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lunes, 29 de julio de 2024

De Chiles en nogada, mitos e historiadores aguafiestas


Ser historiador tiene sus buenas y también sus malas. Bueno es querer saber un poco más sobre el origen y el significado de las cosas que usamos y comemos cotidianamente, pero malo evidenciar que mucho de lo que veneramos en nuestras mesas y hogares pertenece al mundo de lo mítico (Campbell, 2001 y 2014), epifanía con la que uno acaba no creyendo en nada. Como además los historiadores somos buenas y humanistas personas, consideramos justo compartir un poco de esa verdad que encontramos, y de paso echamos a perder sin empacho alguna creencia de esas que tienen invadido el paladar y el corazón. Los historiadores gastronómicos somos, en suma, unos aguafiestas, y ahora, con perdón de ustedes, me dispongo a probarlo.



Ninguna gastronomía nacional existiría o se mantendría incólume sin beber de las sagradas fuentes de lo mítico. En efecto, no importa a dónde vaya alguien por el mundo, se enfrentará a la mitología local con la que la gente, después de siglos de arquitectura del pensamiento y un inconsciente pero muy necesario consenso, interpreta el mundo de una manera única y perfectamente válida como parte esencial de algo a lo que llamamos cultura (Peralta, 2018). Casi resulta innecesario decir que la gastronomía es una parte esencial de la cultura humana, pero quede como ejemplo ilustrativo el hecho de que ésta permite introducir –literalmente– el mundo a nuestros cuerpos y ayuda a decodificarlo de manera satisfactoria tanto para nutrirnos y dejarnos vivir como para conocer, al moldear nuestros paladares y sentar las bases para una posterior reproducción gastronómica de ese mundo, como parte de una cosmovisión (Korsmeyer, 2002). Entendamos, pues, como ingesta y conocimiento esa introducción del alimento al cuerpo, y a la digestión como una provechosa decodificación proveedora de significados, muchos de ellos míticos. Ya después será la cultura la encargada de transformarla en comida, dotándola de sentido y placer al compartirla en la mesa.

En México le gritamos al mundo, convencidos y con plena justificación, que nuestra gastronomía es única y que tienen que venir a probarnos. Le imponemos a nuestros platillos apellidos que los enaltecen (aunque no todo mortal los entienda) como «bonitos», «barrocos» o «históricos», pero casi nunca nos acordamos de llamarlos como se debe, es decir, «legendarios». Si algún mito gastronómico mexicano ha cobrado fuerza y se ha visto coronado con los laureles del haberse tornado en realidad histórica, es el que rodea a los icónicos y bellamente ornamentados chiles rellenos en nogada. Como buenos herederos de una inspiración barroca y sensual que ejercemos aun sin darnos cuenta (quede claro aquí que nadie afirma, como muchos, que esos chiles sean barrocos; de hecho, fue un mito el que los inscribió sin pruebas en ese período de la historia), los mexicanos armamos platillos sensuales que, por vivir en el campo subjuntivo del deseo, se perciben aun sin estar presentes. En nuestra opinión ya tendrán tiempo en la mesa para ser vistos, palpados y degustados, porque en ausencia ya habían sido presentidos, deseados, escuchados y olfateados. Y mal haría yo al omitir el instagramear y postear, esos otros recién descubiertos sentidos humanos asociados a su ser en la virtualidad y la inmediatez (Augé, 1998), sobre los que hay tanto aún qué filosofar.

A pesar de ser tan reales, los Chiles en nogada son paradójicamente míticos. Tal y como hoy los conocemos, con sus tres colores patrióticos y su look enigmático e irresistible, son el producto del empeño de dos cocineros de la tercera década del siglo XX por ver publicados sus recetarios, pero sobre todo de la imaginación de un conocido cronista con ganas de ser historiador al que le ganaban siempre la ficción y el frenesí por lo pintoresco. A Don Artemio de Valle-Arizpe le gustaba mucho adornar el pasado en sus escritos y lo hizo de una manera tan convincente y exitosa, que hoy se dan por buenos muchos de sus ilusorios dichos y afirmaciones sobre la época del barroco novohispano, como ese que afirma que Sor Juana no sólo fue cocinera, sino golosa repostera y confitera, y el de que los Chiles en nogada los crearon unas monjas (o tres doncellas hermanas) en Puebla para agasajar a Agustín de Iturbide el día de su santo (de Valle-Arizpe, 1951). Pero todo eso no son sino datos llenos de inflamado fervor patrio, nada más. Los beneméritos Chiles en nogada, hoy elevados al rango de símbolo nacional y en olor de santidad gracias al culto de que son objeto, son herederos de una larga tradición que con el tiempo fue acumulando elementos y formas, pues hay que recordar que todo platillo debe mutar para ajustarse a los paladares y exigencias de cada época, o perderá significado y caerá en desuso. 



No se tiene noticia alguna de que en el pasado prehispánico los chiles se rellenaran. Esta práctica de embucharlos o embutirlos debieron trasladarla de sus cocinas los invasores europeos en aras de dignificar aquel fruto que tanto les picaba y hacerlo encajar (sin albur) en sus estándares y estéticas culinarias. Tal vez fue esa la razón por la que seleccionaron para rellenar los chiles más grandes, espaciosos y menos agresivos, los inofensivos chiles hoy conocidos como poblanos, y les pusieron dentro, en su versión más básica, lo que como parte de una España que se negaba a dejar el medievo sería obvio esperar: un picadillo de carne. Este también evolucionó en nuestro territorio para incluir múltiples ingredientes y establecer extraños gustos dulces y hasta temperaturas adecuadas para su consumo. El siguiente paso en la evolución de los chiles en nogada es motivo de una fuerte controversia que ha llegado hasta nuestros días: ¿Hay que capearlos –cubrirlos con su rebozo de huevo, disfrazándolos quizás para maquillar su origen humilde– o no? La respuesta es forzosamente identitaria y regional, pues si la pregunta se hace en Puebla la respuesta categórica es que deben capearse y freírse en manteca, pero si se hace en la Ciudad de México, la respuesta será que deben servirse «encuerados». Hay que reconocer que ambas recetas son igualmente buenas, aunque mutuamente excluyentes. Desde la capital unos chiles capeados y fritos en manteca (Pilcher, 2001) suenan desde hace décadas a comida rural o de pobres. En la ciudad hace tiempo que las élites consideran poco sanas y de mal gusto no sólo la fritanga, sino la abominable y poco civilizada manteca (habiendo comales o grasas vegetales…) razón por la cual, en una especie de ánimo que hoy llamaríamos light, los chiles nacionales no se capean o rebozan en la Megalópolis. En Puebla tal remedo impostor constituye un acto herético o por lo menos una afrenta; allí predomina el axioma (si no dogma) de que si no se capean no son chiles en nogada auténticos. Finalmente se debe hablar del recubrimiento cremoso o nogada, cuya presencia en recetarios antiguos está comprobada. Esta provechosa herramienta de dignificación y estática que hace las veces de tapadura ornamental fue provista por el mestizaje y la subjuntiva aspiración, pues sus raíces apuntan a la prestigiosa cocina de Francia sin que algo mexicano lograra escabullirse en su composición. Los granos rojos de la granada son mera estética y fantasía medieval; tanto, que en los recetarios primitivos del siglo XIX aparecían como «opcionales» (Juárez, 2008). Y nada más se diga sobre esa hojita de perejil que hoy se pone por encima como parte del montaje (muchas veces sin finalidades sápidas) a la que puede considerársele como legítimo antepasado de esta moda actual de adornar los platos con brotecillos y flores.

Como se puede apreciar, existe una fuerte discusión alrededor de cuándo y dónde se originaron y qué significan los chiles en nogada. La primera polémica constituye un callejón sin salida, pues no contamos con registros antiguos que permitan establecer una pauta histórica definitiva, lo que ha provocado que cada bando se los apropie con emoción. La segunda, la de sus posibles significados, parece ser prueba de una pugna por la autenticidad y la genuinidad de las variantes del platillo, que se traduce en la expresión de múltiples micro identidades ansiosas por garantizar su reconocimiento como parte de la idea de Nación. ¿Cuál será, entonces, la receta buena y auténtica de unos chiles en nogada? Todas y cada una, por supuesto, si los paladares de cada lugar quedan satisfechos. 

®alberto peralta de legarreta

1 comentario:

  1. ¿Conoces los chiles capones, también de Puebla? Saber de ellos cambiaría tu visión del capeado sí o no

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