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miércoles, 7 de febrero de 2024

Chilaquiles, el desayuno inmarcesible

Es posible que nuestros chilaquiles, alimento que de tan cotidiano a poca gente se le antoja averiguar si tiene historia, sean uno de los patrimonios gastronómicos populares más importantes de México. Simplemente, como con muchas otras cosas de todos los días, creemos que los chilaquiles han estado ahí desde siempre, y eso es todo. Puede que así sea en realidad, pero poco se piensa en ello detenidamente. A lo largo de los últimos años los apreciables chilaquiles y su consumo han experimentado un superávit considerable atribuible a la continuidad de la tradición y a un re-conocimiento por parte de la sociedad, siempre en busca de alimentos prácticos y más económicos. Después de mucho tiempo formando parte de los desayunos dominicales servidos en la intimidad de miles de hogares y ser guarnición casi obligada de muchos platillos mexicanos servidos en cafeterías de cadenas como Vips, Sanborns, Lynis, Toks, Wings, California y Denny’s, hoy es posible encontrarlos poblando las calles, donde en carritos y puestos móviles son transformados en torta o se les apila y adereza sobre charolas de indestructible unicel para delicia de asiduos y golosos transeúntes.

Los chilaquiles aparecieron comercialmente en las cafeterías de cadena.
Solían salir suaves y húmedos de la cazuela, como sucedía en casi todas las casas.

Los chilaquiles son un platillo que nació simple y pletórico de accesibilidad. Por la naturaleza de sus ingredientes habituales se puede afirmar que fueron hijos del recalentado (que hace todo más sabroso), del pensamiento enfocado en el no desperdicio o el aprovechamiento de sobras en tiempos de crisis. Me refiero, desde luego, a su versión más humilde y antigua, que consiste en trocear tortillas duras, tatemarlas o freírlas y luego bañarlas de una salsa verde o roja, mole, caldillos o pipián. Variantes más complejas de los chilaquiles incluyeron después una condimentación extra que incluyó crema ácida (cuya finalidad fue probablemente atenuar el picor en la lengua y el paladar de algún inadaptado), cebolla picada, epazote o cilantro y queso rallado. 

Para muchos, los totopos (del náhuatl totopochtic, tostado y crujiente) deben sumergirse o ser bañados en la salsa, condimentarse y servirse de inmediato, de manera que al ser consumidos «crujan» en la alegre compañía de unos huevos al gusto, pollo deshebrado, frijoles refritos o de la olla y carne de res o cecina, sin que «solitos» dejen de ser también un delicioso bocado. Pero hay quienes también los consumen a la antigüita, muy remojados o «aguados», lo cual se consigue sumergiendo los totopos en la olla de la salsa y dejándolos cocer y reposar hasta el momento de servirlos, no menos dignos, «como trapo viejo» (a lo que, por cierto, solía llamarse también chilaquil). En hoteles y bufés de todo el país los chilaquiles se sirven muchas veces con un estilo lamentablemente turístico, es decir, inofensivos y sin picor. Conservamos aún la idea banalizadora de que al turista hay que evitarle la «venganza de Moctezuma» y que –aunque lo amemos– el chile es para ellos un condimento agresivo, causal de dolor y estertores estomacales apocalípticos. Sin embargo el chile es mucho más que eso: constituye el sabor característico de México y habría que defender el hecho de que los chilaquiles, cuyo nombre incluye la raíz nahua chilli, picaran sin mojigatería aunque sea un poco, como debía ser.


Durante el siglo XIX y parte del XX, los chilaquiles solían "ahogarse" en una cazuela con salsa. Así se cocían hasta quedar aguados, y después se servían. La condimentación se hacía sólo con queso fresco o añejo desmoronado.

La historia de los chilaquiles se puede intuir en parte y documentar en otra. Es más que probable que su origen sea anterior a la invasión europea, pues en esos tiempos estaban disponibles todos los ingredientes y posibilidades culinarias asociadas a ellos. Fray Bernardino de Sahagún, por ejemplo, nos habla de salsas que bien pudieron haber bañado chilaquiles al decir que nuestra gente comía «caçuelas [guisados sabrosos] hechas con chile y tomates [en que] se suelen mezclar axí [chile, en lengua taíno], pepitas y tomates grandes», además de tortillas «cozidas y otras tostadas, unas frías y otras calientes». Finalmente, aunque no nos dice cómo les llamaban, Sahagún describe con exactitud los chilaquiles y la manera en que se compartían, que es como hasta nuestros días: «Su comida ordinaria y mantenimiento principal era el axí, en el cual, después de haver sido molido, mojavan las tortillas calientes, sacadas del comal, y comíanlas todos juntos». Importa decir que la palabra chilaquil tiene orígenes nahuas y puede ser traducida de varias maneras: «metido en chile» [chilli, chile + aquilli, estar metido en] o bien, «quelites en agua de chile» o «chile verde aguado» [chilli, chile + atl, agua + quilitl, verdor o hierba verde comestible]. 

Hacia 1950, cuando Santamaría publicó su diccionario de mejicanismos,
los chilaquiles eran aún tortillas troceadas y cocidos en una olla con caldo
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La versión moderna de los chilaquiles tuvo sus antecedentes en el siglo XIX, cuando su receta apareció en los primeros recetarios impresos de México, no sin antes asomarse bajo extrañas y olvidadas apariencias en algunos manuscritos culinarios como el poblano de María Isla, que hacia 1911 requería que las tortillas «desmigajadas» para rellenarlas con picadillo, capearlas, cubrirlas de mole o pipián y servirlas con costillas o lomo de cerdo. Otra fórmula explica cómo hacer los chilaquiles en capas como para una lasagna, alternando tortillas, manteca y un puño de ajonjolí tostado, y una más pide freír rajas de chile, agregar jocoque hasta que se disuelva, poner las tortillas troceadas y sazonar «con sal suficiente».

En aquella época llena de glamour e hipocresía las clases altas deseaban distinguirse de los pobres pero también cometer pecadillos al consumir sus añoradas comidas bajas, por lo que en recetarios de elite como el Cocinero Mejicano de 1831 los chilaquiles aparecen como «Chilaquiles blancos» (a pesar de hacerse con salsa roja de chiles verdes) aderezados con queso añejo desmoronado o fresco rebanado, cebolla picada, rebanadas de chorizo, costillitas de cerdo fritas o carne frita deshebrada. Bien se ve que con estos complementos los chilaquiles se volvían presentables y ya no lucían tan pobres. El mismo recetario, apenas diez años más joven que la Independencia, consigna chilaquiles rojos, chilaquiles rellenos (una variante lamentablemente en desuso) y chilaquiles tapatíos, todos de textura más bien aguada por tratarse de guisados que hervían en la cazuela. La Cocinera poblana y el libro de las familias, un formulario de 1890, lista tres recetas de chilaquiles, de los cuales sólo una concuerda con lo que hoy comemos: los totopos cortados en cuadritos se sumergen en salsa roja de jitomate con chile chilchote y se hierven (nuevamente, quedando aguados) para después servirse adornados con queso fresco o añejo al gusto (Bassols, 1890). Por los mismos años, hacia 1888, la edición del Nuevo Cocinero Mexicano en forma de Diccionario definiría a los chilaquiles de manera extraña en la entrada correspondiente: «Especie de sopa, que se hace con tortilla destrozada en pipián [de ajonjolí o pepita], en xitomate, en chile verde ó en clemole, con los adornos correspondientes».


Los chilaquiles fueron aguados hasta hace apenas unas décadas.
Lo crujiente,  la crema, cebolla y el queso rallado y lo "gourmet" son rasgos modernos de este platillo.

Visto lo anterior, se hace patente que la modernidad ha decidido hacer una vuelta al pasado primitivo de los chilaquiles, con la salvedad de que hoy la mayoría los prefieren con la textura crujiente del totopo. Algunos platillos de principios de siglo XX se renovaron; tal es el caso de los tradicionales Tecolotes (molletes de pan blanco con frijoles, queso gratinado y chilaquiles encima inventados en Sanborns) que con los mismos ingredientes se volvieron transgénero –ahora se llaman Tecolotas¬– y transformados en torta le dieron portabilidad e impulso comercial a un clásico de los desayunos familiares, esos en los que nuestras madres y abuelas, siempre lindas y conscientes, nos decían: «Mijo, ¿Qué no te vas a acabar esos frijolitos y los chilaquiles? Los hacemos torta y nos los llevamos, faltaba más, no hay que desperdiciar». Esto quizás nos permita proponer un axioma: Los chilaquiles se transforman y se deconstruyen, pero en esencia, serán los mismos siempre.

® alberto peralta de legarreta



jueves, 1 de febrero de 2024

Amor, chocolate y oscuras intenciones

Adquiera usted una barra del chocolate de su preferencia y diríjase a un lugar concurrido. Sáquela descaradamente, despacio y con fingida parsimonia, tómese unos momentos para observar las miradas de envidia y codicia que suscita, y sobre todo, ponga atención a las sonrisas. El chocolate tiene la capacidad de alterar el humor y las sensaciones de las personas a tal grado que ni siquiera será necesario que lo consuman. Ante la percepción o intuición la memoria sensorial se encarga de anticipar parte de la reacción endorfínica que el chocolate suele causar en nuestros cuerpos, preparando al ya de por sí ansioso individuo para el posible estallido de felicidad química que se avecina. 

Esto que hoy sucede con tanta frecuencia debido a nuestro continuo consumo del chocolate no era en absoluto común cuando este paradójico ingrediente americano llegó a Europa a finales del siglo XV o principios del XVI. De hecho, su recepción inicial en la corte de Madrid fue poco amable y, para lo cristianos que decían ser, notablemente poco caritativa. Hay que tomar en cuenta que al llegar a los muelles peninsulares el cacao fue percibido como alimento «de indios», inferior por provenir de un continente del que la Biblia no decía una sola palabra y, peor aún, producto de los dominios de Satanás en el lado oscuro y oculto del mundo. Tales argumentos falaces fueron suficientes para explicar la amargura de esa bebida bárbara con la que los habitantes del Nuevo Mundo parecían deleitarse, pues para una Europa que comenzaba a edulcorarse artificialmente y tenía a la dulzura como símbolo de lo bueno y lo divino, a aquella bebida oscura, amarga y llena de textura nada le alcanzaba para ganarse la dignidad de lo aceptable. Sin embargo, tras conocerse la noticia de que sólo los nobles de América tenían acceso y derecho a ella, y que los granos del fruto eran tan apreciados que se usaban como moneda, los peninsulares le dieron una oportunidad. 

Las primeras experiencias bebiendo cacao mostraron a los europeos algo absolutamente insospechado: aquel brebaje acre y diabólico enervaba, calentaba aun cuando se bebiera frío y provocaba súbitos impulsos amatorios. Tal era justamente el tipo de sensaciones exóticas que anhelaba la corte madrileña, ávida de exotismo y diferenciación, cuyos curiosos miembros quizás experimentaban ya por entonces con sustancias como la Cannabis Yndica, la Nux Moscata y más de un tipo de hongo alucinógeno. El chocolate modificó sus ánimos cortesanos y había terminado por engancharlos, a tal grado que muy pronto el fruto del cacao se convertiría en un producto de consumo exclusivo de la corte española y muchos otros nobles europeos comenzarían a codiciarlo.

Después de un largo periplo del Cacao por la Europa mediterránea –donde por cierto, aún no se llamaba chocolate– este regresó a España casi irreconocible y listo para volver a cruzar el Atlántico rumbo a América. En su paso por las cortes de Francia y su viaje a través de los lecheros Países Bajos con rumbo a Italia, esta bebida ganó ingredientes y sabores que, unas veces para dignificarlo y otras para llenarlo de prestigio y mayor exotismo, lo convirtieron en el chocolate que hoy conocemos. Fue en Europa donde se le adicionaron azúcar primero, leche después y especias como la canela y la vainilla al final. 

Debido a las sensaciones estimulantes que el chocolate provocaba en aquellos cuerpos inexpertos, para el siglo XVIII se había convertido en un símbolo con connotaciones y propiedades relacionadas con la lascivia y lo amoroso. En Francia, por ejemplo, que un caballero invitara a una dama a tomar una taza de chocolate era en realidad un eufemismo barroco para hacerle saber sus deseos de poseerla sexualmente, y es probable que desde entonces, adicionado con un energético como el azúcar y la sensualidad de las especias, el chocolate se convirtiera también en un símbolo del amor. Asimismo, nadie habrá dejado de notar que en España el chocolate se bebe tan espeso que el churro que tradicionalmente lo acompaña –arquetípico falo comestible– debe penetrar en él y quedarse ahí parado para probar su calidad. Además, todavía hoy el chocolate caliente se sirve en celebraciones familiares y entrañables (navidad, reyes y días de muertos) cosa que desde luego no sólo se hace por su natural capacidad de contrarrestar el frío, sino por representar el amor que une a las personas, amor que acuerdo con las categorías aristotélicas no tiene por qué ser sólo erótico.

El tiempo no tardaría en asociarle nuevos significados y afinidades al chocolate. Pronto el color rojo, símbolo ancestral del fuego, la pasión y el amor divino sería el adecuado para envolver «bombones», que hoy en día se producen con forma de corazón, se adornan con inocentes figuras de Cupido y resultan el regalo perfecto para los inquietos amantes cada 14 de febrero. Esa deidad alada e infantil de la antigüedad grecolatina poco tenía de inocente, debe decirse, pues era hijo de Venus-belleza y Marte-guerra y su nombre significaba más pasión, ansia y deseo vehemente que amor. Lo demás relacionado con el «Día del amor» y el consumo asociado del chocolate es historia moderna. Que en la actualidad San Valentín sea un santo asociado con lo amoroso y en su día los enamorados o lujuriosos se regalen chocolates parece ser una invención mercadológica inglesa, francesa y belga, pues en realidad nada en la hagiografía de los tres Valentines conocidos tiene que ver con el amor, salvo que de uno de ellos se dice que casaba a las personas antes de que partieran a la guerra–y mucho menos con el ardor sexual. 


Según Geoffrey Chaucer, un conocido escritor de vidas de santos durante el siglo XIV, lo que en realidad sucedía alrededor del 14 de febrero y San Valentín era que las aves comenzaban a emparejarse. Esto era ya de por sí un símbolo del amor, pero la idea se complementaba con el hecho de que cada 15 de febrero los jóvenes romanos se hacían regalos en recuerdo de una inútilmente proscrita fiesta pagana conocida como Lupercalia, dedicada al fauno mítico que, convertido en loba, había amamantado a Rómulo y Remo. Es probable que sea innecesario recordar que en la mitología antigua los faunos o sátiros eran seres lascivos con exacerbado deseo sexual y que en la realidad el chocolate provoca también reacciones ardientes, lo cual nos pone sobre la pista de por qué regalamos chocolates en San Valentín: puede que más de un enamorado meloso, acaramelado y lleno de empalago se desilusione, pero este nada inocente regalo en el «Día del amor y la amistad» lleva la oscura intención de solicitar y propiciar una unión desenfrenada y ardorosa, al más puro estilo de esas que sugería Ovidio el narigón en su inefable Arte de amar. 

® alberto peralta de legarreta