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miércoles, 25 de noviembre de 2020

Los espectros del mole o el arte de comer por colores

Se nos ha dicho que comer es necesario para vivir y que muchas veces comemos por experimentar placer y gozo en su estado más puro, que es el que provee la certeza de que sobreviviremos. Lo que no se nos dice muy a menudo es que comemos por algo más que por sentir la tranquilizadora saciedad, y que para ello la cultura de cada grupo humano establece parámetros que filtran todo aquello que puede llegar a la boca, piel, nariz y estómago de sus individuos. Algunos de estos tamices encuentran su fundamento en lo relacionado al moldeo cultural de los sentidos. Tal es el caso del conjunto de normas no escritas en Occidente sobre el asco, a través de las cuales se criban aromas, texturas y sabores como lo fermentado, lo baboso, lo podrido, lo acre, lo enmohecido, lo amargo y… lo negro. Efectivamente, en asuntos gastronómicos la colorimetría tiene mucho qué ver, pues el color representa no sólo un método para señalar lo comestible y aceptable entre todo lo disponible –algo que hace de manera distinta y completamente respetable cada grupo humano– sino que constituye un eficaz sistema de comunicación de emociones y significados. Comemos y degustamos colores, o por decirlo de otra manera, privilegiamos entre el parecer de todos los sentidos el particular gusto de la vista.
 
 
En México comer por colores es en cierto modo una regla, y de hecho, se percibe de fondo la presencia de al menos dos grandes vertientes en sus cocinas: una verde y una roja. La primera se encuentra vinculada a una base en la que se mezclan el tomate (o tomatillo) y otros ingredientes frescos como los chiles, hierbas y no pocos quelites para proveer salsas, caldillos y moles. La vía roja suele tener su fundamento en la relación del jitomate con los chiles secos y proporciona caldos, caldillos, sopas y moles, aunque tampoco es infrecuente que en ella se manifiesten de manera aislada los chiles maduros de algún tipo. Otros alimentos se rigen también por un simbolismo de los colores, como el guacamole, el pico de gallo y los chiles en nogada, que de manera forzada la tradición ha asociado con el patriotismo y cuyo aspecto tricolor se vincula ya sin ambages con el lábaro patrio. También se le da cabida a la negrura en otros lugares inaceptable con el dulce de zapote, el recado negro mestizo, el cuitlacoche y el mole insignia de Oaxaca. Los ejemplos anteriores no hacen sino abrir la puerta a otras cocinas coloridas  como la amarilla o la color naranja, que producen pipianes o pascales, moles, guisados caldosos y recados rojos en Yucatán. En casi todas ellas la pigmentación se debe a la mezcla de factores físicos propios de ingredientes como la cebolla y el ajo blancos, los guajes y la tonalidad de los chiles en diversos estadios de maduración, que pasa del verde al amarillo, luego al naranja y finalmente al rojo antes de secarse y proveer matices guindas e incluso negros, como sucede con el hoy amenazado chilhuacle de las cañadas oaxaqueñas.

 

 

Todo parece llevarnos a los moles emblemáticos de México, de diversidad y colorido inefables. Hoy en día los moles constituyen un icono de la gastronomía mexicana que la fantasía y la mitología gastronómica han arraigado como originarios de los Estados de Puebla y Oaxaca, aunque en realidad es posible encontrarlos con infinitas variantes relacionadas con su color, sabor y uso a casi todo lo largo y ancho del país. A pesar de lo que rezan de manera poco reflexiva casi todos los gastronómos, la palabra Molli no significa salsa, sino guisado. La idea de que molli se traduce como salsa es simplista y probablemente hispano-francesa, algo que probablemente se deba a que durante el siglo XIX, cuando ya existían moles muy próximos a los actuales, éstos se utilizaban para cubrir otros alimentos o como guarnición lateral de éstos a la manera de una salsa francesa prohijada por la teoría de fondos. Eso significa que, siguiendo un criterio antiguo y más amplio como el que asoma en las crónicas del siglo XVI, moles son también, por genuino derecho lingüístico, los ya patrimoniales Atápakuas michoacanos, los adobos, los huatepes veracruzanos y un sinnúmero de eternos pucheros mestizos como la pancita, el menudo y la birria.

 

 
El nombre del mole parece aplicarse de manera genérica, pero sus particularidades o distinción requieren de un apelativo que lo caracterice. El apellido puede darle al mole personalidad regional (poblano, de Xico, de Oaxaca, guanajuatense); también puede indicar a quien lo consume cuál es su ingrediente principal (de naranja, de tal o cual chile, de pepita, de armadillo). Si el apellido se suma a la palabra mole como un prefijo encontraremos que existen chilmoles (de chile), tlemoles o clemoles (de tetl, fuego en nahuatl), aguacamoles (de aguacate) y huaxmoles (de guajes, un tipo de vaina). Otros apellidos indican el utensilio en el que se prepara o con el que se consume el mole, pues los hay “de olla” (tezmoles y chilatequiles guerrenses) y “de cuchara” como los arriba citados caldos de larga cocción. Moles también los hay con nombres de fiesta u ocasión, como los de novia, boda y manchamanteles, pero quizás el criterio más conocido y popular sea el relacionado con su coloración, pues los moles se reproducen en una gama graduada enorme y esta diversidad ha permitido asignarles no sólo origen geográfico y temporalidad de consumo, sino significado. Los hay predominantemente rojos, verdes, amarillos, verdes y color naranja, pero aunque hoy contemos con libros y cocineros que publican recetas estandarizadas y aparentemente “finales”, bien puede decirse que cada mole tiene una variante sabrosa y válida en las manos de cada cocinera. Cualquier mexicano sabe que no hay mole como el de su mamá o su abuelita.

 

 
La diversidad colorida de los moles mexicanos se asocia también a mitos como el de que Oaxaca tiene un mole insignia por cada una de sus regiones etno-geográficas. Actualmente el mole más emblemático de la entidad es de un exquisito color negro (ya estamos dotando a los colores de significados sápidos) que reta el espíritu experiencial del  osado turista cultural con sabores únicos como los de los chiles huacles (huecos), las cenizas achichinadas de pan y tortilla y el chile pasilla local. Otro mole más bien rojizo hecho con chiles secos y especias representa a la zona colindante con Puebla y no es poblano por razones que aún están por esclarecerse, mientras que también hay moles cariñosamente llamados “amarillitos” que van con guisos y empanadas. Otros más no son rojos, sino “coloraditos” (en el diminutivo llevan la grandeza) y más bien dulzones. Algunos verdes son únicos por elaborarse solamente con elementos herbales frescos a diferencia de otros en la República que requieren de las pepitas verdes de calabaza y tomate. Otros guisos entre los moles tienen nombres propios ligados a su rancio abolengo, como el manchamanteles, cuyos elementos centrales son frutas y tubérculos como el camote, y otros, como el chichilo, que poco se conoce y regala sabores inesperados como el de las hojas de aguacate. Como si todo esto no fuera suficiente, también se preparan en algunos lugares de México moles “elegantes” que se distinguen por su color blanco, llamados también de novia o de boda (con ajonjolí, almendras, chocolate blanco, pulque y jerez) y uno rosa, cuya insólita sofisticación le viene de la mezcla de ajonjolí, almendra, piñones, betabel, mezcal, pulque, chipotle y hoja santa. Parece que después de todo habrá que darles la razón, aunque se equivoquen, a quienes celebran el pretendido barroquismo de nuestros moles: no son de esa época pero sí están hechos para saber bien, oler bien, sentirse bien, escucharse bien (al cocinar, al comer) y sin duda, incitar con sus colores y comunicar lo mexicano de una manera espectacular.

® Alberto Peralta de Legarreta

 

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