En noviembre los fríos comienzan a azotar los territorios. En los campos donde se tienden las milpas viejas las enjutas plantas del maíz se han coloreado de un sepia tenue, indicando que ha llegado el momento de arrancarles esas mazorcas secas que, como si de ancianos decrépitos se tratara, habrán de perder sus dientes para convertirse, gracias al nixtamal, en masa, tortillas y tamales. Todo en ese campo indica con su vejez la agonía decadente y la muerte próxima del año en curso. Todo queda estático y aparentemente estéril, en espera de un nuevo nacimiento del sol, alrededor del 25 de diciembre. Los surcos y los campos se incendian súbitamente con la aparición de flores amarillas y anaranjadas, humildes cempasúchiles y otras flores silvestres que parecen decirle a la gente –solían decírnoslo a nosotros– que en ese campo inactivo todo huele a muertos, y que estos esperan con paciencia el momento de volver a vivir. Esta escena tan familiar para quien vive o se mueve por los caminos de México tiene sorprendentes paralelos en otros lugares del mundo, donde en el mismo momento del año los campos se secan antes de volver a ser arados y sembrados. Este comportamiento cíclico del agro, ligado de manera íntima a las estaciones, es responsable de inspirar nuestros calendarios religiosos actuales, incluidos los mesoamericanos y, por difícil que parezca de creer, el cristiano con todas sus fiestas patronales, el nacimiento y la muerte de Cristo, la pascua de resurrección y el nacimiento de María.
Todas y cada una de esas festividades populares tuvieron ciertamente un origen agrícola, por lo que nuestra fiesta de muertos no es la excepción. Aunque ya muchos no estemos vinculados al campo ni seamos capaces de medir el tiempo sin relojes, todavía celebramos el próximo resurgimiento del sol y el verdor nutritivo que traerá, y para ello ofrecemos a las fuerzas desconocidas de la tierra sus propios frutos, aunque esta vez alterados gracias a la intervención humana en las cocinas. En tiempos pasados, europeos y mesoamericanos ofrendaban a la tierra los granos crudos del trigo o las semillas del maíz y el amaranto, pero cuando la idea era compartirlos en la mesa para festejar la fertilidad y fortalecer los lazos de la comunidad, estos siempre se compartían convertidos en pan de algún tipo. Para los cristianos la celebración eucarística es quizás uno de los mejores ejemplos de estas prácticas, pero sin duda el Pan de Muertos es la más clara expresión de estos quehaceres sociales en la cultura mexicana.
Es difícil rastrear los orígenes del Pan de Muertos que conocemos en la actualidad, aunque desde luego es descendiente de las tradicionales “animitas” de pan que con forma humana se consumen en muchas localidades de México. Una idea bastante idealista y patriotera afirma que algún tipo de pan o cereal cocinado se ofrendaba a la divinidad en tiempos anteriores a la conquista. Si bien es cierto que todas las fiestas del calendario mesoamericano se fundaban en eventos astronómicos relacionados con el campo y que en la mayor parte de ellas los alimentos eran elementos sine qua non, no queda del todo clara la existencia de un “pan de muertos” consumido en los primeros días de noviembre, durante las festividades prehispánicas alrededor de la muerte del campo. Por otro lado, cuando en Europa comenzaron a celebrarse las fiestas cristianas de los Fieles Difuntos en el siglo XII, tampoco eran otra cosa que adaptaciones de rituales populares y paganos, relacionados –cómo no– con la agricultura. Ya de nuevo en nuestro territorio, la literatura novohispana no parece haberse interesado demasiado en el tema del Pan de Muertos y la ritualidad festiva con que hoy lo consumimos. Con ese nombre no aparece en una sola fuente conocida y se encuentra nominalmente ausente en los recetarios desde el siglo XVIII hasta mediados del XX. Sin embargo, sí es posible encontrar en ellos la receta para hacer la mezcla tradicional con la que aún hoy se elabora, que es la masa básica que los panaderos utilizan para hacer bizcocho, unas veces aromatizada con anís o agua de azahares y casi siempre agregándole jugo de naranja para darle su sabor característico. Las recetas para hacer bizcochos son abundantes y variadas en fuentes mexicanas antiguas como el Recetario de Dominga de Guzmán, El Cocinero Mejicano de 1831 y La Cocinera Poblana o el libro de las Familias, aunque sólo en algunas de ellas se establece la forma final del pan (generalmente en forma de pequeños bollos) y el acabado final con huevo o mantequilla como adherentes para el azúcar o el ajonjolí tostado. Sin embargo, del nombre y la forma tradicional de nuestro pan, ni una sola palabra.
Óleo de Gustavo Montoya (siglo XX)
Las primeras recetas impresas de “muerto”, como lo conocemos actualmente, comenzaron a aparecer alrededor de 1945 en recetarios como el de “Repostería selecta” de Josefina Velázquez de León, ese olvidado baluarte de la cocina mexicana. Todo parece indicar que la forma actual del pan, en forma de bollo semiesférico coronado con cuatro o más “huesos”, “lágrimas” y una bolita o “cráneo”, tuvo su origen apenas a principios a finales del siglo XIX o principios del XX, como lo atestiguan nuestras fuentes más antiguas, los óleos de bodegones de Agustín Arrieta (1803-1874) que muestran un pan de forma semejante a los actuales. También contamos con el "Bodegón con panes mexicanos" de Gustavo Montoya (n. 1907) en el que aparece una mesa con los panes dulces tradicionales que tuvo la suerte de conocer, y al centro de su composición, montado en un extraño utensilio parecido a un frutero, sobresale un pulcro pan de muerto, casi idéntico a los de hoy en día. Por todo lo anterior, existe una buena posibilidad de que el entronizamiento de este pan de temporada como parte de la identidad nacional –que incluye la leyenda de su supuesto origen prehispánico, su simbología formal y su pretendida continuidad en el mestizaje durante los tiempos novohispanos– sean meros productos mitológicos del patriotismo post revolucionario de la primera mitad del siglo XX, que diera vida a instituciones como la Secretaría de Educación Pública y a buena parte de lo que hoy conocemos como cocina popular mexicana. En suma, el Pan de Muertos es, a pesar de su corta presencia en nuestra historia, un alimento delicioso y lleno de significado para ese momento del año en que llenos de nostalgia recordamos a los difuntos, esos seres que gracias a nuestra invocación tienen permitido volver comer a nuestro lado en las mesas y altares que les hemos dispuesto y reparar con dulzura, abundancia y emoción un poco de su fría y amarga melancolía.
® Alberto Peralta de Legarreta
Catalogue of a collection of objects illustrating the folklore of Mexico, Frederick Starr, 1899
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TEZONTEPEC :- " Nov. 1st and 2nd, they set out offerings to the dead, consisting of an abundance of bread, fruit, dulces, wax candles, flowers. For grown persons they also place liquors, cigarettes, mole, pulque, tamales. Dogs are muzzled, so as not to molest the dead, who come to take the offerings. The doors of the place where the food is laid out are left open. Masses are said for the dead. The names of the parents are recited. On the last day of the feast the family and neighbours meet and eat and drink the offerings."