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jueves, 22 de agosto de 2019

Para presentar el libro de cocina de Socorro y Fernando del Paso

Resultaba en cierta manera extraño estar ahí, sentado a la mesa de presentación de un libro de cocina mexicana en la Feria Internacional de Libro de Guadalajara 2016, y no compartirla con expertos reconocidos de las artes culinarias para comentarlo. Resultaba también extraño estar sentados y hablando de comida en una mesa y no hacer otra cosa que imaginarla, o peor aún, desearla sin esperanza hasta el final de la presentación. Con el auge que la gastronomía mexicana ha tenido en los últimos años, producto de una inscripción en la lista del patrimonio intangible de la UNESCO, hoy en día es común entrar a una librería y observar grandes secciones dedicadas al suntuoso asunto bibliográfico de lo comestible. Muchos de esos libros, en ediciones envidiables de pasta dura y sobrecubierta e interiores de papel couché de buen gramaje, gozan de portadas magníficas ornamentadas con extreme close-ups de viandas emplatadas siguiendo los más modernos cánones de la estética. Esos acercamientos de la cámara a los alimentos en portada y páginas centrales parecen ser capaces de transmitir a quien lo observa un erotismo rayano en la sensualidad barroca, sensación que le invita a hojear el libro y finalmente a comprarlo aunque no cocine ni sea chef, porque su belleza como objeto quizás le provee la esperanza de que al llegar a casa y poner manos a la obra en la cocina, todo saldrá como en las fotografías, llenándolo de placer a él y a sus comensales, pero sobre todo dotándolo de prestigio; de ese prestigio de ver sus creaciones instagrameadas y presumidas [perdón, compartidas] instantáneamente alrededor del mundo, para ser vistas y envidiadas por miles en tan sólo unos cuantos segundos. 


Otras portadas de esos libros, nadie dejará de notarlo, muestran a su autor generalmente vestido de filipina y mirando de manera desafiante a la cámara, mientras cruza los brazos, arquea la ceja y posa de tres cuartos. Alguien debería decirles a esos cocineros que en términos de imagen un oficiante que no muestra sus manos no es confiable, y a quienes compran sus publicaciones, que reproducir recetas o leer sobre innovadores procedimientos de transformación, cocción y montaje no los convertirá en rockstars. Una vez adquiridos esos libros –que sin duda son más culinarios que gastronómicos– lo seguro es que irán a parar más a un bello y presuntuoso librero que a una cocina, convertidos en objetos imprácticos y demasiado caros para permitir que se pringuen, quemen o sufran salpicaduras. Tal vez esto nos ponga sobre la pista de por qué antaño los cuadernos de cocina que sí se usaban a un lado de la olla solían ser libretas manuscritas con mil y una enmendaduras y añadidos; eran apuntes que pasaban de mano en mano y de sazón en sazón, por lo que representaban el ejercicio diacrónico de cocinas ligadas a la historia y la vocación comunitaria, mientras que muchos formularios ilustrados modernos constituyen sólo instantáneas sincrónicas de la individualidad y el culto a la estética.


Un recetario es un documento que permite al lector-aprendiz transformar el simple alimento en comida. Esto significa que no sólo debe enseñarle a cocinar –cosa que por más indicaciones que se reciban es posible que no se logre– sino ayudarle a comprender los alimentos y proveerle la manera en que deben ser compartidos para que adquieran sentido y sabor en un cierto contexto. Un recetario dista mucho de ser solamente una colección de objetos comestibles bellamente ilustrados y procedimientos a prueba de inútiles; es más bien una guía para poner en contacto la técnica y el conocimiento culinario con ese envoltorio cultural que le da significado y lo llena de saber: la Gastronomía. En ese aspecto, un recetario es un auténtico medio de interpretación, pues lo comestible constituye un lenguaje capaz de comunicar identidad y aportar elementos para que los comensales compartan, con los alimentos convertidos ya en comida, una particular visión de la realidad y la manera adecuada de degustarla, algo a lo que Fernando del Paso llama “ejercer la libertad” y que bien podemos llamar Cultura. Los antiguos recetarios enseñaban también nociones de servicio, a combinar los platillos de acuerdo al buen gusto y a comportarse adecuadamente en la mesa. Además, estos compendios familiares contenían consejos femeninos, ideas para el hogar y hasta preparaciones farmacéuticas, de donde viene en culinaria el uso de la palabra “receta”, en sustitución de la anteriormente utilizada, “fórmula”.


El libro que aquel 30 de noviembre de 2016 nos reunía tiene las características del auténtico recetario. De entrada, en la dedicatoria y la introducción Fernando del Paso declara que se trata de un documento familiar, y como tal, heredero no sólo de una tradición, sino con la flexibilidad suficiente para integrar lo recientemente aprendido y darle forma para introducirlo a la cotidianidad. Que este libro es un instrumento interpretativo de la cocina mexicana no cabe duda alguna, pues del Paso indica que fue compilado y adaptado para un público francés poco familiarizado con ella y lleno de los prejuicios que suelen ser un obstáculo para la comprensión de nuestra cocina en entornos tan ajenos, incluso elitistas. En La cocina mexicana de Socorro y Fernando del Paso se escuchan claramente dos voces que terminan complementándose para formar un todo que va entre lo narrativo y lo meramente culinario. La Sra. Socorro comparte procedimientos y datos necesarios con el lenguaje propio de la cocina, pero lo hace de una manera tan natural que al leerle resulta imposible saber si del Paso ha metido o mete su cuchara, por decirlo de alguna manera, o si ya el lector se encuentra ante una voz dicotómica absolutamente armonizada. Fernando del paso, intuimos, falta con modestia a la verdad al afirmar que no cocina (al menos no como su esposa), pues con toda claridad sus intervenciones literarias tienen la función de aderezar y condimentar. Estas intervenciones son de diversa índole, pero en general tienen la intención de proporcionar familiaridad o sustento a la propuesta culinaria, guiando al lector no sólo en el origen de muchos ingredientes –algo que por otro lado se ha hecho mucho– sino en la manera correcta e idiomática con que los mexicanos los identificamos y diferenciamos; tal es el caso del genérico tomate y sus diversas variantes dialectales. Inmiscuyéndose en la cocina y la pericia nata de Socorro, del Paso salpimenta el recetario con anécdotas y datos históricos que sólo una vida de lecturas y viajes le pudo ayudar a compilar, porque estos suelen aparecer salpicados y sin contexto en múltiples textos, muchas veces poco o nada relacionados con la gastronomía. Y para apegarse al pensamiento del mexicano y su aparentemente incansable búsqueda por conocerse, en sus intervenciones del Paso presenta asimismo una buena cantidad de mitos –y un gran acierto es su reserva frente a ellos– a los que hoy podemos responsabilizar por moldear y dar certeza a varios símbolos patrios comestibles, como nuestro mole poblano inspirado por la divinidad y los chiles en nogada que, a pesar de no haber probado nunca, le fueron servidos a Iturbide.

No debe esperarse en el Libro de cocina de Socorro y Fernando del Paso platillos de esa cocina que injustamente se ha dado en llamar “alta”, sino comida proveniente de lo popular y lo familiar, que es igualmente presumible, diversa y orgullosa. Las recetas de la Sra. Socorro se parecen mucho a las de muchas de nuestras abuelas, esas anónimas heroínas, amas del fogón que eran y son capaces de transmitir emociones al cocinar y servir. Tampoco se trata de la clásica cocina llena de iconos y estereotipos, como esa que puebla los bufets turísticos en cada hotel de nuestra geografía. La cocina de Socorro demuestra oficio y dominio de ingredientes y utensilios. La sazón de la que hace gala es la de los hogares de hace cinco o seis décadas, cuando la mujer comenzaba a incorporarse a la vida económicamente productiva del país y se hacía presente la invasión de productos industriales y los electrodomésticos. Los platillos aquí expuestos no fingen nada –pues la cocina, si buena, es incapaz de fingir– y encuentran en la tecnología culinaria modos de sustituir a los utensilios tradicionales. Abundan por tanto los capeados o rebozados con sus respectivos caldillos, ambos elementos que si bien ya eran comunes en tiempos novohispanos no se popularizaron sino hasta la llegada de las batidoras y las licuadoras eléctricas a mediados del siglo XX, para luego encontrar el camino a su entronización popular al expenderse en las cocinas económicas. Se observa entre las recetas una acuciosa selección de lo que era posible reproducir en Francia, pero también una observancia de los requerimientos del ayuno y las necesidades de la dietética o la nutrición, por lo que lo mismo encontramos recetas de romeritos que de ensaladas y platos vegetarianos “de resistencia”. Y así, entre postres, cocteles, salsas y platillos pertenecientes a la más pura raigambre popular mexicana (calabacitas con carne de puerco, caldo tlalpeño, manchamanteles, tamal de cazuela, tinga, verdolagas) lo que el lector encontrará en estas páginas es tradición, conocimiento y cultura. En una sola palabra, Gastronomía; en más palabras, a una parte importante de sí mismo.

Ahora bien, con su narrativa asociada a la cocina y lo gastronómico Fernando del Paso no pudo evitar que se le cayeran en nuestro libro ciertos asuntos relacionados con la intertextualidad. De repente es posible notar, al excavar entre las líneas, algo de aquella melancolía experimentada por Palinuro en Londres ante las expresiones culinarias inglesas –y no las de París como Socorro, Fernando y su hija– tristísimas para mexicanos cuyos estómagos habían sido forjados en el fuego jamás descrito del Paraíso. Asoma también por ahí aquella abuela que Palinuro nombrara reina de la cocina, dueña y administradora de la charola del pan y de la decisión sobre quién se comería los bizcochos, y de alguna manera, aunque mucho menos grotesca y paradójica, aparece también la mítica Isla de los Gastrónomos, donde todo era sabor, aroma y textura en inquietantes ingestas. Elementos como los ahuautles, huevecillos de un insecto acuático, aparecen entre las quejas del Coronel Du Pin, quien en Noticias del Imperio se muestra intolerante al pulque, a las tortillas y a los frijoles. Y en el extremo opuesto, magníficamente ensalzados –y no me refiero a la salsa, que doy por buena sin dudarlo– los huevos rancheros presumiblemente inspirados en la receta que aquí comparte Socorro formaban parte del menú matutino del Emperador Maximiliano de Austria.

Los del Paso nos comparten una obra que tiene la virtud de demostrar, gracias a la literatura, la historia y el oficio coquinario; que la verdadera comida mexicana es la popular, aquella que se reproduce cotidianamente pletórica de identidad, emociones y sin fingimiento al interior de nuestros hogares, en fondas, calles y mercados. Y debe decirse que va aun más allá, pues el Libro de cocina de Socorro y Fernando del Paso contiene una muy temprana aportación teórica a la construcción del concepto de lo que hoy muchos llaman con ligereza o excesiva confianza “Nueva cocina mexicana”, definición que sigue sin discutirse ni producir acuerdos a pesar de que México cuenta [contaba] ya con un cuerpo diplomático gastronómico de elite, una Ley de Fomento a la Gastronomía Mexicana y varios chefs y establecimientos beneficiarios de ella colocados en las top lists internacionales. Queda todavía tanto por hacer, pero la reedición de este libro de cocina que hoy nos trae el Fondo de Cultura Económica constituye una buena muestra de que los recetarios pueden y deben volver a contener historia, anécdotas y platillos que por cotidianos parecen invisibles, devolviendo con ello humanidad e identidad a las cocinas mexicanas.

Aquella mesa de presentación terminó en una inolvidable comensalidad hecha de palabras. Agradezco profundamente a Fernando y Socorro del Paso, así como a su entrañable familia, aquellos breves momentos de convivencia en la que, por cierto, no hicieron falta los alimentos. Y no importó.

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