Se nos ha dicho que comer es necesario
para vivir y que muchas veces comemos por experimentar placer y gozo en su
estado más puro, que es el que provee la certeza de que sobreviviremos. Lo que
no se nos dice muy a menudo es que comemos por algo más que por sentir la
tranquilizadora saciedad, y que para ello la cultura de cada grupo humano
establece parámetros que filtran todo aquello que puede llegar a la boca, piel,
nariz y estómago de sus individuos. Algunos de estos tamices encuentran su
fundamento en lo relacionado al moldeo cultural de los sentidos. Tal es el caso
del conjunto de normas no escritas en Occidente sobre el asco, a través de las
cuales se criban aromas, texturas y sabores como lo fermentado, lo baboso, lo
podrido, lo acre, lo enmohecido, lo amargo y… lo negro. Efectivamente, en
asuntos gastronómicos la colorimetría tiene mucho qué ver, pues el color
representa no sólo un método para señalar lo comestible y aceptable entre todo
lo disponible –algo que hace de manera distinta y completamente respetable cada
grupo humano– sino que constituye un eficaz sistema de comunicación de
emociones y significados. Comemos y degustamos colores, o por decirlo de otra
manera, privilegiamos entre el parecer de todos los sentidos el particular gusto de la vista.
En México comer por colores es en cierto
modo una regla, y de hecho, se percibe de fondo la presencia de al menos dos
grandes vertientes en sus cocinas: una verde y una roja. La primera se
encuentra vinculada a una base en la que se mezclan el tomate (o tomatillo) y
otros ingredientes frescos como los chiles, hierbas y no pocos quelites para
proveer salsas, caldillos y moles. La vía roja suele tener su fundamento en la
relación del jitomate con los chiles secos y proporciona caldos, caldillos,
sopas y moles, aunque tampoco es infrecuente que en ella se manifiesten de
manera aislada los chiles maduros de algún tipo. Otros alimentos se rigen
también por un simbolismo de los colores, como el guacamole, el pico de gallo y
los chiles en nogada, que de manera forzada la tradición ha asociado con el
patriotismo y cuyo aspecto tricolor se vincula ya sin ambages con el lábaro
patrio. También se le da cabida a la negrura en otros lugares inaceptable con
el dulce de zapote, el recado negro mestizo, el cuitlacoche y el mole insignia
de Oaxaca. Los ejemplos anteriores no hacen sino abrir la puerta a otras
cocinas coloridas como la amarilla o la color
naranja, que producen pipianes o pascales, moles, guisados caldosos y recados
rojos en Yucatán. En casi todas ellas la pigmentación se debe a la mezcla de
factores físicos propios de ingredientes como la cebolla y el ajo blancos, los
guajes y la tonalidad de los chiles en diversos estadios de maduración, que
pasa del verde al amarillo, luego al naranja y finalmente al rojo antes de
secarse y proveer matices guindas e incluso negros, como sucede con el hoy
amenazado chilhuacle de las cañadas
oaxaqueñas.
Todo parece llevarnos a los moles emblemáticos
de México, de diversidad y colorido inefables. Hoy en día los moles constituyen
un icono de la gastronomía mexicana que la fantasía y la mitología gastronómica
han arraigado como originarios de los Estados de Puebla y Oaxaca, aunque en
realidad es posible encontrarlos con infinitas variantes relacionadas con su
color, sabor y uso a casi todo lo largo y ancho del país. A pesar de lo que
rezan de manera poco reflexiva casi todos los gastronómos, la palabra Molli no significa salsa, sino guisado.
La idea de que molli se traduce como
salsa es simplista y probablemente hispano-francesa, algo que probablemente se
deba a que durante el siglo XIX, cuando ya existían moles muy próximos a los
actuales, éstos se utilizaban para cubrir otros alimentos o como guarnición lateral
de éstos a la manera de una salsa francesa prohijada por la teoría de fondos.
Eso significa que, siguiendo un criterio antiguo y más amplio como el que asoma
en las crónicas del siglo XVI, moles son también, por genuino derecho
lingüístico, los ya patrimoniales Atápakuas
michoacanos, los adobos, los huatepes
veracruzanos y un sinnúmero de eternos pucheros mestizos como la pancita, el
menudo y la birria.
El nombre del mole parece aplicarse de
manera genérica, pero sus particularidades o distinción requieren de un
apelativo que lo caracterice. El apellido puede darle al mole personalidad
regional (poblano, de Xico, de Oaxaca, guanajuatense); también puede indicar a
quien lo consume cuál es su ingrediente principal (de naranja, de tal o cual
chile, de pepita, de armadillo). Si el apellido se suma a la palabra mole como
un prefijo encontraremos que existen chilmoles
(de chile), tlemoles o clemoles (de tetl, fuego en nahuatl), aguacamoles (de aguacate) y
huaxmoles (de guajes, un tipo de vaina). Otros apellidos indican el
utensilio en el que se prepara o con el que se consume el mole, pues los hay
“de olla” (tezmoles y chilatequiles guerrenses) y “de cuchara”
como los arriba citados caldos de larga cocción. Moles también los hay con
nombres de fiesta u ocasión, como los de
novia, boda y manchamanteles, pero quizás el criterio más conocido y popular
sea el relacionado con su coloración, pues los moles se reproducen en una gama
graduada enorme y esta diversidad ha permitido asignarles no sólo origen geográfico
y temporalidad de consumo, sino significado. Los hay predominantemente rojos,
verdes, amarillos, verdes y color naranja, pero aunque hoy contemos con libros
y cocineros que publican recetas estandarizadas y aparentemente “finales”, bien
puede decirse que cada mole tiene una variante sabrosa y válida en las manos de
cada cocinera. Cualquier mexicano sabe que no hay mole como el de su mamá o su
abuelita.
La diversidad colorida de los moles
mexicanos se asocia también a mitos como el de que Oaxaca tiene un mole
insignia por cada una de sus regiones etno-geográficas. Actualmente el mole más
emblemático de la entidad es de un exquisito color negro (ya estamos dotando a
los colores de significados sápidos) que reta el espíritu experiencial del osado turista cultural con sabores únicos
como los de los chiles huacles
(huecos), las cenizas achichinadas de pan y tortilla y el chile pasilla local.
Otro mole más bien rojizo hecho con chiles secos y especias representa a la
zona colindante con Puebla y no es poblano por razones que aún están por
esclarecerse, mientras que también hay moles cariñosamente llamados
“amarillitos” que van con guisos y empanadas. Otros más no son rojos, sino
“coloraditos” (en el diminutivo llevan la grandeza) y más bien dulzones. Algunos
verdes son únicos por elaborarse solamente con elementos herbales frescos a
diferencia de otros en la República que requieren de las pepitas verdes de
calabaza y tomate. Otros guisos entre los moles tienen nombres propios ligados
a su rancio abolengo, como el manchamanteles, cuyos elementos centrales son
frutas y tubérculos como el camote, y otros, como el chichilo, que poco se conoce y regala sabores inesperados como el
de las hojas de aguacate. Como si todo esto no fuera suficiente, también se
preparan en algunos lugares de México moles “elegantes” que se distinguen por
su color blanco, llamados también de
novia o de boda (con ajonjolí,
almendras, chocolate blanco, pulque y jerez) y uno rosa, cuya insólita
sofisticación le viene de la mezcla de ajonjolí, almendra, piñones, betabel,
mezcal, pulque, chipotle y hoja santa. Parece que después de todo habrá que
darles la razón, aunque se equivoquen, a quienes celebran el pretendido
barroquismo de nuestros moles: no son de esa época pero sí están hechos para
saber bien, oler bien, sentirse bien, escucharse bien (al cocinar, al comer) y
sin duda, incitar con sus colores y comunicar lo mexicano de una manera
espectacular.
® Alberto Peralta de Legarreta
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