Una de las características simbólicas más notables del pensamiento Occidental es la forma geométrica con la que interpreta el espacio y el tiempo. En términos de lo terrestre, los usuarios de esta forma especulativa de conocimiento interpretan al tiempo como una línea continua que, de manera indefectible, tiene inicio y final. De este modo, el mundo judeocristiano percibe que la existencia humana tuvo una génesis tras la Creación y experimentará inevitablemente el fin del mundo (erróneamente llamado Apocalipsis) ya que sólo en la Eternidad el tiempo pierde su linealidad para volverse circular o esférico (Libro de los veinticuatro filósofos, 2000). Es por esta razón que en Occidente existe la idea de que somos finitos en lo corporal pero perennes en el espíritu y hemos convertido en trascendente la idea de que el Cielo es el lugar perfecto donde nuestra incapacidad de ser inmortales se desmorona y nos libera, legándonos la felicidad. En consecuencia, tendemos a medir el tiempo mundano como reflejo dependiente del tiempo sagrado, por lo que nos gustan particularmente los ciclos; somos afines a formar “completitudes”, algunas relacionadas con nuestra corporalidad como las decenas (basadas en la existencia de diez dedos, provocadores también del sistema decimal) y, otras muy anteriores –digamos cósmicas– como las docenas, con las cuales percibimos al 12 como número importante en el que se refleja la divinidad y el universo que nos rodea: Cristo tuvo doce apóstoles, el año tiene doce meses, doce son las constelaciones del zodíaco, contamos doce horas diurnas y doce nocturnas, cada hora puede partirse en cinco secciones de doce minutos, Jesús apareció doce veces tras su resurrección, hubo doce tribus de Israel y doce son los “frutos” del Espíritu Santo. En suma, el doce parece ser un número representativo de lo que está completo y de la perfección (Chevalier, 1986).
La tradicional Rosca de Reyes guarda un significado íntimamente relacionado con esta manera cíclica de ver el mundo y con la celebración de las completitudes temporales. De entrada, la rosca es un pan, objeto comestible de factura humana que en Occidente es considerado como el símbolo del alimento por excelencia. Obtener “el pan” con el sudor de la frente o recibir de Dios “el pan de cada día”, significa tener lo suficiente para vivir, y al transformar ese alimento en comida compartiéndolo en una mesa queda también cubierto el aspecto emocional que toda buena comida requiere. Tomemos en cuenta además que tradicionalmente la Rosca de Reyes sólo se produce y consume durante los primeros días del año (en lo ideal, porque en lo comercial este significado comienza a ser destruido poco a poco por panaderías industriales y supermercados), hecho que lo convierte en un alimento periódico anual ligado al simbolismo de una completitud que se cierra y otra más que apenas comienza. Resulta difícil de explicar, pero este delicioso pan a los mexicanos “no nos sabe” si lo consumimos fuera del contexto adecuado, que es el de la fiesta cristiana de la epifanía en los alrededores de la noche del 5 de enero. La fiesta religiosa de la epifanía, conocida en el imaginario cristiano como la visita de los Reyes Magos al niño Jesús, tiene antecedentes en los antiguos calendarios agrícolas europeos y mesoamericanos. En ella se celebra el momento en que “el sol niño se manifiesta” (επιφάνεια) de manera brillante, fenómeno que se observa exactamente doce días después de su nacimiento (natividad) durante el solsticio de invierno.
Los antecedentes históricos de la Rosca de Reyes se remontan a los tiempos del paganismo grecorromano y las fiestas solsticiales de Zeus-Saturno, aunque es posible que con los siglos se emparentara también con el diseño español de las coronas de adviento o la de un rey. En Roma los saturnales (Johnson, 1999) se festejaban con la elaboración de panes redondeados en cuya masa se mezclaban dátiles, miel e higos para más tarde ser obsequiados a los pobres y menesterosos. Siglos más tarde, antes incluso de que el emperador Constantino comparara a Jesús con su Sol Invicto, comenzó la tradición pagana de introducir una haba seca en la masa del pan para que quien la encontrara en su porción fuera proclamado simbólicamente “rey de reyes” (algo que con el tiempo sería otro atributo de Cristo) o “rey de la haba”. La figura del niño que pueden encontrar actualmente quienes comparten la rosca, hecha de porcelana o plástico, es precisamente un recuerdo de aquellas habas y la representación simbólica de ese Cristo-Sol, una deidad cuyo nacimiento, como el de muchas otras en el mundo, fue establecido para el 25 de diciembre, en la cercanía del solsticio de invierno.
Algo más cerca de nuestros tiempos, en los inicios de la baja Edad Media, a este pan conmemorativo y simbólicamente circular ya se le conocía como Roscón de Reyes en el Reino de Navarra, mientras que al mismo tiempo en el siglo XII, más al sur, el famoso poeta andalusí Ben Quzmán describía en su célebre Diwan (Cancionero) una tradición semejante en la que se colocaba una moneda al interior de un pan llamado hallullo, el cual se siguió preparando en Granada y ha llegado hasta nuestros días (Quzman, 1996). Antaño esos roscones no se elaboraban con la tradicional masa de bizcocho “a la mexicana”, sino con masa de hojaldre, y siglos más tarde fue en nuestro territorio donde comenzó su ornamentación con frutas secas y cristalizadas. La tradición europea de hacer pagar el próximo roscón a quien hallara el haba o la moneda se transformó en el México antiguo en una obligación de repartir tamales el dos de febrero, Día de la Candelaria que en el mito celebra el fin de la cuarentena de María y la presentación del niño Jesús en el Templo. Este rasgo particular de un pan que compromete al consumo de otro es un fruto indudable del mestizaje y del valor que tiene la comensalidad para los mexicanos, además de que por sí mismo constituye un gran regalo en el día preciso en que todos esperan regalos, llegados mágicamente de los tres confines o reinos del mundo antiguo según la visión milenarista y trinitaria del franciscano Joachim di Fiore: Europa (Melchor), Oriente (Gaspar) y África (Baltasar) (Frost, 2002).
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