina mexicana”[8]–generalmente asociada a la comida popular de los antojitos elaborados con maíz y frijol– pero ningún platillo alcanzó con claridad el título de mexicano (quiero decir, “nacional”), sino tan sólo a usar el tímido y afrancesado epíteto de “a la mexicana”, como sucede con la “asadura llamada Gandinga”, y otra asadura más, “a la mexicana” que se pueden consultar en “La cocinera poblana o el libro de las familias”. En ese mismo manual aparece un Clemole mexicano (¿acaso alguno no lo era ya, por lógica y derecho?), un asado de guajolote a la mexicana, unos nopales navegantes mexicanos, y una olla podrida mexicana cocido veracruzano. De manera por demás curiosa se observan, en el mismo manual, platillos cuyos nombres acusan con claridad la admiración o influencia de cocinas con características regionales, nacionales e incluso étnicas: abundan platillos de las culinarias alemana, polaca, holandesa, turca, cubana, peruana, limeña, española, valenciana, catalana, italiana, napolitana, milanesa, portuguesa, leonesa, sevillana, francesa y provenzal, además de lo oaxaqueño, lo toluqueño y lo veracruzano. Y más controversial aún el hecho de que en este manual aparezca una especialidad denominada como “a la judía” en la que los menudillos de guajolote resultan inexplicables por tratarse de impuras menudencias, así como la utilización de abundante manteca de cerdo. En este caso, tanto ingredientes como procedimiento acercaban al platillo a lo pobre y, mejor dicho, a lo mexicano.

Lo mexicano a nivel nacional tardaría en llegar, principalmente porque requería usuarios que hubieran aprendido a decodificarlo homogénea y adecuadamente. Si hoy en día se hace un balance de lo que significa que una preparación culinaria se haga “a la mexicana”, tres cosas se antojarán básicas o necesarias para un platillo salado: el chile, la cebolla y el jitomate (opcionalmente, el ajo y la manteca), una tríada que sugiere la identitaria cromática trigarante y aporta sabores característicos a caldillos, moles de olla, salsas y arroces. Para lo mexicano dulce parecen indispensables la canela y el piloncillo o el azúcar –si el asunto es de pobres o de ricos– y si aplicamos el criterio del uso de la tríada para lo salado, hallaremos que en manuales como el de “La cocinera poblana” muchos platillos se encaminaban ya con corrección hacia el ámbito de lo nacional, aunque no todos tuvieron el valor para llevar a México en su nombre. El reconocimiento de la mexicanidad de un plato se debió también al uso de procedimientos culinarios tradicionales, como el de la barbacoa, que en el caso del “Cocinero Mexicano de 1831” requiere –para llamarse mexicana y distinguirse de la africana– de pencas de maguey u hojas de plátano y piedras (en vez de cáscara de coco y guijarros), además de la consabida salsa de jitomate. En ese mismo recetario encontramos relleno mexicano, albóndigas mexicanas, patos asados al estilo mexicano (sin jitomate), sopa a la mexicana (sin jitomate ni chile, pero sí leche y canela) y mostachones a la mexicana. Pareciera que, dada la ausencia de los adjetivos “mexicana” o “a la mexicana” en los recetarios conocidos anteriores a la Independencia, el fenómeno de identificar orgullosamente lo local fuera un acompañante de los ideales políticos post independentistas hacia la construcción de lo nacional, que de algún modo fomentaron el reconocimiento y la perpetuación del gusto popular y lo tradicional en la cocina. Había dado inicio la construcción ideológica del paladar mexicano, y el resto del siglo XX quedaría abierto para apropiarnos totalmente de ella.


® apl 2019



[1]El recetario fue impreso en Nueva York por los conocidos impresores y libreros Lanuza, Mendía y Co. Quienes durante la segunda mitad del siglo XIX editaron libros españoles o de otros países (tratados políticos y letras creativas) vertidos al castellano, sin que por ahora sea posible saber qué libro usaron como base para la publicación de su recetario ni por qué decidieron incluir la frase “al uso mexicano” en el título, utilizando la xen lugar de la tradicional jpara escribir el nombre del país. 
[2]Me refiero aEl cocinero mexicano ó colección de las mejores recetas para cocinar al estilo americano, publicado en 1831. El título es ambiguo, pues no se refiere propiamente a la cocina mexicana, sino al cocinero que pudiera desarrollar su actividad en el país o en América misma. Por su parte, José Luis Juárez López advierte en su Engranaje culinario(p. 64) que “al principiar el siglo XIX la cocina seguía siendo colonial, en el sentido de que no se había alterado, por así decirlo, su propia dinámica. Sólo emergería una propuesta diferente en este campo con la publicación de manuales de cocina, pero inclusos éstos seguirían presentándola”.
[3]Entre muchos otros, de los que ya se ha ocupado minuciosamente Juárez López, en su Engranaje Culinario.
[4]Es en pormenores como este cuando una adecuada información sobre las tintas, o una buena fotografía del documento sería de gran ayuda al colegir la temporalidad de las intervenciones.
[5]Libro de cocina de la gesta de Independencia. Nueva España, 1817. Conaculta, Colección Recetarios Antiguos,México, 2002.
[6]Recetario Mexiquense de Dominga de Guzmán, Siglo XVIII, Conaculta, Colección Recetarios Antiguos, México, 2010.
[7]La cocinera poblana o el libro de las familias, Octava edición corregida y aumentada de 1913, edición facsimilar de Editorial Maxtor, España, 2014.
[8]“Almuerzos ligeros, dispuestos con tortilla o masa de maíz” en El Cocinero Mexicano.

jueves, 22 de agosto de 2019

Para presentar el libro de cocina de Socorro y Fernando del Paso

Resultaba en cierta manera extraño estar ahí, sentado a la mesa de presentación de un libro de cocina mexicana en la Feria Internacional de Libro de Guadalajara 2016, y no compartirla con expertos reconocidos de las artes culinarias para comentarlo. Resultaba también extraño estar sentados y hablando de comida en una mesa y no hacer otra cosa que imaginarla, o peor aún, desearla sin esperanza hasta el final de la presentación. Con el auge que la gastronomía mexicana ha tenido en los últimos años, producto de una inscripción en la lista del patrimonio intangible de la UNESCO, hoy en día es común entrar a una librería y observar grandes secciones dedicadas al suntuoso asunto bibliográfico de lo comestible. Muchos de esos libros, en ediciones envidiables de pasta dura y sobrecubierta e interiores de papel couché de buen gramaje, gozan de portadas magníficas ornamentadas con extreme close-ups de viandas emplatadas siguiendo los más modernos cánones de la estética. Esos acercamientos de la cámara a los alimentos en portada y páginas centrales parecen ser capaces de transmitir a quien lo observa un erotismo rayano en la sensualidad barroca, sensación que le invita a hojear el libro y finalmente a comprarlo aunque no cocine ni sea chef, porque su belleza como objeto quizás le provee la esperanza de que al llegar a casa y poner manos a la obra en la cocina, todo saldrá como en las fotografías, llenándolo de placer a él y a sus comensales, pero sobre todo dotándolo de prestigio; de ese prestigio de ver sus creaciones instagrameadas y presumidas [perdón, compartidas] instantáneamente alrededor del mundo, para ser vistas y envidiadas por miles en tan sólo unos cuantos segundos. 


Otras portadas de esos libros, nadie dejará de notarlo, muestran a su autor generalmente vestido de filipina y mirando de manera desafiante a la cámara, mientras cruza los brazos, arquea la ceja y posa de tres cuartos. Alguien debería decirles a esos cocineros que en términos de imagen un oficiante que no muestra sus manos no es confiable, y a quienes compran sus publicaciones, que reproducir recetas o leer sobre innovadores procedimientos de transformación, cocción y montaje no los convertirá en rockstars. Una vez adquiridos esos libros –que sin duda son más culinarios que gastronómicos– lo seguro es que irán a parar más a un bello y presuntuoso librero que a una cocina, convertidos en objetos imprácticos y demasiado caros para permitir que se pringuen, quemen o sufran salpicaduras. Tal vez esto nos ponga sobre la pista de por qué antaño los cuadernos de cocina que sí se usaban a un lado de la olla solían ser libretas manuscritas con mil y una enmendaduras y añadidos; eran apuntes que pasaban de mano en mano y de sazón en sazón, por lo que representaban el ejercicio diacrónico de cocinas ligadas a la historia y la vocación comunitaria, mientras que muchos formularios ilustrados modernos constituyen sólo instantáneas sincrónicas de la individualidad y el culto a la estética.


Un recetario es un documento que permite al lector-aprendiz transformar el simple alimento en comida. Esto significa que no sólo debe enseñarle a cocinar –cosa que por más indicaciones que se reciban es posible que no se logre– sino ayudarle a comprender los alimentos y proveerle la manera en que deben ser compartidos para que adquieran sentido y sabor en un cierto contexto. Un recetario dista mucho de ser solamente una colección de objetos comestibles bellamente ilustrados y procedimientos a prueba de inútiles; es más bien una guía para poner en contacto la técnica y el conocimiento culinario con ese envoltorio cultural que le da significado y lo llena de saber: la Gastronomía. En ese aspecto, un recetario es un auténtico medio de interpretación, pues lo comestible constituye un lenguaje capaz de comunicar identidad y aportar elementos para que los comensales compartan, con los alimentos convertidos ya en comida, una particular visión de la realidad y la manera adecuada de degustarla, algo a lo que Fernando del Paso llama “ejercer la libertad” y que bien podemos llamar Cultura. Los antiguos recetarios enseñaban también nociones de servicio, a combinar los platillos de acuerdo al buen gusto y a comportarse adecuadamente en la mesa. Además, estos compendios familiares contenían consejos femeninos, ideas para el hogar y hasta preparaciones farmacéuticas, de donde viene en culinaria el uso de la palabra “receta”, en sustitución de la anteriormente utilizada, “fórmula”.


El libro que aquel 30 de noviembre de 2016 nos reunía tiene las características del auténtico recetario. De entrada, en la dedicatoria y la introducción Fernando del Paso declara que se trata de un documento familiar, y como tal, heredero no sólo de una tradición, sino con la flexibilidad suficiente para integrar lo recientemente aprendido y darle forma para introducirlo a la cotidianidad. Que este libro es un instrumento interpretativo de la cocina mexicana no cabe duda alguna, pues del Paso indica que fue compilado y adaptado para un público francés poco familiarizado con ella y lleno de los prejuicios que suelen ser un obstáculo para la comprensión de nuestra cocina en entornos tan ajenos, incluso elitistas. En La cocina mexicana de Socorro y Fernando del Paso se escuchan claramente dos voces que terminan complementándose para formar un todo que va entre lo narrativo y lo meramente culinario. La Sra. Socorro comparte procedimientos y datos necesarios con el lenguaje propio de la cocina, pero lo hace de una manera tan natural que al leerle resulta imposible saber si del Paso ha metido o mete su cuchara, por decirlo de alguna manera, o si ya el lector se encuentra ante una voz dicotómica absolutamente armonizada. Fernando del paso, intuimos, falta con modestia a la verdad al afirmar que no cocina (al menos no como su esposa), pues con toda claridad sus intervenciones literarias tienen la función de aderezar y condimentar. Estas intervenciones son de diversa índole, pero en general tienen la intención de proporcionar familiaridad o sustento a la propuesta culinaria, guiando al lector no sólo en el origen de muchos ingredientes –algo que por otro lado se ha hecho mucho– sino en la manera correcta e idiomática con que los mexicanos los identificamos y diferenciamos; tal es el caso del genérico tomate y sus diversas variantes dialectales. Inmiscuyéndose en la cocina y la pericia nata de Socorro, del Paso salpimenta el recetario con anécdotas y datos históricos que sólo una vida de lecturas y viajes le pudo ayudar a compilar, porque estos suelen aparecer salpicados y sin contexto en múltiples textos, muchas veces poco o nada relacionados con la gastronomía. Y para apegarse al pensamiento del mexicano y su aparentemente incansable búsqueda por conocerse, en sus intervenciones del Paso presenta asimismo una buena cantidad de mitos –y un gran acierto es su reserva frente a ellos– a los que hoy podemos responsabilizar por moldear y dar certeza a varios símbolos patrios comestibles, como nuestro mole poblano inspirado por la divinidad y los chiles en nogada que, a pesar de no haber probado nunca, le fueron servidos a Iturbide.

No debe esperarse en el Libro de cocina de Socorro y Fernando del Paso platillos de esa cocina que injustamente se ha dado en llamar “alta”, sino comida proveniente de lo popular y lo familiar, que es igualmente presumible, diversa y orgullosa. Las recetas de la Sra. Socorro se parecen mucho a las de muchas de nuestras abuelas, esas anónimas heroínas, amas del fogón que eran y son capaces de transmitir emociones al cocinar y servir. Tampoco se trata de la clásica cocina llena de iconos y estereotipos, como esa que puebla los bufets turísticos en cada hotel de nuestra geografía. La cocina de Socorro demuestra oficio y dominio de ingredientes y utensilios. La sazón de la que hace gala es la de los hogares de hace cinco o seis décadas, cuando la mujer comenzaba a incorporarse a la vida económicamente productiva del país y se hacía presente la invasión de productos industriales y los electrodomésticos. Los platillos aquí expuestos no fingen nada –pues la cocina, si buena, es incapaz de fingir– y encuentran en la tecnología culinaria modos de sustituir a los utensilios tradicionales. Abundan por tanto los capeados o rebozados con sus respectivos caldillos, ambos elementos que si bien ya eran comunes en tiempos novohispanos no se popularizaron sino hasta la llegada de las batidoras y las licuadoras eléctricas a mediados del siglo XX, para luego encontrar el camino a su entronización popular al expenderse en las cocinas económicas. Se observa entre las recetas una acuciosa selección de lo que era posible reproducir en Francia, pero también una observancia de los requerimientos del ayuno y las necesidades de la dietética o la nutrición, por lo que lo mismo encontramos recetas de romeritos que de ensaladas y platos vegetarianos “de resistencia”. Y así, entre postres, cocteles, salsas y platillos pertenecientes a la más pura raigambre popular mexicana (calabacitas con carne de puerco, caldo tlalpeño, manchamanteles, tamal de cazuela, tinga, verdolagas) lo que el lector encontrará en estas páginas es tradición, conocimiento y cultura. En una sola palabra, Gastronomía; en más palabras, a una parte importante de sí mismo.

Ahora bien, con su narrativa asociada a la cocina y lo gastronómico Fernando del Paso no pudo evitar que se le cayeran en nuestro libro ciertos asuntos relacionados con la intertextualidad. De repente es posible notar, al excavar entre las líneas, algo de aquella melancolía experimentada por Palinuro en Londres ante las expresiones culinarias inglesas –y no las de París como Socorro, Fernando y su hija– tristísimas para mexicanos cuyos estómagos habían sido forjados en el fuego jamás descrito del Paraíso. Asoma también por ahí aquella abuela que Palinuro nombrara reina de la cocina, dueña y administradora de la charola del pan y de la decisión sobre quién se comería los bizcochos, y de alguna manera, aunque mucho menos grotesca y paradójica, aparece también la mítica Isla de los Gastrónomos, donde todo era sabor, aroma y textura en inquietantes ingestas. Elementos como los ahuautles, huevecillos de un insecto acuático, aparecen entre las quejas del Coronel Du Pin, quien en Noticias del Imperio se muestra intolerante al pulque, a las tortillas y a los frijoles. Y en el extremo opuesto, magníficamente ensalzados –y no me refiero a la salsa, que doy por buena sin dudarlo– los huevos rancheros presumiblemente inspirados en la receta que aquí comparte Socorro formaban parte del menú matutino del Emperador Maximiliano de Austria.

Los del Paso nos comparten una obra que tiene la virtud de demostrar, gracias a la literatura, la historia y el oficio coquinario; que la verdadera comida mexicana es la popular, aquella que se reproduce cotidianamente pletórica de identidad, emociones y sin fingimiento al interior de nuestros hogares, en fondas, calles y mercados. Y debe decirse que va aun más allá, pues el Libro de cocina de Socorro y Fernando del Paso contiene una muy temprana aportación teórica a la construcción del concepto de lo que hoy muchos llaman con ligereza o excesiva confianza “Nueva cocina mexicana”, definición que sigue sin discutirse ni producir acuerdos a pesar de que México cuenta [contaba] ya con un cuerpo diplomático gastronómico de elite, una Ley de Fomento a la Gastronomía Mexicana y varios chefs y establecimientos beneficiarios de ella colocados en las top lists internacionales. Queda todavía tanto por hacer, pero la reedición de este libro de cocina que hoy nos trae el Fondo de Cultura Económica constituye una buena muestra de que los recetarios pueden y deben volver a contener historia, anécdotas y platillos que por cotidianos parecen invisibles, devolviendo con ello humanidad e identidad a las cocinas mexicanas.

Aquella mesa de presentación terminó en una inolvidable comensalidad hecha de palabras. Agradezco profundamente a Fernando y Socorro del Paso, así como a su entrañable familia, aquellos breves momentos de convivencia en la que, por cierto, no hicieron falta los alimentos. Y no importó.

martes, 6 de agosto de 2019

Llamando ocupantes… a una reunión que no sucedió

Es probable que corriera el año de 1986. El tianguis de música del Chopo ocupaba cada sábado las banquetas de la calle de Dr. Enrique González Martínez y yo, asiduo y pertinaz visitante, rebuscaba entre cientos de LPs de 33 1/3 revoluciones usados, que por permanecer bajo el sol inclemente durante largas horas, y muchas veces debido a su venerable edad, requerían de una revisión exhaustiva si uno quería evitar desagradables sorpresas. El ritual consistía invariablemente en tomar el disco (en ese tiempo no existían “puestos” en ese mercado. Todos ponían su mercancía sobre el piso) levantarlo, darle la vuelta para verificar la lista de canciones (como si algo en ese ejemplar fuera diferente a lo que ya se conocía) y preguntar el precio al vendedor. Conocer el valor del disco solía ser un confiable indicador de su estado de conservación, pero de todos modos se imponía solicitar con una mirada que se nos permitiera sacar y mirar el vinilo –decíamos “acetato”– para cerciorarnos de que no tuviera rayones ni estuviera torcido por el calor. Satisfecho, uno sacaba los pocos pesos que costaban esas cosas y, no sin antes intentar un inútil regateo, pagar. 
Así fue como, en la esquina de González Martínez y Héroes ferrocarrileros, descubrí una mañana el LP de Klaatu, el grupo misterioso. Es probable que el disco costara unos 70 o 90 pesos, no lo recuerdo bien. Pero era demasiado para mi, que había hecho algunas pequeñas compras de sencillos 45 rpm y me había quedado sin dinero. Después de una revisión con la que comprobé que el disco estaba extraordinariamente bien cuidado, tenía aún su funda de plástico y conservaba su funda con letras, rogué al vendedor que me lo guardara para la otra semana. Se trataba de un tipo no demasiado amable que, de hecho, se negó a apartármelo sin un adelanto que obviamente no estaba en condiciones de ofrecer. “Si no sale, aquí va a estar la otra semana”. Dejar aquel hallazgo ahí tirado fue algo angustioso, no lo puedo negar. ¿Por qué la urgencia? Porque aquel era para mi un disco mítico del que sólo había leído breves y fantasiosas leyendas (que por ello tenían posibilidades de ser verdaderas) en revistas como Conecte y en un libro recién robado a un amigo y aún conservo: The long and winding road. A history of The Beatles on record


Para no dar demasiadas vueltas, el disco tenía algo de importante porque desde su publicación en 1976 se rumoró que era producto de una reunión secreta de The Beatles. Muchas cosas en aquel disco parecían apoyar la teoría una reunión. Primero que nada, que en la portada no aparecía una fotografía de la banda, sino un gran sol humanizado levantándose sobre un paisaje natural (“Here comes the sun”). El álbum tampoco tenía título, y este tampoco podía hallarse en el lomo ni el centro impreso del acetato. Muchos años después descubrí que se titulaba “3:47 EST”, cosa que en vez de aclarar algo lo volvía mucho más oscuro. Resultaba inevitable tratar de encontrar alguna pista que denunciara alguna huella beatle en la portada (como si se tratara del Sgt. Pepper o Abbey Road con el asunto de la supuesta muerte de Paul), y en muchas ocasiones creí ver “algo” en los extraños seis (¿o siete?) arbustos que asomaban en la parte baja del marco ornamental que envuelve la imagen.


El asunto misterioso no paraba ahí. El disco fue publicado por EMI-Capitol y la temática mágico-espacial del disco, que en nada concordaba con la portada ecologista, también parecía sospechosa. Era más o menos homogénea y las canciones tenían letras llenas de palabras cultas que requerían del uso un diccionario; tanto, que incluso mi maestra de inglés tuvo problemas para traducirlas (tanto para que no dijeran nada importante). En opinión de muchos, aquello escondía algo, aunque no quedaba claro qué, y la música no hacía sino acrecentar las suspicacias, pues sin duda alguna era notablemente beatlesca. Pensando mal o movido por la ilusión, cualquiera escucharía la voz de John Lennon en la canción que abría el disco, Calling occupants of interplanetary craft. Tampoco era difícil creer que la guitarra slide de California Jam fuera del mismísimo George Harrison, y desde luego, una de las dudas más serias surgían en Sub Rosa Subway,  una canción muy en el estilo de Paul en la que los efectos estéreo recordaban tanto los utilizados en Magical Mystery Tour. “Ringo” en modo alguno parecía ausente en esta supuesta reunión; el baterista de Klaatu supo emular con maestría los redobles zurdos y su sentido único del ritmo, de manera que muchos creyeron no sin cierto frenesí en la mítica reunión, que por cierto bien pudo haber sucedido, pues los cuatro músicos estuvieron juntos (aunque no revueltos) en algún momento de 1974 para grabar el álbum Goodnight Vienna de Ringo.
Tengo la impresión de que 3:47 EST es un disco infravalorado, así como la agrupación canadiense que lo firmó con una clara intención de homenajear a The Beatles. Mi primer contacto con Klaatu fue la compra de un sencillo 45 rpm afuera del Cine Latino, durante una proyección muy extemporánea de Help!. En la cara A aparecía Sub Rosa Subway y en la B, una versión corta y alternativa de aquel llamado a celebrar el “Día mundial del contacto”, Calling Occupants of interplanetary craft, que tan patéticamente copiaran los Carpenters el mismo año de su lanzamiento. 
A pesar de cierto impedimento que incluía la intervención quirúrgica de un familiar, y de la petición expresa de que no fuera al Chopo y acompañara a todos al hospital, el sábado siguiente me escapé temprano y llegué al tianguis en el momento en que el vendedor huraño sacaba su mercancía. No me recordó, ni creo que tuviera idea de tener aún el disco de Klaatu. Tuve que rebuscar nuevamente en su enorme pila hasta que di con él. Incrédulo, o no sé qué, lo tomé, le di la vuelta, leí el listado de canciones, volví a sacarlo de su funda y volví a preguntar por el precio. Sin ánimos de regatear esta vez pagué lo estipulado y salí corriendo del Chopo no sin lamentar un poco no poder quedarme a mirar un poco más entre punks erizos y rockeros de chamarras plagadas de zíppers.
Cerca de diez años después descubrí que Klaatu no había sacado sólo ese disco, que habían desmentido ser los Beatles, que pubicaron una obra maestra llamada Hope que competía en genialidad con A night at the Opera de Queen y que habían terminado sus días juntos con un disco llamado Magentalane. Hasta hoy, ya con una copia en CD y cada una de las canciones digitalizada y portátiles, no sé si es la música, la controversia o las peripecias para poder conseguirlo y conocerlo.  3:47 EST sigue siendo uno de mis discos favoritos en la vida.

apl agosto 19

lunes, 29 de julio de 2019

El jugador debe saberse en el juego y estar preparado para jugar


Debe haber sido a finales del pasado milenio, en 1998, cuando con los poetas Alejandro Tarrab y Eugenio Tisselli entré a la Librería El Parnaso, en Coyoacán, que era nuestra librería en otro tiempo en el que la zona podía catalogarse como cultural y no turística, como sucede hoy. Teníamos precupaciones propias de la gente que gusta de aprender y acumular libros, unos buscando novedades y otro más, como yo, aún queriendo beber de fuentes clásicas. Yo recuerdo perfectamente haber entrado en persecución de algún libro de Julio Cortázar y haber visto (con anhelo) una pila de gruesos volúmenes blancos de Toda la Obra de Juan Rulfo en la edición de Archivos, que tuve que dejar pasar por tener un precio inaccesible. Me es difícil pensar en qué buscaban Tarrab y Tisselli, siempre a la vanguardia, pero de lo que sí me acuerdo es que los tres coincidimos en saludar a un personaje que se alojaba en el incómodo hueco triangular que formaba la parte baja de la escalera, lugar usualmente inútil que, sin embargo, era el sitio de trabajo de uno de los mejores libreros que yo haya conocido. Ahí estaba él, diríase que agachado frente a su computadora, como inspirando a un futuro Harry Potter pero entre pilas de libros retractilados y con alguna lectura en la mano. Edgar Krauss era mi compañero en la Escuela Nacional de Antropología y de alguna manera era también conocido de mis dos amigos poetas. Es posible que Tarrab le haya preguntado por algún libro en específico que sólo él hubiera podido encontrar en la estantería, pero creo que lo que sucedió tras ver los textos que íbamos a comprar es que le dieron ganas de hacernos un bien, por lo que nos preguntó “¿ya leyeron Seda, de Baricco?”. La respuesta unánime fue no, y estoy seguro que por dentro los tres nos preguntábamos “¿quién será ese tal Baricco?”. Edgar nos llevó a la mesa de Anagrama, una editorial más o menos recién llegada a México que tenía cierta celebridad por publicar a los iconos de la Beat Generation y por sus infames traducciones repletas de  slang ibérico que lamentablemente se mantienen hasta hoy. Naturalmente no desestimamos la recomendación y nos llevamos a casa por lo menos dos ejemplares de Seda. Yo recuerdo haber quedado perplejo por la capacidad narrativa de Baricco, cuya brevedad y contundencia eran pura poesía. En meses y años siguientes leí también Novecento, City, Océano Mar, Mr. Gwynn, Sin Sangre, Emaús… y me perdí varios más que seguro un día van a llegar. Todo en Baricco era para mi literatura, hasta que en 2018 publicó The Game
El más reciente libro de Alessandro Baricco es, extrañamente (aunque hubo un previo, Los bárbaros) un divertido y reflexivo ensayo sobre tecnología. Uno en el que se pregunta y se responde cosas que hoy pertenecen a la cotidianidad y que confrontan a lector –si no en realidad lo fuerzan– con los miedos de este nuevo milenio, provocados en buena parte por la velocidad vertiginosa con que se generan y transmiten actualmente los acontecimientos, nuestra capacidad mediática de “saber” lo que sucede en el mundo y la imperiosa instantaneidad que la vida moderna nos impone. ¿Nos la impone, realmente? ¿somos acaso víctimas de un imparable streaming, de mareas que somos incapaces de controlar o evitar? ¿somos basura flotante en el océano mediático o capitanes de navío, capaces y conscientes? ¿se nos impuso una tecnología invasiva y los cambios que se han operado en nuestro concepto de humanidad son consecuencia del accionar de una mente maestra, o fue nuestra necesidad de escapar de un mundo limitado y lineal lo que dio pie al nacimiento y ejercicio de lo tecnológico hipertextual, multidimensional en el que hoy nos movemos como peces en el mar?
Las anteriores son preguntas que se han hecho, mucho antes que Baricco, estudiosos de las ciencias computacionales, sociólogos, filósofos y empresarios de nivel mundial, por lo que quizás no representan una gran novedad. El acierto de Baricco es presentar a los neófitos esas ideas desde la visión de un escritor por medio de una versión literaria (de repente odiosamente didáctica) y sacudidora de lo que nos está sucediendo como especie en estos albores del siglo XXI. ¿De qué mundo o versión del mundo –impuesta, claro– querían escapar quienes sentaron las bases teóricas de internet, de la aldea global, de la intertexualidad y el derrumbe de las fronteras (Berners-Lee, McLuhan, Eco y Augé)? ¿estaban estos visionarios conscientes de los escenarios que provocarían sus ocurrencias, o sólo estaban hartos de lo que veían e hicieron lo que creyeron conveniente, como gente de su tiempo? ¿Y por qué sus ideas revolucionarias, tachadas en un principio de anárquicas, fuera de lugar y peligrosas hoy constituyen nuestra más viva realidad en la copia digital del mundo que hemos ayudado a construir en las últimas décadas (con Gates, Jobs, Bezos, Zuckerberg y Page)?
Y la pregunta final… ¿Hacia dónde se dirige esta humanidad aumentada, inmersa ya en este juego que se ha planteado tras las recientes revoluciones mental y tecnológica?. Eso es para Baricco The Game, algo para lo que más vale estar preparados y conscientes.
Aún con la espantosa traducción de Anagrama, no te lo pierdas.
Baricco, Alessandro (2018). The Game, España: Anagrama.
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miércoles, 24 de julio de 2019

Lo que debes leer para seguir creyendo o dejar de creer en los chiles tricolores de Iturbide


Cuando en los mercados comienzan a asomarse  marchantas (bien sentadas frente a un canasto rebosante, para que la imagen sea más clara) que golpean nueces de Castilla, quiebran sus cáscaras y exponen su interior encefaliforme, caemos en cuenta de que  llegó la temporada de chiles en nogada. Es entonces también cuando, inmersos en el torbellino de las redes sociales, aquellos que se ven atrapados en la duda que genera la interacción de tiempos y hechos míticos con la cruda realidad –por cierto nada interesante– se ven conminados a preguntarse: ¿Quién inventó los chiles en nogada? ¿De verdad los comió Agustín de Iturbide? ¿Representan sus colores su bandera de las tres garantías? ¿cuál es la receta “original”? ¿Se capean o no? ¿Alguna vez fueron postre?.
Llevo tantos años recordándole a la gente que el relato de Iturbide es un mito y que éste no se corresponde ni con la historia ni con la realidad, que ya se me han quitado las ganas de seguirlo machacando. Por ello, y para variar, esta vez lo que pretendo es recomendar libros y textos que apoyan una y otra vertientes del relato (el mito de Iturbide y la versión histórica) para que quienes lo lean formen su propia opinión y generen sanos juicios de adultos.
Antes de ir adelante debo decir que la controversia es lógica y hasta cierto punto normal. Es probable que no exista un país en el mundo que no recurra a la mitología para fundamentar su identidad gastronómica. Los mitos al comer son necesarios porque dotan a los alimentos y a las mesas de una auténtica y propia narrativa; los rodean de un halo de cultura, de antigüedad, de validez culinaria y con ello de un rostro propio que contribuye cotidianamente a construir el de nuestras sociedades. Si los alimentos no tuvieran los significados que construimos, deseamos y veneramos ¿a qué sabrían? ¿para qué servirían? ¿para qué sería útil otorgarles temporadas? Esa es, y no otra, la magia del rito: su capacidad para repetir periódica y cíclicamente lo que recita el mito y ofrecer a sus usuarios una sana recordación de lo que son.
En el caso que nos interesa el mito de los chiles en nogada puede resumirse (con leves variantes) como sigue:
“Los chiles en nogada son un platillo barroco. Se capean o rebozan. Sus colores representan la bandera de México y la primera vez que se sirvieron fue en 1821 a Don Agustín de Iturbide A) en un convento de monjas poblanas o B) para conmemorar su onomástico o la victoria de su ejército que dio como resultado la Independencia en casa de unas hermanas poblanas que lo admiraban mucho”
Si lo que deseas es mantener a salvo tu visión nacionalista, reafirmar lo que narra este mito y conocer textos que lo den por verdadero o fidedigno al contextualizar en lo posible la ingesta de chiles en nogada por Iturbide en un convento o festejando su santo en casa de unas hermanas un 28 de agosto, esta es una lista extensa (mas no exhaustiva) de los libros que debes leer:
Mesa soberana de Martha Chapa y Alejandro Ordorica. Un libro totalmente prescindible sobre el contexto de la cocina mexicana del siglo XIX.
La cocina mexicana de Socorro y Fernando del Paso. El libro fue escrito para un público francés y no tiene otras pretensiones que ilustrar la cultura y la gastronomía mexicana en un país ajeno. Perpetúa el mito de Iturbide, sí, pero con un fin claro de divulgación.
Gastronomía de José N. Iturriaga. Como parte de la colección “Historia ilustrada de México”, un proyecto editorial claramente nacionalista, es natural que el mito de Iturbide aparezca como “histórico”.
Encuentro de dos fogones de Paco Ignacio Taibo I. El autor advierte que el suyo no es un libro de historia. En sus páginas se repite el mito del ejército trigarante y los chiles servidos al emperador en Puebla.
Con sabor a Patria de Martha Chapa y Fernando Ordorica. Este es quizás el más mediocre de todos los libros que hablan del mito de Iturbide. Si bien se trata de un libro de cocina con recetas diversas de chiles en nogada, Ordorica hace un intento cuasi histórico en el que expone las diferentes variantes del mito, pero no se atreve a cuestionarlo.
Historia de la comida en México de Armando Farga. Un clásico de la gastronomía mexicana que reproduce el mito de Iturbide y tiene el acierto de indicar su fuente, quizás la original. Farga le atribuye el mito, sin cuestionarlo tampoco, a Agustín Aragón Leyva. Farga, sin embargo, introduce un dato curioso: los chiles en nogada no fueron valorados en México sino hasta 1930, cuando el célebre cineasta ruso Sergei Eisenstein los ponderó como “lo más delicioso que había degustado en su vida”.
Diccionario enciclopédico de la Gastronomía Mexicana de Ricardo Muñoz Zurita. Fiel al nacionalismo gastronómico, el autor repite el mito de Iturbide como si se tratara de un ingrediente más de la receta, sin el cual no le sería posible existir.
El Universo de la cocina mexicana de María Stoopen. La autora bebe de fuentes secundarias y repite el mito, aunque con cierto tiento y temor a afirmar algo que no podía probar. Sin embargo, tampoco lo niega.
Los chiles rellenos en México, Antología de recetas de Ricardo Muñoz Zurita. Edición bilingüe que contribuye a la difusión internacional del mito de Iturbide. El texto repite casi letra por letra, y sin poner en duda nada, la entrada sobre chiles en nogada de su diccionario enciclopédico.
Larousse de la cocina mexicana de Alicia Gironella d’Angeli. Es natural que este libro reproduzca el mito de Iturbide, ya que su publicación representa una autorizada versión de la cocina mexicana, que poco significaría sin la cultura que los rodea, cualquiera que sea su naturaleza.
Ahora bien, si lo que deseas es cuestionar los mitos históricos relacionados con los chiles en nogada, situarlos en la década de 1930 y conocer los serios rastreos que sobre esta receta patrimonial se han realizado en múltilples recetarios antiguos, literatura de época y archivos documentales relacionados con la gastronomía, la lista de libros y fuentes que puedes consultar se reduce:
Nacionalismo culinario . La cocina mexicana en el siglo XX de José Luis Juárez López. En este libro el autor profundiza en la búsqueda de las raíces de lo mexicano utilizando fuentes poco convencionales y descubriendo que, de la manera en que las vemos hoy en día, éstas resultan ser más modernas de lo que se sospechaba. La receta actual de los chiles en nogada no puede rastrearse antes de la década de 1930, y no, no existe posibilidad histórica de que se los hayan servido a Agustín de Iturbide.
Engranaje culinario. La cocina mexicana en el siglo XIX de José Luis Juárez López. El autor confirma la imposibilidad histórica del mito de Iturbide al indagar en antiguos recetarios, comparar preparaciones e ingredientes y contextualizar históricamente el fenómeno de los chiles en nogada. Efectivamente, estos aparecen en las fuentes del siglo XIX, pero en modo alguno se parecen a la receta que hoy se venera y reproduce como “original” en México.
Chiles ficcionales (perdón, nacionales) de Alberto Peralta de Legarreta. En este artículo se hace una revisión de la literatura desmitificadora y se agregan líneas sobre el simbolismo patriótico que a estos chiles les fue otorgado a lo largo de los últimos 90 años. Se puede consultar en Revista Bicaalú 88, septiembre 2017 o en este mismo blog.
“Los chiles en nogada, entre la cocina y el mito” por José Luis Juárez López. Este artículo constituye un rastreo de las fuentes históricas sobre los chiles en nogada, sus variantes y posibles orígenes del mito. Se puede leer en línea en: http://wikipuebla.poblanerias.com/chile-en-nogada/
Si ninguna de las posibilidades antes mencionadas satisface tus intereses o aclara el dilema de los chiles en nogada, quedas invitado a realizar tú mismo la investigación, de preferencia en las fuentes primarias, que no mienten. ¿Cuáles son esas fuentes? 


Primero que nada debe aceptarse que no existe tal cosa como una "receta original" de los chiles en nogada y que, aunque dulces, nunca fueron un postre. En general la búsqueda histórica de la gastronomía se hace en literatura contemporánea al objeto investigado (novelas, poemas, canciones, periódicos) y en recetarios antiguos (los hay a partir del siglo XVII y hasta el XIX, si la idea es contextualizarlos en tiempos de Iturbide), muchos de ellos ya publicados por Conaculta en su Colección de Recetarios Antiguos. También es posible recurrir a recetarios clásicos como La cocinera poblana o el libro de las familias, el Cocinero Mejicano de 1831 (3 vols.) o el Nuevo Cocinero Mexicano en forma de Diccionario de 1888 (Porrúa). Estos recetarios nombran y proporcionan en sus páginas la fórmula de los chiles en nogada. Existen muchos otros documentos culinarios impresos o estudiados, pero sería ocioso buscar en ellos una receta parecida a la actual, de manera que se desaconsejan a menos que lo que interese sean recetas aisladas como la de la salsa de nogada o el uso de alguna especia o ingrediente de los chiles patrióticos. Intentar dar sostén al mito de Iturbide utilizando fuentes del siglo XX es algo que tampoco tiene sentido, pues incluso los autores más célebres contribuyeron a la construcción del mito al repetirlo u ornamentarlo, como es el caso de Salvador Novo. De él se afirma que dijo (sin que se sepa dónde lo habrá dicho) que “los chiles en nogada son históricos, estéticos y sabrosos”, y en su célebre libro de Cocina Mexicana sólo les dedica un par de líneas para honrarlos pomposamente como especialidad conventual (¿?) “coronada de rubíes”. Otro autor notable al que los gastrónomos de México suelen recurrir (más por haber sido un gourmand –tragón–que por cocinar o historiar la cocina, pues en verdad tenía otros asuntos qué atender, como aspirar al Nobel de Literatura) fue Alfonso Reyes, quien claramente sintió una notoria predilección por el mole y sólo parece haberle dedicado un fragmento poético a los chiles en nogada, sin dotarlos en modo alguno de historia o leyenda (conste que en esto sigo a María Elsa G. Hernández y Martínez, pues en otros lugares -lo cual hace más sentido- la cita se le atribuye a Guadalupe Pérez San Vicente):
“Esmaltado con granos rubí, traslucidos y brillantes, un albo manto de nuez casi armiño cubre apenas el verde intenso de los chiles. Al morderlos surge toda la esplendidez barroca del picadillo envuelta en la pulpa carnosa de los chiles y se mezcla golosa, al perfume suave de la salsa de la nogada y al sabor agridulce que encierra como cápsula intacta, cada grano de granada”.

La decisión de creer una cosa u otra sobre los chiles en nogada te pertenece. Tienes frente a ti un camino sencillo que consiste en creer y reproducir las consejas sin reflexión, y otro que ofrece evidencias pero pondrá a prueba –sin hacerte daño realmente– tus más profundas y heredadas creencias.

apl 2019