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jueves, 5 de diciembre de 2019

La lengua de los pájaros

Hace unos cuantos siglos las personas se hacían muchas preguntas -como hoy- sobre el universo, su origen y su misterioso funcionamiento. Diversos mecanismos para darles respuesta se pusieron en marcha: el empírico, el religioso, el de la elucubración, el de la imaginación, y muy recientemente, el de la Ciencia.  La edad media, una etapa histórica donde dejar de lado el ambiente religioso predominante y la confrontación con el modelo islámico resultaría ocioso, proveyó interesantes tesis y ocasiones para argumentarlas. Una de las preguntas de aquellos días tenía que ver con la creación del mundo y lo que lo rodeaba. Cristianismo, Judaísmo e Islam estaban de acuerdo en que había sido creado por Dios, y siguiendo la tradición de las escrituras, de la divinidad habían brotado palabras que se materializaban según su deseo. Esto quiere decir que la voz de Dios ordenaba verbalizando y el resultado era la sustantivación.


Pero ¿En qué lengua había hablado Dios cuando creó el universo?


El cuestionamiento podría parecer banal, pero no lo era en absoluto. Quien probara su tesis establecería su preponderancia o jerarquía sobre los demás. Por un lado, los hebreos podían afirmar que Dios había hablado en arameo, puesto que aquella era la lengua del pueblo elegido y los antiguos textos sagrados venían de una tradición oral aramea. Los cristianos, que bebían del mismo libro sagrado, habrían podido concordar con ello, pero en definitiva el arameo no era su lengua, y por ello afirmaban que Dios había hablado en griego o en latín, las lenguas cultas de Occidente en las que se habían vertido con tanta dignidad la Torá y el Nuevo Testamento desde el siglo IV e incluso antes. Los árabes islámicos, por su parte, no dudaron en afirmar que Dios había hablado en árabe, pues si el sagrado Corán había sido dictado a Mahoma su bella lengua, era sin duda porque aquel era el idioma nativo de Dios. El problema fue el hecho insoslayable de que antes de la creación del mundo no existían ni hebreos, ni cristianos ni árabes. ¿Cómo, entonces, podría haber usado Dios alguna de aquellas lenguas, nacidas todas del libre albedrío que días después otorgaría a los humanos?

Los teólogos debatieron arduamente sobre este y otros asuntos de capital importancia. El lenguaje utilizado por Dios debía haber sido uno de carácter universal, por todo y por todos comprensible. Los árabes, con un poco de la geometría euclidiana que habían rescatado en sus manuscritos y con base en el dogma de que Dios no puede ser representado, propusieron –o convalidaron, porque una idea semejante ya germinaba en Occidente– que Dios era un geómetra y que su lengua creadora habían sido las matemáticas. Su voz y palabras habían sido números, ecuaciones y progresiones, y éstas se habían tornado en objetos materiales con orden, concierto y perfección. El arte cristiano no dudó en representar a Dios con escuadra y compás en las manos, mientras que el Islam se inclinó por el perfeccionamiento de los diseños geométricos que representaban la estructura de lo creado y el Judaísmo se enfocaba en la optimización de una hermenéutica propia, la Qabbalah, es decir,  el desciframiento e interpretación matemática de las escrituras.


Pero había otras escuelas subyacentes de pensamiento. La Alquimia tenía ya algunos siglos tratando de establecer una vía alterna hacia el conocimiento y bebía de todas las fuentes y enfoques posibles. Para un alquimista la existencia de Dios era indubitable, pero los pensamientos de la divinidad, así como su quehacer creador, parecían claramente fuera de todas las posibilidades de la comprensión humana. Afortunadamente para ellos el segundo precepto de la Tabula Smaragdina, que dice “Lo que está abajo es como lo que está arriba, y lo que está arriba es como lo que está abajo”, les permitía intuir que lo desconocido "de arriba” (lo inmaterial, las ideas, lo intangible) tenía su representación o presencia en lo “de abajo”, y que por tanto el conocimiento del universo era verdaderamente acequible aun en nuestra realidad. Los alquimistas escribieron múltiples tratados que ponen en evidencia su ardua búsqueda de la verdad y el conocimiento –la Piedra u Oro Filosofal– que algunos iniciados como Santo Tomás y su maestro Alberto Magno no dudaron en identificar con Dios. Aquel conjunto de conocimientos y sus desiguales métodos, cuya posesión provocaba codicia y generaba no pocos peligros para la Fe, no estuvieron al alcance de todos. 



Por ello fueron cifrados en libros de procedimientos, cuyos autores echaron mano de simbologías planetarias, zodiacales, cabalísticas y matemáticas, además de múltiples alegorías, para registrarlos y asegurarse de que sólo los ojos iniciados fueran capaces de comprenderlos y valorarlos. En el argot alquímico, aquella manera críptica de hablar y escribir fue conocida como “La lengua de los pájaros”. Se trataba de un lenguaje bello, sí, por sus objetivos, armonioso por su apego a las matemáticas y la proporciones en los procedimientos que describía, pero misterioso y en muchas formas divino. El resultado fue la idea de que al crear el universo Dios había hablado en Música, disciplina y arte que se derivaba de las más puras matemáticas.

En el origen Dios había cantado sus deseos creadores, y la creación se había materializado al ritmo de sus artísticos pensamientos. En consecuencia, durante el barroco y después del Concilio de Trento la música alcanzó en Occidente un lugar legítimo en la representación de la compleja obra  y procedimientos de lo sagrado. El universo y sus invisibles engranajes, conocidos entonces como la Música de las esferas, se movían al ritmo melódico y el acompasado ritmo de un metrónomo divino, y de acuerdo con el principio alquímico, los designios misteriosos de aquella música sagrada yacían, escondidos aunque descifrables, en la armónica inocencia de las voces de los pájaros.


apl, diciembre 2019

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