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sábado, 27 de septiembre de 2025

La imagen de un cocinero en 1611

Aquí les transcribo, a manera de curiosidad, la definición de cocinero que se lee en el primer diccionario de nuestra lengua. Este libro se titulaba «Tesoro de la lengua Castellana o Española» y fue publicado en 1611 por el licenciado Don Sebastian de Covarrubias Orozco. La verdad es que ahí los cocineros no salían bien librados, pues se les consideraba sucios y tan costosos que sólo podían permitírselos los ricos. Lo interesante es que esta apreciación fue rápidamente enmendada por Francisco Martínez Montiño, quien ese mismo año se apresuró a dedicar el primer capítulo de su libro «Arte de cocina, pastelería, vizcochería y conservería» a la pulcritud de la cocina y al buen gobierno que el cocinero había tener en ella. Es importante decir que ambos personajes, uno lingüista y otro cocinero, trabajaron juntos en las cortes de Felipe III y Felipe IV a finales del siglo XVI y principios del XVII. Veamos, entonces, la crítica definición de Covarrubias, que termina con un epigrama o verso satírico:

Cocinero. 

Oficial de la cocina de un señor, porque la gente ordinaria no se sirve de cocineros. Estos son liberales, pero no muy limpios: son costosísimos y gastan gran cantidad de espcias y manteca y vino, y todo lo demás. Tiene Marcial un epigrama gracioso, en esta materia, lib. 7 epigrama 26. Grandis etc. Parece ser que el emperador le debía dar liciencia para que se casase, o en algún parque suyo o monte vedado. Mató un gran jabalí que le debió caer en las redes, y traído a su casa hallóse embarazado con tan gran presa, especialmente que el cocinero le pedía mucha pimienta, y las demás especias, vino generoso, en cantidad, y recaudo para hacer con él cierta salsa secreta que no la comunicaba con los demás cocineros, y echada la cuenta venía a ser mucho el gasto. Acaba el epigrama como estos dos dísticos:

«Sed coquus ingentem piperis cos tumet atque frequentem,
addet et arcano mixta Falerna croco:
cum domino redeas; noster non te capit ignis,
conturbator aper vilibus exuritur haedis».

Si bien Covarrubias copió mal el epigrama de 7.26 de Marco Valerio Marcial (poeta hispanorromano que vivió entre los siglos I y II  que fue protegido de los emperadores Tito y Domiciano), podemos traducirlo como:

«Pero el cocinero hincha el plato con abundante pimienta
y le añadirá vino Falerno mezclado con misterioso azafrán.
Vuelve con tu dueño; nuestro fuego no te recibe:
el jabalí alborotador se asa con cabritos baratos».

El montón de pimienta al que aluden los versos constituye una crítica al uso desmedido de especias por parte de los cocineros. Cualquiera que lea recetarios de esa época notará que se aplicaba la frase “todas las especias” para muchos platillos, y cuando no era así, se proporcionaban larguísimas retahílas de ingredientes. El vino de Falerno, cuyas uvas se cultivaban en las laderas del mismo nombre, era el más afamado y exclusivo de Roma. Finalmente, el caro cerdo especiado se menciona en el epigrama para contrastarlo con los humildes cabritos asados de la gente del campo. Es posible que en los últimos quinientos años las cosas hayan cambiado muy, muy poco.

® alberto peralta de legarretas  2025


domingo, 7 de septiembre de 2025

Caldos, potajes, pucheros y cocidos

Debe ser difícil ir por esta vida llena de emociones sin recordar algún caldo delicioso. Casi es posible afirmar, con poco temor a equivocarnos, que en toda memoria humana habita al menos uno, cuya sola evocación es capaz de recordarnos un antiguo alivio, revivir un momento único e incluso traer de regreso a la vida a alguien que cocinaba, en nuestra opinión, como nadie en el mundo. Los caldos y los cocidos son amigos de la historia humana porque han estado en cada momento desde el inicio de los tiempos. Caldo o algo de esa naturaleza polisémica pudo ser lo que una mujer cocinó en su fogón cavernario hace miles de años, tras el dominio humano del fuego. Mientras los cazadoras lo utilizaban de manera directa en la intemperie para asar la carne, ellas mediaban sus efectos con agua y ollas, transformando ingredientes y condimentos diversos en alimentos calientes que satisfacían por igual a todos los comensales.

Caldos, potajes, pucheros y cocidos son alimentos ancestrales que caracterizan lo humano al comer. En ellos cabe prácticamente cualquier cosa, y gracias a su posibilidad de ser compartidos y provenir de una misma fuente sujeta a la sazón o a emociones de algún tipo, en estos guisos caldosos los ingredientes dejan de ser simples alimentos para convertirse en comida, es decir, en alimentos compartidos. Cabe decir que en la estructura dialéctica de la cultura de Occidente, caracterizada por el enfrentamiento de los opuestos, el calor es «bueno» en contraste con la «maldad» inherente al frío. De este modo tanto los antiguos filósofos como las esforzadas mujeres, amas del saber cotidiano, otorgaron a los caldos y guisos (poltos en griego, después pultes, pullmentum o puls en latín y finalmente puches en castellano) un carácter bondadoso. En la práctica estos alimentos proveían nutrientes, pero emocionalmente hablando eran y son percibidos como amorosos debido a su cualidad cálida –caliente–, que dio origen a la palabra «caldos». En Occidente, como en otras culturas donde el calor ha recibido el valor simbólico de lo bueno, estas preparaciones de verduras, legumbres y carnes suelen ser percibidas como reconfortantes, amorosas, nutricias y sanadoras. Para fines prácticos los caldos resultan, si caseros, generalmente femeninos; si visibles, racionales o gourmet, eminentemente masculinos.


Caldos en África y en Oriente

Los caldos tienen asimismo un poderoso valor cultural en Oriente. Cocinar y proveer algo caliente es algo que en Japón se asocia con lo materno, y al llegar a la mesa lo que un caldo invoca es la unidad y la cohesión familiar. Quien cocina busca el equilibrio y la persistencia de la tradición, y en no pocos hogares un caldo complejo, paciente y artesanal es también un símbolo de hospitalidad. Por otro lado, en la siempre olvidada África, el consumo de caldos en los que se mezclan raíces, hierbas, carnes y especias se hace tradicionalmente en un cuenco común y con ello se refuerza la idea de vivir en una colectividad llena de ritualidades. En ese continente el caldo no sólo busca alimentar y dar fuerza, sino convertirse en un elemento sanador lleno de identidad.

Los caldos en la historia de Occidente


Los caldos en la vida cotidiana de los romanos

En tiempos romanos, a las ollas que contenían el potaje –por potable– se les llamó pucheros, y a lo que en ellas se cocía, puls o puches. En estas preparaciones de origen humilde y relacionadas con una economía de subsistencia abundaron ingredientes pobres que los romanos citadinos despreciaban: huesos viejos, cereales bajos, legumbres, vísceras, ajo y cebolla de raigambre campesina, tubérculos «bárbaros» por foráneos, enjundia animal y quesos curados. Sin embargo, los caldos los comían y comen también los ricos, que a pesar de considerarlos simples no pueden ignorar su significado, sabor y efectos irresistibles. En algunos casos, cuando era posible, a estas preparaciones «pobres» se les adicionaban hierbas, aceite y especias que maquillaban sus sabores, les proporcionaban dignidad y permitían una mejor digestión al comensal. Sin embargo, como a pesar de todo muchos de los sabores de aquellos brebajes provenían de la crisis, era comunes entre los comensales ciertos gestos de desagrado, que por cierto hoy llamamos también pucheros. Buen ejemplo de ello son las crónicas mendicantes, que cuentan que los frailes alzaban los brazos y los ojos al cielo, rogando «Oh Señor justiciero, líbranos hoy del puchero».


¡Oh Señor justiciero, líbranos hoy del puchero!

En Occidente muchos caldos tomaron sus nombres del recipiente en el que eran cocidos y condimentados. Así, a lo largo de la historia hubo cazuelas, ollas, cazoletas y pucheros de múltiples ingredientes. Muchos de esos potajes, pucheros o cocidos tuvieron la capacidad histórica no sólo de permanecer en el gusto de sus usuarios, sino de convertirse en platos icónicos perfectos para simbolizar gastronomías nacionales. En todo el mundo los hay de una diversidad extraordinaria: en España paellas, ollas poderidas (no podridas o putrefactas como a veces se afirma con cierto desprecio o desconcierto, sino «poderosas»), cocidos capitalinos, provinciales y representantes de antiguos reinos. En Francia, donde con el tiempo a los caldos terminarían llamándolos fondos o consomés, la otrora humildísima y campesina sopa de cebolla es hoy el examen final de un aspirante a cocinero en Le Cordon Bleu. En el Medio Oriente se comparten la harira y el cocido de lentejas, que reconfortan y purifican el cuerpo tras el ayuno de Ramadán. En México, moles de plato y de cuchara, frijoles charros, lentejas, consomés de barbacoa con garbanza, romeritos, birrias y pozoles se desparraman festivamente en bodas, celebraciones o cualquier pretexto. En Cuba a cierto caldo se le llama Ajiaco, y en el Caribe (más bien seco), fiambre. Existen ollas étnicas como los chileatoles con chito, las gandingas y la pepena colimota. También hay potajes de carácter renunciante como los pucheros franciscanos de vigilia o los sencillos caldos de pollo vertidos en escudillas, así como cazuelas moriscas como las que comía en sus andares Don Alonso Quijano. El nuestro es un mundo lleno de caldos, y dadas sus bondades, bien podemos afirmar que ninguno es ni será jamás ortodoxo, y mucho menos superfluo.

® alberto peralta de legarreta




martes, 12 de agosto de 2025

Orígenes de la Nogada

Hagamos un recorrido histórico que nos permita entender uno de los elementos más emblemáticos de la Gastronomía mexicana. La nogada que hoy forma parte esencial de un platillo nacional no es una invención local, sino el resultado de una larga tradición y diversas influencias que se consolidaron a principios del siglo XIX y afloraron, para convertirse en símbolo patrio, durante el siglo XX. La mitología gastronómica popular, muchas veces carente de fundamentos, puede y debe convivir con la verdad histórica para brindar significados y fortalecer la identidad de sus usuarios o consumidores.

Los antecedentes romanos de la nogada

«Ius album in copadiis: piper, ligusticum, cuminum, apii semen, thymum, 
nucleos infusos, nuces infusas et purgatas, mel, acetum, liquamen et oleum»

Hace cerca de 2000 años, un romano rico y privilegiado, quien solía debatirse entre la glotonería y la sofisticación, escribió esta fórmula, correspondiente a una Salsa blanca que hoy bien pudiéramos llamar Nogada. Su nombre era Marcvs Gavius Apicivs y su registro en su libro «De re coquinaria» es probablemente el antecedente escrito más antiguo de nuestra célebre salsa septembrina. El recetario de Apicio resultó fundamental para la cocina europea medieval. Monjes y cocineros de diversas cortes lo transcribieron y adicionaron, convirtiéndolo en el modelo de recetario en Occidente. Una versión traducida de la obra de Apicio nos da su fórmula para una salsa blanca con nueces:

«Salsa blanca para carne guisada: Pimienta, ligústico [levístico o apio de la montaña],
comino, apio en grano, tomillo, piñones macerados, nueces maceradas y limpias, miel, vinagre, garum y aceite»

La influencia Andalusí

Es el siglo XIII en Al-Ándalus, hoy sur de España. Un escribano o copista abbasí desconocido, pero aparentemente ligado profesionalmente al oficio de la cocina y perteneciente a la corte de un califa, compila recetas como las del afamado califa Omeya Ibrahim Al-Mahdi. Entre ellas, dos recetas resultan de interés por incluir nueces como ingrediente de una salsa. La siguiente mención (sólo eso, sin receta) de esta preparación no aparecería sino hasta 1530, ya en un impreso español. A continuación, dos fórmulas que incluyen las nueces, a manera de nogada:

    *Gallina que se espesa con nueces y azafrán*

«Se corta la gallina en dos y se pone en la olla, se echa en ella una cebolla majada con cilantro verde, miel, especias, una cucharada de vinagre y media de almorí; se hierve hasta que se haga bueno su olor; luego se cubre con el agua y se cuece hasta que esté casi a punto; se hacen con su pechuga albóndigas, según lo que antecede y se echan en la olla; se estrellan en ella yemas de huevo y se espesa con la clara, nueces y azafrán majado; se vierte y se espolvorea con, pimienta y canela y se presenta, si Alláh quiere».

    *Pasta de nuez verde*

Se toma una libra de nuez verde [nueces de Castilla, verdes, que se cosechan en mayo o junio, cuando todavía están tiernas] y se agujerea mucho con un pincho de hierro, luego se macera en agua tres días; se saca del agua y se toma para cada libra tres de miel limpia de su espuma, después de cocerse un poco las nueces; se sacan del agua y se vuelven a la miel y se cuecen hasta que tomen forma de pasta; se aromatiza con canela, clavo y jengibre, una onza menos cuarto por cada libra y se come después de las comidas. Sus provechos: excita el apetito y digiere los alimentos, calienta los riñones y aumenta la orina.

Tanto la cocina hispano-magrebí como la andalusí gozaron de una sofisticación que ninguna otra cocina en Occidente fue capaz de equiparar. Las salsas, el uso de especias esencias florales, azúcar y aceites no sólo buscaba dar placer al paladar y el estómago, sino aportar equilibrio y salud a los comensales. Entre los árabes, nueces y almendras gozaron de especial predilección.


El antecedente español

Es posible que existan fuentes aún más antiguas para establecer la presencia histórica de las salsas nogadas en la cocina española gracias a la influencia andalusí, pero por el momento el «Vanquete de nobles caballeros e modo de bivir», publicado en 1530, parece un buen inicio. Este manual de vida para hombres contiene consejos para mantener la salud y la buena apariencia, y aunque no aporta una fórmula para prepararlas, aconseja: «Si fuere tiempo muy frío, vayan muy arropados y lleven consigo algunas conservas calientes para usar, ansí como jengibre y flor de naranja en conserva, y de cantuesso y algunos canelones, etc., y algunas tabletas, como diaciminum (comino), Aromático rosado (esencia de rosas), ambra (cierto malvón, o ámbar) y otras cosas semejantes. Usen capirotadas algunas veces con ajos y especies en los manjares y algunas nogadas con nueces y ajos por salsa, hecho a modo de España». De esta cita se colige que la salsa de nogada era conocida, que se ponía sobre las viandas y se elaboraba (al menos) con nueces y ajo.

Habría que esperar 77 años para que otra fuente impresa se ocupara de la nogada. El «Libro del arte de cozina de Domingo Hernández de Maceras» la incluye como parte de una preparación titulada «empanada inglesa de calabaza», aunque no proporciona una receta específica, limitándose a decir «pon la calabaza en una caçuela, y ponla en la lumbre, y ponle lumbre debaxo, y encima, como quien cuece una nogada». Lo que aporta esta fuente temprana es el método de cocción que, al parecer, era adecuado para confeccionar la salsa de nueces. 

El primer diccionario de la lengua española, publicado por Covarrubias en 1611, contiene una entrada para las nueces, mas no una para la nogada, que como se vio antes ya era un objeto conocido en el siglo XVI.

Quien finalmente aportó una receta y procedimiento para «una salsa llamada nogada» fue Diego Granados, en su «Libro del arte de cozina» de 1614. Es interesante notar que esta fórmula solicita también almendras y requiere ingredientes como la migaja de pan, el caldo de sustancia, especias dulces, azafrán, romero, yerbabuena y mejorana picadas y el ajo, que en adelante serán los elementos constituyentes básicos de muchas nogadas. La salsa de Diego Granados requería una libra de nueces (que no estén rancias), seis onzas de almendras mondadas. Se podía servir caliente o fría, «a beneplácito» sobre ranas, caracoles, pescados o menudencias de ternera fritas. En otra entrada Granados propone una nogada como relleno de hojas de lechuga o col. Esta composición de la nogada, más compleja y prestigiosa, contiene «nueces majadas en el mortero con almendras mondadas y una punta de ajo, un migajón de pan mojado, yerbabuena, mejorana, perejil, pimienta, canela y azafrán en buena cantidad, y huevos crudos, y unas pasas».

Para el siglo XVII, las nogadas medievales (primitivas, pero ya en busca de aportar prestigio y complejidad) estaban listas para cruzar el Atlántico y asentarse en América. De manera notable, el libro de Francisco Martínez Montiño (1611) –cuya impronta fue tan notoria en el pensamiento gastronómico novohispano y sus manuscritos– no contiene ninguna receta para preparar o usar la nogada.



Las nogadas novohispanas

Por cerca de tres siglos las cocinas de la Nueva España vivieron un lento proceso de adaptación, durante el cual se mezclaron los ingredientes y gustos mesoamericanos con los alimentos y preparaciones al estilo europeo. El más antiguo «Quaderno de varias resetitas para comer» novohispano hasta hoy conocido es sorprendentemente temprano, 1730, y al parecer perteneció a un convento femenino del Occidente de México. El manuscrito registra la que hasta el momento es la primera nogada mexicana, aunque se trata de una inusual fórmula para «Nogada de mostaza» en la que, por cierto, no se incluyen las nueces como ingrediente. Esto pudiera apuntar al hecho de que en el siglo XVIII ya se elaboraban en América varias «salsas» al estilo europeo, y como hemos visto antes, era común encontrar las nogadas en la lista. Parece ser que en este caso, «nogada» puede leerse como sinónimo de «salsa o aderezo» para pescados, que es como suele hallársele en otros documentos. La monja jaliciense legó su receta, hacia 1730:

«Nogada de Mostaza. Mostaza y pan, molido todo, y se deshace con agua y vinagre, y así que se cuesa se le echa aceyte, su puntita de dulce, y se ahoga ahí el pescado cocido». 

Entre 1750 y 1790 Doña Dominga de Guzmán escribió y adicionó su conocido recetario, en el que registró dos veces la nogada para aderezar pescados y una «portuguesa», para gallina. En sus fórmulas aparecen, ahora sí, las nueces y otros ingredientes como almendras, ajo, migajón, clavo, canela, aceite de oliva, chilitos y aceitunas, cacahuates y vinagre. La nogada se ponía sobre el pescado una vez servido en la mesa, incluyendo un poco de canela.

Más tarde, en 1773, los cocineros de la Hacienda del Peñasco en San Luis Potosí dejaron registro en sus Quadernos de una «Nogada francesa», preparación que incluía nueces molidas, vinagre, clavo, pimienta entera, canela en trozos, hebras de azafrán, sal y manteca. Finalmente, cinco décadas más tarde, en 1824, el excéntrico autor de la «Miselánea de Fórmulas de Cocina, Repostería y Confituras, que ha compilado un curioso GLOTÓN en Mégico» registraría una «Salsa de nueces» para la cual hacía falta dorar pan, moler nueces deshollejadas y tostadas y agregar ajo, pimienta, clavo, aceite y vinagre.

La Era de los recetarios impresos mexicanos estaba por comenzar. A partir de 1828, y hasta bien entrado el XX, los libros impresos traería nuevas formas de preparar la nogada. Tal es el caso del pescado en una «nogada de mostaza», más compleja que la ya mencionada de 1730 y publicada en el Novísimo Arte de cocina de 1831. Durante el siglo XIX la nogada fue acercándose poco a poco a la que hoy consideramos tradicional, cremosa y dulce. Sin embargo, ya veremos que a esta versión mexicana final le faltarían más de cien años para perfeccionarse, triunfar y volverse canónica.



Construcción de una nogada nacional

La Nueva España de pronto fue México a partir de 1821. No es que todos los habitantes de pronto se supieran mexicanos o tuvieran idea de lo que aquello significaba, pero estaba claro que en la búsqueda de una identidad la comida se convirtió pronto en un símbolo patrio. Así lo atestiguan documentos como el Libro de cocina de Don José Moreda de 1832, en el que se asoman ya platillos adjetivados como «nacionales», y las diversas muestras de expresiones micro regionalistas con platillos oaxaqueños, poblanos, veracruzanos y queretanos en otros recetarios de finales del siglo XVIII y principios del XIX.

Las nogadas comenzaron a ser populares y su presencia se observa en manuscritos culinarios tempranos como el recetario de la Gesta de Independencia (circa 1817), el Libro de María de la Luz Tissier (1823), la «Miselánea de fórmulas de cocina, repostería y confituras que ha compilado un curioso glotón en Mégico» (1824), el Arte de Cosina según el uso de la Provincia {de Oajaca} (1828) y el Libro de cocina de Don José Moreda (1832). Lo mismo se advierte en los primeros recetarios impresos como el Arte nuevo de cocina y repostería acomodado al uso mexicano (1828) y el Cocinero Mexicano (1831). En estos últimos impresos fundacionales aparecen, de hecho por primera vez, los chiles en nogada.

Lo que no puede encontrarse en estas primeras fuentes del México independiente es un uso común para la nogada o una fórmula fija, y mucho menos una receta que se aproxime a la que hoy consideramos canónica. Alrededor de 1817, en plena guerra contra España, un «Pipián de nogada» requería nueces limpias desbaratadas en metate, caldo, chiles desvenados, pan y cebolla frita, todo molido con clavo y canela. Parece que por entonces, para hacer una nogada, bastaba que la preparación incluyera nueces. La Sra. Tissier da por conocido el procedimiento para cierta nogada y la aplica sobre pollo o nabos, mientras que el «glotón» autor de la Miselánea proponía que su salsa de nueces, de la que no explicita sus usos, se hiciera friendo una rebanada de pan, nueces deshollejadas y tostadas, ajo, pimienta, clavo y vinagre. En 1828 verían la luz de la imprenta los primeros chiles «en nogada de nueces», recubrimiento espeso para el que era necesario moler nueces, chile ancho, cominos y pan. Para 1831 el Cocinero mexicano proponía unas calabacitas en donde la nogada contenía almendras, nueces, ajo, pimienta, migajón y queso. También aparecen unos pollos en nogada (sin nueces ni nogada) y una receta de nogada para aves (que daba por conocida y preparada la salsa). La nogada para chiles había perdido el color y el sabor que le daban los chiles anchos; sólo requería pan, almendras, cominos, sal y aceite de oliva. En su libro de cocina Don José Moreda utilizaba la nogada como condimentación para pescados, práctica por demás común y al parecer heredada de España. Estas nogadas oaxaqueñas de 1832 se elaboraban con nueces, ajo, clavo, canela, sal y aceite; sin embargo, una versión incluía también ajonjolí, almendras, nueces de Castilla, pan, aceite de oliva, orégano, sal y vinagre. Moreda escribió además que a la nogada «algunos le echan azúcar, otros manteca fría, yemas de huevo o manzanas». 

El primer registro de un elemento lácteo en una nogada mexicana fue publicado en 1831, donde un «queso fresco chico» se incluye en la nogada para calabacitas.  Posteriormente, en 1844 el recetario poblano «La cocinera de todo el mundo o la cocina sin cocinera» solicitaba para la nogada nueces, almendra, pan sin corteza, ajos, aceite de oliva, pimienta, sal y un trozo de queso fresco molido. Un año después, la edición corriente del Cocinero Mexicano en forma de Diccionario contaba con una extensa sección de nogadas, y explicaba que se trataba de una salsa hecha de nueces o almendras (o ambas) con especias y aceite. El texto explicaba que una nogada «se hace también de todas las sustancias aceitosas como la pepita, la almendra y otras, aunque ninguna es tan sabrosa como la de nuez». Ese mismo libro de 1845 proporcionaba además una receta para «nogada sin nuez para chiles rellenos» hecha con almendras, cominos, aceite y sal, y una para «nogada dulce de nuez y ajonjolí» que incluía azúcar y canela. Estas fórmulas se repetirían en subsecuentes ediciones a lo largo de todo el siglo XIX prácticamente sin cambios. Hacia 1864 la nogada, que de acuerdo con el Calendario de la cocinera mexicana seguía utilizándose para aderezar pescados, requería nueces, migajón, queso frescal, ajo, pimienta y sal.

El vino de Jerez llegaría a la preparación de chiles rellenos (aunque no a la nogada) entre 1872 y 1890, fechas de publicación de «La cocinera poblana o el libro de las familias» de Ángel Bassols. Su nogada llevaba queso fresco, un terrón de azúcar y aceite. La práctica de agregar «vino» (jerez) a la nogada se popularizó en Puebla durante las primeras tres décadas del siglo XX. Un recetario casero de 1930 ofrece dos fórmulas diferentes que lo incluyen, además de almendras, migajón, azúcar y leche (si se quiere) o queso.


El largo trayecto histórico de nuestra salsa está llegando a su fin. Es posible que la nogada cremosa, dulce y algo fantasiosa que hoy veneramos se haya consolidado finalmente en el paladar de los mexicanos en las décadas posteriores a 1940. Para 1960, una receta publicada y popularizada por Doña Josefina Velázquez de León pedía explícitamente nueces de Castilla frescas, almendras, queso de vaca o de cabra, jerez, leche y azúcar; justo lo que una «buena y tradicional» nogada requiere en nuestros días. Como hemos visto, la salsa de nogada y los chiles que suele aderezar (pues apenas es posible creer que hoy se utilice para algo más) fueron producto de una sucesión de aportaciones anónimas a lo largo de varios siglos. En su preparación salieron y entraron diversos ingredientes hasta que el gusto y la paulatina institucionalización de los chiles en nogada le otorgaron un trono en el cielo de la gastronomía mexicana.


® Alberto Peralta de Legarreta

Para leer más

Apicivs, M.G. (1987). De re coquinaria. Cocina romana. Editorial Coloquio.

Huici A. (trad.) (2016). La cocina hispano-magrebí durante la época almohade según un manuscrito del siglo XIII, TREA.