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miércoles, 13 de septiembre de 2023

Que tengas una dulce muerte

A los mexicanos nos gusta decir que nos reímos de la muerte. Al menos no nos alineamos con nuestra contraparte europea, que se la pasa tratando de evitar la extinción y dándole largas al envejecimiento. Mientras Europa se aferra cristianamente a lo material, a sus amados cuerpos y a su conflictuada concepción del Ser, en México tenemos siglos entendiendo que la Muerte es tan sólo una parte más de la vida. Aquí a la Muerte se le acaricia, se le contempla, se le degusta y se le acaba queriendo tal como es: un pequeño puntito siempre visible en el horizonte que crece inexorablemente día a día. La Muerte es por ello una certeza que los mexicanos hemos decidido endulzar, pues si de todas maneras nos hemos de morir, si su llegada es del todo inevitable ¿Para qué estar sufriendo con amargura?.


Por todo lo anterior es casi una perogrullada afirmar que en México se le rinde culto a la muerte y se le festeja en su día como si fuera un santo o la mismísima Virgen. En tiempos previos a la conquista los mesoamericanos consideraban que la certidumbre de la muerte no era sino la premonición de un nuevo y largo camino por recorrer. Este tenía un paisaje de ríos, fuego, vientos helados y montañas que chocaban entre sí, lugares cuya finalidad era triturar y consumir el cuerpo para liberar la energía tonalli, de modo que finalmente se reincorporara a la fuente siempre luminosa de la divinidad (López-Austin, 1994) encarnada por el sol o por una mítica águila. Pero en ese viaje al inframundo nada parece hablar de tristeza ni melancolía; de entrada, el lugar de destino no era ni bueno ni malo, sólo era, y los muertos transitaban hacia la eternidad provistos de nutricios itacates, alimentos y bebidas –algunos probablemente dulces– que sus familias habían dispuesto en sus tumbas. La Muerte en Mesoamérica era cosa de todos los días, pues se asomaba por doquier representada en la arquitectura por cráneos y figuras descarnadas de Mictlantecuhtli, o bien, en los sacrificios humanos y los decesos por guerra o causa natural (Matos, 1996). Aunque las fuentes históricas no lo dicen textualmente, existe una cierta posibilidad de que durante esas fiestas dedicadas a la Muerte se consumieran algunas especialidades dulces elaboradas con semillas reventadas de amaranto aglutinadas con mieles o jarabes de agave; sin embargo, no nos llegó una descripción escrita de la forma que estos dulces tomaban al ser moldeados, salvo la de que emulaban al numen mexica Huitzilopochtli.


De acuerdo con Carlos Zolla, estudioso de los dulces en México, las calaveritas de azúcar blanco comenzaron a producirse alrededor de los siglos XVII y XVIII como parte de toda una dulcería vinculada a las fiestas religiosas, al igual que otros alimentos característicos en celebraciones como el pan de muertos, la capirotada en cuaresma y los turrones o mazapanes en navidad (Zolla, 1993). Habían pasado ya casi 200 años desde la invasión y conquista europeas y el cristianismo comenzaba a consolidarse, aunque plagado de parches y préstamos de la antigua manera mesoamericana de ver el mundo. De acuerdo con la investigadora Teresa Castelló Yturbide, las primeras en hacer calaveritas de azúcar o alfeñique fueron las monjas capuchinas del convento de San Felipe de Jesús de la Ciudad de México durante el siglo XVII, aunque bien pudo suceder en la Puebla de los Ángeles con la misma orden religiosa durante el XVIII (Castelló, 2000). Al parecer estas beatas mujeres las elaboraban de la misma manera que hoy en día, es decir, con moldes de barro de Metepec en las que tomaba forma el azúcar humedecido con agua, algunas veces aromatizado con anís o vainilla. La labor primorosa de las monjas venía después, al desmoldar y ornamentar los pequeños cráneos con filigranas de azúcar coloreada cuyos diseños curvilíneos se realizaban cuidadosa y hábilmente mediante finas mangas pasteleras. El cronista jesuita Juan de Viera relata que durante el siglo XVIII la mayor producción de dulces artesanales de azúcar y alfeñique se hacía precisamente en la Ciudad de México alrededor los primeros días de noviembre, durante los festejos de los fieles difuntos, cuando según sus cálculos el gremio dulcero invertía cerca de cinco mil pesos (un dineral) en «gastos de azúcares», que terminaban moldeados en todas las formas posibles y vendidos en los aún hoy existentes Portales de Mercaderes de la Plaza Mayor o Zócalo capitalino (Viera, 1992). Ya por aquel entonces, nos dice Viera, las señoras se regalaban entre sí estas ofrendas dulces al final de las fiestas, con el pretexto de que «los muertos no se las llevaran» (a ellas). 

Lo cierto es que las calaveritas de azúcar circulaban ya desde aquellos tiempos virreinales y deben haberse consolidado como tradición durante el siglo XIX, ya con una imagen bastante acabada de los altares indocristianos (Reyes-Valerio, 2000) y la idea –no exenta de cierto humor sarcástico– de que a los mexicanos la calaca les pelaba los dientes. Una antigua copla popular, en uso hasta hace unas décadas a pesar de que ya no hacía sentido, tuvo su origen en la costumbre infantil de pedir dulces de puerta en puerta o de exigir a los adultos un aguinaldo en especie o dinero, por motivo del día de los difuntos, diciendo: «Mi calavera, mi tumba, mi muerto y mi tlaco vuelto» (el tlaco fue una antigua moneda de baja denominación). Las calaveritas dulces iban entonces a parar a los altares o –vía oral– a los torrentes sanguíneos de aquellos niños, quienes de una manera extraña comenzaban a relacionar a la muerte con la dulzura. Algunos viajeros europeos de principios del siglo XX se escandalizaron al enterarse de que a los niños no sólo se les regalaban estos «macabros» dulces tradicionales, sino que además cada calaverita tenía en la frente un papelito con su nombre, y que aún así, sin saber de surrealismo ni de arte dadá, se la comían sin miedo ni pudores. 

Comer calaveritas de azúcar en México sigue siendo una manera de honrar la memoria de nuestros idos y recordar que todos habremos de petatearnos e irnos «a calacas» tarde o temprano. Puestas en un altar de esos que hoy creemos ancestrales estos dulces y demás placeres representan una singular invitación abierta a las ánimas queridas de quienes partieron, porque las queremos compartiendo la mesa con nosotros nuevamente, siempre, y esto no puede ser jamás desde la amargura. Y que no se dude que, como rasgo de nuestra buena educación, regalar una calaverita es como decirle a alguien querido «Te deseo la más dulce de las muertes».

® alberto peralta de legarreta

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