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domingo, 15 de septiembre de 2024

Sobre «andar papaloteando» y otras inocentes distracciones

La verdad es que uno siempre debería poder darse el lujo de distraerse, divagar, abstraerse o andar en la pendeja... así, nada más porque sí. Porque por otro lado la distracción involuntaria puede hacernos presa inesperadamente debido a un enamoramiento, tal vez a una ruptura o a una reflexión profunda; también cabe la posibilidad de que la admiración de algo observado o imaginado sea lo que lo embobe a uno, o bien, que un cierto tipo de ensoñación o ensimismamiento nos saquen momentáneamente de este mundo. En este caso, lo único de lo que uno debe cuidarse es de que el “andar en Babia” (sí, así con mayúscula, pues es un lugar geográfico en España) no sea causa de heridas traumáticas o termine siendo la causa de nuestra muerte.

Cualquiera sabe por experiencia que una distracción puede resultar catastrófica, pero quizás lo peor es que después de la catástrofe uno corre el peligro –bastante común hasta en los casos más graves– de ser indiciado como el culpable por haber “andado en las nubes”, numb o como decimos nosotros, por “venir tragando camote”. Como puede apreciarse en México tenemos varias maneras para referirnos a las distracciones, y una de ellas en específico tiene una historia interesante y algo insospechada que dio como resultado al original verbo Papalotear, que tal vez ya era usual en los siglos XVII y XVIII pero que en el XIX adquiriría su significado actual debido a una serie de desafortunados sucesos acaecidos durante los últimos años del virreinato.

A juzgar por los bandos* publicados periódicamente por los virreyes en los muros de la Ciudad de México, en aquellos tiempos una de las recreaciones más usuales de los niños y los ociosos era volar papalotes desde lo alto de las azoteas o en plena calle. Estos artefactos caseros hechos con papel ligero y varas huecas llegaron a la Nueva España como influencia del lejano Oriente, donde al parecer eran utilizados para enviar mensajes durante las batallas. En otros lugares del mundo español estos artificios voladores terminaron llamándose barriletes, cometas, chiringas, papagayos, coroneles o volantines, pero en México adoptaron la palabra nahuatl papalotl, que significa mariposa y debe darnos una idea de la forma que se les daba a los papalotes en aquellos tiempos. En aquellos siglos virreinales Papalotear fue el nombre que se le dio al “pueril y frívolo entretenimiento de volar papalotes” –como lo llamó el virrey Miguel la Grúa Talamanca y Branciforte en sus bandos de 1797 y 1802– y así debió seguir hasta que algunos niños distraídos cayeron de sus azoteas (al volar sus papalotes) encontrando un feo y aparatoso final, o bien, cuando la sociedad citadina atestiguó los primeros y fatales atropellamientos de personas distraídas en las calles, que acababan con sus hilos de cáñamo aún en las manos bajo los veloces cascos y ruedas de los carruajes jalados por caballos  y mulas. Fue probablemente por entonces cuando a esas pobres víctimas de la distracción y el descuido se les acusó por primera vez de “andar papaloteando”.

Las autoridades decidieron entonces que el papaloteo tendría caras consecuencias. Según los bandos, hacia 1802 quedó estrictamente prohibida la diversión de volarlos a menos que esto se hiciera en las afueras de la ciudad, donde no podrían causar accidentes. Pero si alguien era atrapado volando papalotes dentro de la ciudad se haría acreedor a una multa de cincuenta pesos la primera vez y de cien si reincidía. Si a pesar de estas penas algún necio insistía en seguir papaloteando, entonces el virrey preveía que a esa distracción –la de andar papaloteando de manera indolente– le venía bien el último y más doloroso castigo: el Destierro. Afortunadamente poco después México se independizó y fuimos libres de papalotear de una u otra manera a nuestro libre arbitrio.

* Los bandos son edictos o mandatos solemnemente publicados por orden superior de una autoridad. En la Ciudad de México estos eran impresos y pegados en los muros de la ciudad, donde se leían en voz alta para que incluso los iletrados conocieran su contenido.

® alberto peralta de legarreta


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