Adquiera usted una barra del chocolate de su preferencia y diríjase a un lugar concurrido. Sáquela descaradamente, despacio y con fingida parsimonia, tómese unos momentos para observar las miradas de envidia y codicia que suscita, y sobre todo, ponga atención a las sonrisas. El chocolate tiene la capacidad de alterar el humor y las sensaciones de las personas a tal grado que ni siquiera será necesario que lo consuman. Ante la percepción o intuición la memoria sensorial se encarga de anticipar parte de la reacción endorfínica que el chocolate suele causar en nuestros cuerpos, preparando al ya de por sí ansioso individuo para el posible estallido de felicidad química que se avecina.
Esto que hoy sucede con tanta frecuencia debido a nuestro continuo consumo del chocolate no era en absoluto común cuando este paradójico ingrediente americano llegó a Europa a finales del siglo XV o principios del XVI. De hecho, su recepción inicial en la corte de Madrid fue poco amable y, para lo cristianos que decían ser, notablemente poco caritativa. Hay que tomar en cuenta que al llegar a los muelles peninsulares el cacao fue percibido como alimento «de indios», inferior por provenir de un continente del que la Biblia no decía una sola palabra y, peor aún, producto de los dominios de Satanás en el lado oscuro y oculto del mundo. Tales argumentos falaces fueron suficientes para explicar la amargura de esa bebida bárbara con la que los habitantes del Nuevo Mundo parecían deleitarse, pues para una Europa que comenzaba a edulcorarse artificialmente y tenía a la dulzura como símbolo de lo bueno y lo divino, a aquella bebida oscura, amarga y llena de textura nada le alcanzaba para ganarse la dignidad de lo aceptable. Sin embargo, tras conocerse la noticia de que sólo los nobles de América tenían acceso y derecho a ella, y que los granos del fruto eran tan apreciados que se usaban como moneda, los peninsulares le dieron una oportunidad.
Las primeras experiencias bebiendo cacao mostraron a los europeos algo absolutamente insospechado: aquel brebaje acre y diabólico enervaba, calentaba aun cuando se bebiera frío y provocaba súbitos impulsos amatorios. Tal era justamente el tipo de sensaciones exóticas que anhelaba la corte madrileña, ávida de exotismo y diferenciación, cuyos curiosos miembros quizás experimentaban ya por entonces con sustancias como la Cannabis Yndica, la Nux Moscata y más de un tipo de hongo alucinógeno. El chocolate modificó sus ánimos cortesanos y había terminado por engancharlos, a tal grado que muy pronto el fruto del cacao se convertiría en un producto de consumo exclusivo de la corte española y muchos otros nobles europeos comenzarían a codiciarlo.
Después de un largo periplo del Cacao por la Europa mediterránea –donde por cierto, aún no se llamaba chocolate– este regresó a España casi irreconocible y listo para volver a cruzar el Atlántico rumbo a América. En su paso por las cortes de Francia y su viaje a través de los lecheros Países Bajos con rumbo a Italia, esta bebida ganó ingredientes y sabores que, unas veces para dignificarlo y otras para llenarlo de prestigio y mayor exotismo, lo convirtieron en el chocolate que hoy conocemos. Fue en Europa donde se le adicionaron azúcar primero, leche después y especias como la canela y la vainilla al final.
Debido a las sensaciones estimulantes que el chocolate provocaba en aquellos cuerpos inexpertos, para el siglo XVIII se había convertido en un símbolo con connotaciones y propiedades relacionadas con la lascivia y lo amoroso. En Francia, por ejemplo, que un caballero invitara a una dama a tomar una taza de chocolate era en realidad un eufemismo barroco para hacerle saber sus deseos de poseerla sexualmente, y es probable que desde entonces, adicionado con un energético como el azúcar y la sensualidad de las especias, el chocolate se convirtiera también en un símbolo del amor. Asimismo, nadie habrá dejado de notar que en España el chocolate se bebe tan espeso que el churro que tradicionalmente lo acompaña –arquetípico falo comestible– debe penetrar en él y quedarse ahí parado para probar su calidad. Además, todavía hoy el chocolate caliente se sirve en celebraciones familiares y entrañables (navidad, reyes y días de muertos) cosa que desde luego no sólo se hace por su natural capacidad de contrarrestar el frío, sino por representar el amor que une a las personas, amor que acuerdo con las categorías aristotélicas no tiene por qué ser sólo erótico.
El tiempo no tardaría en asociarle nuevos significados y afinidades al chocolate. Pronto el color rojo, símbolo ancestral del fuego, la pasión y el amor divino sería el adecuado para envolver «bombones», que hoy en día se producen con forma de corazón, se adornan con inocentes figuras de Cupido y resultan el regalo perfecto para los inquietos amantes cada 14 de febrero. Esa deidad alada e infantil de la antigüedad grecolatina poco tenía de inocente, debe decirse, pues era hijo de Venus-belleza y Marte-guerra y su nombre significaba más pasión, ansia y deseo vehemente que amor. Lo demás relacionado con el «Día del amor» y el consumo asociado del chocolate es historia moderna. Que en la actualidad San Valentín sea un santo asociado con lo amoroso y en su día los enamorados o lujuriosos se regalen chocolates parece ser una invención mercadológica inglesa, francesa y belga, pues en realidad nada en la hagiografía de los tres Valentines conocidos tiene que ver con el amor, salvo que de uno de ellos se dice que casaba a las personas antes de que partieran a la guerra–y mucho menos con el ardor sexual.
Según Geoffrey Chaucer, un conocido escritor de vidas de santos durante el siglo XIV, lo que en realidad sucedía alrededor del 14 de febrero y San Valentín era que las aves comenzaban a emparejarse. Esto era ya de por sí un símbolo del amor, pero la idea se complementaba con el hecho de que cada 15 de febrero los jóvenes romanos se hacían regalos en recuerdo de una inútilmente proscrita fiesta pagana conocida como Lupercalia, dedicada al fauno mítico que, convertido en loba, había amamantado a Rómulo y Remo. Es probable que sea innecesario recordar que en la mitología antigua los faunos o sátiros eran seres lascivos con exacerbado deseo sexual y que en la realidad el chocolate provoca también reacciones ardientes, lo cual nos pone sobre la pista de por qué regalamos chocolates en San Valentín: puede que más de un enamorado meloso, acaramelado y lleno de empalago se desilusione, pero este nada inocente regalo en el «Día del amor y la amistad» lleva la oscura intención de solicitar y propiciar una unión desenfrenada y ardorosa, al más puro estilo de esas que sugería Ovidio el narigón en su inefable Arte de amar.
® alberto peralta de legarreta
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