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jueves, 10 de octubre de 2019

Personas, ciclos, alimentos

El ser humano siempre ha tenido curiosidad por el momento primigenio en que las cosas y los seres comenzaron a existir, preguntándose si todo permanecerá o deberá finalizar algún día. En su búsqueda de explicaciones pronto descubrió el comportamiento cíclico del cosmos y el mundo que habitaba, para lo cual desarrolló una compleja ritualidad que le permitió conmemorar y reproducir los momentos fundacionales del mundo o de su sociedad. El festejo del inicio o el final de los ciclos naturales o culturalmente construidos le sirvieron al hombre para tener identidad y fundar maneras únicas de interpretar el mundo, en busca no sólo del origen, sino de la permanencia. 

Apenas las personas adquirieron conciencia de sí mismas y se sintieron parte del mundo que lleno de misterios les rodeaba, comenzaron a percatarse de que todo en la naturaleza tenía un comienzo y un desenlace. Notaron que su propio cuerpo sufría profundos cambios con el transcurso de imparables y predecibles –aunque quizás no eternos– amaneceres y noches estrelladas. Que los frutos y las plantas que lo alimentaban no siempre estaban disponibles y que los grupos de animales aparecían y desaparecían del territorio sin una explicación aparente. Que las aves un día volaban hacia el mediodía y que la luna se llenaba poco a poco en el cielo, embarazándose más y más a lo largo de veintiocho puestas de sol, para finalmente parir una ausente luna nueva. Que el sol en ocasiones les permitía tener sombras largas y en contadas ocasiones se las robaba totalmente al pasar por la parte más alta del cielo. Sin embargo, con el paso del tiempo las personas se dieron cuenta de que este comportamiento cíclico de la naturaleza, de sus propios cuerpos, resultaba predecible y mesurable. Notaron que, como ellos mismos, los cereales debían envejecer y en el proceso llenarse de la sabiduría que no tenían sus versiones tiernas y maduras, para poder transmitir su conocimiento a una nueva generación de plantas nutritivas. 

Gracias a una constante observación e interacción con el mundo, el género humano comprendió también lo pasajero de su vida y se enfrentó, no sin inconformidad, a la certeza de la muerte. La percepción de un universo que se manifestaba en lapsos le permitió crear los primeros calendarios basándose en los 365 días que el sol necesitaba para amanecer de nuevo en un mismo sitio después de haberse paseado con majestad por el horizonte montañoso. Este paseo lleno de misterio aumentaba y disminuía la duración de los días con tal exactitud que pronto fue posible establecer el orden de las estaciones y los cambios climáticos asociados a ellas. Resultó notable que con el dinamismo del aspecto del mundo los alimentos también se modificaban, y con ello las comunidades establecieron las temporadas, decidiendo culturalmente qué comida era apta para cada momento del año o los procedimientos necesarios para purificarla y hacerla digna. La capacidad de predicción e interpretación de estos eventos desembocó en una arraigada ritualidad que pronto habría de convertirse en religión, de manera que el ser humano, conocedor de los fenómenos del mundo aunque incapaz de descifrarlos por completo, intentó re-ligarse con la divinidad, que seguramente poseía todas las respuestas y no hacía sino manifestarse en lo que había creado.

La circularidad del acontecer (nuestra palabra año proviene del latín anus, anillo) marcó la relación del hombre con la tierra. Ya sea dando por hecho que era por derecho dueño de ella –como en Occidente– o sintiéndose hijo o parte de la tierra como en las sociedades mesoamericanas, los ciclos naturales o culturalmente implementados, como la invención misma del tiempo, se convirtieron en una manera de simbolizar la armonía con la naturaleza y el ritmo de la vida con su nacimiento, formación, madurez y declive, aspectos que afectan tanto al individuo como a sus sociedades. La celebración reiterada del inicio y fin de estos ciclos sirvió al hombre como una manera de honrar a lo desconocido o de prolongar la existencia misma del mundo. La divinidad parecía hacerse presente en lo creado para marcar esos momentos, haciendo que el tiempo mítico que habitaba irrumpiera esporádica y súbitamente en el tiempo profano del mundo y así hacer patente su existencia. Era aquel el momento para que las personas intentaran propiciar las cosechas orando por la prosperidad de una estación, rogando por la llegada de las lluvias o trabajando en conjunto con la tierra en busca del reverdecimiento y fructificación de los campos.



El inicio de un ciclo anual requiere en muchas sociedades de una celebración comunitaria en la que se haga visible el conocimiento inconscientemente compartido de que un año no es sino el reflejo de la infinita circularidad del cosmos. El año simboliza la muerte, la permanencia y la eternidad al mismo tiempo . La celebración es por tanto la manera en que el ser humano reconoce y vuelve cíclicamente a su origen, festejando el momento de su creación y expresando su deseo de vivir. Para cada una de las festividades ligadas al inicio o final de un ciclo, el hombre desarrolló rituales en los que la convivencia alrededor de los alimentos, así como el acto de compartirlos en comunidad, fueron siempre un requerimiento básico. En el año nuevo cristiano los comensales consumen cada uno doce uvas, símbolo de los meses por venir, vida, sabiduría, abundancia y completitud, mientras que en un cumpleaños lo que suele hacerse es partir y compartir un pastel cubierto de dulzura y coronado con fuego, elemento que cumple un papel purificador como símbolo de amor y de conocimiento inspirador. La fiesta de Rosh Hashaná o año nuevo judío celebra el momento en que fue creado el mundo; se trata de un acontecimiento colectivo de gran introspección en el que se valora lo que fue recibido y lo que se recibirá. Los alimentos consumidos en esta fiesta simbolizan a la comunidad, el perdón, el recuerdo aleccionador de la historia y el agradecimiento por los frutos de la tierra.

Otros grupos humanos celebraron el inicio de sus ciclos anuales fortaleciendo a la tierra al ofrecerle trabajo y vida. Tras las celebraciones mexicas del Fuego Nuevo, la totalidad de las personas se recogían en sus casas durante los cinco días aciagos (sin veintena), extinguían todos los fuegos y se reunían en la fría oscuridad de las primeras noches de febrero. Todos los utensilios e imágenes de barro en cuya factura hubiera intervenido el fuego, elemento masculino ordenador del cosmos, eran desechados, quebrados y hundidos en las aguas del lago, reintegrándolos así a la tierra femenina que les había dado materia. Los fogones dejaban de producir comida y se ayunaba para dignificar el cuerpo, dejándolo apto para la nueva aparición del sol, que iniciaba así una nueva atadura de años llamada xiuhmolpilli, un ciclo completo en cuyo inicio los calendarios solar y venusino coincidían como sólo podía suceder cada 52 años. Después, el fuego nuevo que los sacerdotes habían encendido en una montaña cercana mediante el sacrificio de una persona en una única hoguera eran llevado con antorchas hasta cada barrio y rincón de la ciudad hasta llegar a cada casa para volver a dar calor, vida y alimento a las personas una vez garantizada ritualmente la salida del sol que daría inicio a un nuevo ciclo y seguiría comunicando vida al mundo.

Como los anteriores, muchos otros rituales cíclicos alrededor del mundo tuvieron la función de propiciar la agricultura, la transformación de alimentos y la comensalidad, que es la manera en que cada grupo humano decide compartirlos. El ser humano es responsable como civilizador del mundo de darle reconocimiento a lo desconocido y mediante la ritualidad fundar lazos emotivos y culturales entre sus miembros a través de representaciones reiteradas de los mitos que les dieron rostro a sus sociedades. Cada vez que conmemoramos la llegada de la primavera o festejamos a la Virgen de Guadalupe, celebramos la pascua o ayunamos durante el mes sagrado del Ramadán, los humanos recordamos nuestros orígenes, el momento en que para nosotros todo comenzó, y aspiramos a ser bendecidos con la continuidad aunque no sea eterna. Cada vez que alguien comparte alimentos durante la navidad o en la cena de Thanksgiving, lo que hace es conmemorar sus inicios y honrar el momento lejano en el tiempo en que su linaje o identidad nacieron de la tierra, para con suerte no dejar de existir. Y hay pocas cosas más humanas que el deseo de alcanzar la eternidad.

®alberto peralta, 2019

2 comentarios:

  1. Me gusta mucho cómo rematas tu publicación, gracias ya tenias tiempo sin publicar algo por estos lares.

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