Busca en este blog

sábado, 9 de septiembre de 2023

Alquimistas en la cocina

A finales del siglo XVIII muchos cocineros franceses se convirtieron en chefs, toda vez que de pronto se vieron emancipados de sus antiguos patrones a los que su nobleza no les había servido para conservar la cabeza durante la revolución. Aquellos sofisticados hombres de cocina habían servido durante años a personajes dueños de paladares no sólo ávidos de novedad sino sumamente exigentes y entregados a la extravagancia y la exclusividad (Neirinck y Poulan, 2001). Corrían, por decirlo utilizando el lugar común, tiempos barrocos; la sensualidad se desbordaba copiosamente en todos los aspectos de la vida y la cultura. Esto sucedía como respuesta a los recientemente abandonados tiempos renacentistas, los cuales, según la Iglesia, habían estado dominados por la vacuidad del pensamiento liberal protestante, que entre otras cosas abominaba las imágenes, causantes de la supuesta idolatría católica. Tal juicio era al parecer infundado, pues de acuerdo con el Concilio de Trento aquella rebuscada y abundante iconografía –que funcionaba a manera de representación artístico/arquitectónico/gastronómica de la Creación– resultaba útil no sólo para fundamentar la comprensión de lo invisible, sino necesaria para el sustento de la Fe. La abundancia sensual (pensemos también en sensorial) del pensamiento barroco, que tanto llegaría a definir las complejas gastronomías de finales del siglo XVIII, constituía la prueba material y mundana de la existencia de Dios, quien se había volcado amorosamente en el mundo (eso incluía los alimentos) llenándolo de dones para los seres humanos. De esa manera, a aquellos incrédulos que cuestionaban la existencia y el poder de la divinidad, o bien, que la creían simplemente irrepresentable, sólo les quedaba rendirse ante la evidencia de que su imagen y presencia estaba en todo aquello que había creado.


Los siglos XVII y XVIII definieron lo «barroco», una época de experimentación
sensual donde la abundancia fue un valor esencial.

Aquel pensamiento barroco (de la Encina, 1980) fue hijo de profundos conflictos entre el espíritu y el intelecto. La llegada de la figura del chef se daba después de una larga evolución al final de la cual se le arrebató el oficio culinario a las mujeres, quienes desde entonces quedaron relegadas a «su ámbito», el doméstico, donde reinaba lo inexacto y lo emocional. Como primer paso en esta lenta escalada al poder llegó el espíritu medieval del cocinero, quien no exento de curiosidad, deseo de experimentación, sensibilidad y conocimiento de las reglas del ayuno inspiraría el profesionalismo de los cocineros-artistas durante el renacentista Cinquecento. En esa época el cocinar se convirtió en un arte público que, a pesar de todo, no dudó en mantener su respeto por lo religioso (Scappi, 2004). Posteriormente, ya en las postrimerías del siglo XVIII y como hombres pertenecientes a un siglo ilustrado, enciclopédico y laico, los cocineros se convertirían en jefes y administradores de sus propias cocinas y negocios, autodefiniéndose como «alquimistas de la cocina». Esto parecería a primera vista paradójico, pues la ciencia moderna de la que alardeaban los chefs se encontraba fundada en métodos rigurosos como el cartesiano y mantenía una postura sumamente crítica frente los conocimientos ancestrales y míticos. De ellos surgieron las primeras recetas estandarizadas y dotadas de medidas, tiempos y temperaturas, aptas para ser reproducidas una y otra vez sin cambios o errores. Sin embargo, a pesar de toda la rigidez y su búsqueda tenaz del perfeccionamiento, no pudieron olvidar ni saberse deudores de los principios empíricos de la alquimia medieval.


La Alquimia o «gran obra» llegó a Europa desde el Oriente.
Ahí los sabios desarrollaron teoría y práctica para obtener la esencia de las cosas.
Un alquimista o «filósofo» estaba en perpetua búsqueda del conocimiento y la verdad.
Sus operaciones y métodos buscaban desentrañar los misterios del universo,
pero a nivel humano, prescindiendo de la inspiración divina, que por otro lado no desdeñaban.

A los alquimistas la historia barata nos los ha pintado como locos buscando absurdamente lo imposible (Perry, 1995). La superficialidad con que se alude a su quehacer nos ha llevado a pensar que intentaban enriquecerse codiciosamente con el oro filosofal o que anhelaban la utópica luz de la inmortalidad. Tales infundios responden a algo simple: ni sus patrocinadores ni sus detractores estaban al tanto de los nombres simbólicos con los que los filósofos se referían de manera metafórica a los objetivos verdaderos de su búsqueda: el Conocimiento y la Verdad. La alquimia llegó a Europa desde el Medio Oriente y entre sus fines se encontraba hallar y extraer, mediante la operación y la transmutación de la materia, la quintaesencia de las cosas, es decir, dar con aquello que mantenía unidos y proporcionados a los cuatro elementos (o sus esencias) en un objeto. Esa quintaesencia debía ser algo sublime y brillante como una estrella, pensaban, y en su presencia toda duda quedaría disipada como si su luz irrumpiera súbita y definitivamente en la penumbra de la ignorancia (Roob, 1997). En la búsqueda de lo esencial los alquimistas sintetizaron aceites (algunos de especias), destilaron alcoholes, sublimaron compuestos y descubrieron infinidad de sales y ácidos. También introdujeron los hornos o atanores de calor contenido, algunos de ellos incluso portátiles, y sentaron las bases para el conocimiento y difusión de las cerámicas y los cristales refractarios. Su conocimiento sentaría con el tiempo las bases para la química y la cocina modernas.


El cocinero-alquimista, mostrando triunfante el producto de su trabajo (nótese que el punto de fuga del cuadro es el plato de caldo). Este artista científico de la cocina logró sintetizar los ingredientes que lo rodean y obtener de ellos su esencia, concentrada en un caldo o fondo. La materia original ya no está ahí, sino sólo su «alma».

Por todo lo anterior resulta justo confirmar el título de «Alquimistas de la cocina» que adoptaron los chefs del siglo XVIII (Neirinck y Poulan, 2001). Si ponemos atención a sus búsquedas, veremos que se comportaban como verdaderos científicos al aplicar muchas de las técnicas heredadas de los oscuros laboratorios filosóficos y que incluso algunos diseños de sus poyos y hornillas también se inspiraron en ellos. Durante los años finales del barroco lo cocinado debía saber al ingrediente fundamental cocinado, es decir que una sopa de cebolla debía saber a cebolla, y una carne –por cocida y condimentada que estuviera– esencialmente a carne. De este pensamiento derivó la Teoría culinaria de los fondos que hoy rige todavía a la gastronomía francesa. Culinariamente hablando un fondo es textualmente la consunción (consomé) de algo, pues se trata de la reducción lenta y progresiva por cocción de uno o varios ingredientes hasta la obtención de algo que no es ya el objeto original, sino su esencia misma. En otras palabras, un fondo o buen caldo representa el alma de algo que fue; un concentrado quintaesencial capaz de emular al objeto original gracias a la operación culinaria de la materia. Ese mismo método operativo resultó útil para obtener la esencia o el espíritu oculto de materias primas como la negra y poco estética vainilla americana, las almendras y muchas otras especias, ingredientes que habitaron los complejos y desbordantes platos de los siglos barrocos como aromatizantes y saborizantes sorprendentes, pues a la vista de los neófitos esos ingredientes «no estaban ahí», aunque de algún modo, estaban (Díaz, 2003). Y todavía hay quien se atreve a afirmar que la alquimia fue una patraña y que la Edad Media no aportó nada a la humanidad. 

® alberto peralta de legarreta

No hay comentarios.:

Publicar un comentario