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sábado, 31 de agosto de 2019

Génesis y construcción del paladar nacional mexicano

En 1821 la nación mexicana apenas comenzaba a ver la luz, pero para que diera sus primeros pasos conscientes como país, faltarían aún décadas. Corrieron aquellos primeros años tras la revolución de Independencia, pero aquella algarabía inicial y esa buena noticia tan palpables en el altiplano (aunque desconocidas en detalle en las provincias) hubieron de esparcirse lentamente por el recién ganado país. Esto se dio gracias a parsimoniosas diligencias que rodaban a tumbos por los caminos reales, a gacetas y periódicos, a bandos colocados ex profeso en muros de pueblos y ciudades y a las crónicas de viajeros que, a manera de juglares en ejercicio de su mester, solían transportar las noticias y difundirlas en territorios cuyos habitantes apenas estaban enterados de lo sucedido. 

Muchas de esas personas habían pasado inopinadamente de novohispanos a mexicanos, y aunque con toda probabilidad y justicia ya tenían tiempo de hacerse llamar así a consecuencia del uso reiterado de la palabra México en la cotidianidad y el proyecto jesuítico criollista que comenzara en el siglo XVI, es poco probable que supieran lo que significaba realmente ser mexicano. Porque el México de las primeras décadas del siglo XIX presenció el fin de una guerra y la expulsión de sus opresores de siglos, pero es justo decir que ni la nacionalidad ni la identidad mexicanas se ganaron de inmediato –y en forma general– tras los sucesos libertarios; todo proceso cultural identitario pertenece al campo de la larga duración. México fue oficialmente México tras la abdicación de Iturbide al primer imperio y la promulgación de la Constitución de 1824, pero en ese entonces apenas comenzaba a prosperar, tras una lógica imposición, los primeros símbolos patrios con misión nacionalista y homogenizadora. Primero fueron los colores del estandarte de las tres garantías, que con buena probabilidad tuvieron como origen la simbología masónica de la transmutación alquímica y posteriormente fueron traducidos de una manera romántica en “Religión, Independencia y Unión”. Finalmente, mediante algo parecido a un ejercicio poético bastante cursi, la tríada nacional de colores se convirtió en “Esperanza, Pureza de la Fe y Sangre derramada por los héroes”. Sería mucho más tarde, mediante un artilugio editorial pletórico de nacionalismo posrevolucionario, que la bandera tricolor adquiriría finalmente un significado gastronómico-histórico-identitario al desarrollarse la leyenda culinaria de que esta gama de colores se había establecido en los chiles en nogada en honor de Agustín de Iturbide, así como en otras especialidades como el pozole, el guacamole y la salsa pico de gallo, cuyas recetas, tal como las conocemos en la actualidad, no aparecen en ningún recetario del siglo XIX. Otros símbolos con significado cambiante ayudarían con el tiempo a moldear y establecer la identidad y el carácter de lo mexicano.Tal fue el caso del águila y la serpiente, tomadas de una antigua profecía autocumplida del pueblo mexica, y la Virgen de Guadalupe, que en 1895 y tras un añejo periplo para probar su aquiropoyesis, milagros e historicidad, fuera coronada y convertida también en símbolo patrio, esta vez a nivel continental.

A pesar de que México había dejado de ser sólo una idea de nación que se había tornado en país al hacerse de un territorio, este se hallaba conformado por múltiples geografías, ideales e identidades micronacionales. El nombre de México era por entonces sólo el símbolo de un proyecto unificador en el que algunas regiones trataban de sobresalir y establecer sus potestades en el ámbito de la construcción de lo nacional. En el campo de lo gastronómico, ya desde el siglo XVIII algunos formularios manuscritos habían comenzado a establecer primitivas territorialidades y pertenencias nacionales al declarar derechos y denominaciones no sólo como parte de sus títulos editoriales, sino en el nombre de algunos platillos, cuya fama era ya, como el sol en las monedas, imposible de impostar o tapar con un dedo. Tal es el caso de un curioso “Arte Nuevo de cocina y repostería acomodado al uso mexicano” impreso en Nueva York en 1828[1], el “Novísimo arte de cocina… dedicado a las señoritas mexicanas” (1831), el primer recetario impreso en México en 1831 con el nombre del recién nacido país ambiguamente sugerido en la portada[2]y el libro de la Nueva Cocinera Mexicana de 1841. 


Fue así como se trasladaron desde la oralidad y de otros formularios (gracias a relaciones cuyos mecanismos aún no quedan del todo esclarecidos) recetarios como el Arte de cosina según el uso de la provincia {de Oajaca} año de 1829 y el Libro de cocina de D. José Moreda, año de 1832[3]perteneciente también, al menos en apariencia, al área de Oaxaca


Resulta de particular interés señalar que en este último recetario manuscrito el proceso de construcción de lo nacional en los platillos se observa no a niveles institucionales o editoriales, sino como emanación del espíritu patriótico de un civil. En el libro de José Moreda encontramos una fórmula para el “Manjar nacional” (receta No. 169), que provee un procedimiento para una especialidad bastante común en la mayoría de los recetarios novohispanos. Se puede decir que la fórmula parece copiada o “promediada” de diversas fuentes, pues en él no se perciben aportaciones ni intenciones de innovación. Sin embargo, fue precisamente en esa entrada del libro de cocina donde una mano diferente escribió un escolio –sin que exista la certeza de cuándo, aunque la caligrafía parece indicar una artificiosa intervención tardía–que eleva arbitrariamente el manjar a los altares nacionales. Marcándolo excepcionalmente con un asterisco entre paréntesis[4], un gozoso y emocionado patriota agregó la leyenda “Por decreto del Supremo Congreso Nacional”.  



Más tarde, en el tercer cuarto del siglo, se imprimió La cocinera Poblana o el libro de las familias, cuyo título pondera con claridad una cocina de tintes regionales. Del mismo modo, muchas microidentidades asoman en los recetarios de finales del XVIII y principios del XIX. Algunos moles prietos de clara inspiración oaxaqueña aparecen con sus recetas y procedimientos en formularios manuscritos presuntamente en San Luis Potosí[5]; un manjar blanco se transforma en “manjar real de San Juan del Río” en el Recetario de Dominga de Guzmán[6], del Estado de México; una sopa de pan adquiere derechos veracruzanos[7]en La cocinera poblana o el libro de las familias, mientras en diversos documentos el mole de guajolote ganaba terreno y poco a poco se convertía, por derecho propio, en poblano. Sin embargo, las denominaciones de origen de tipo nacional aún no se atrevían a aparecer del todo. En algunos recetarios del siglo XIX se escribieron breves apartados de “cocina mexicana”[8]–generalmente asociada a la comida popular de los antojitos elaborados con maíz y frijol– pero ningún platillo alcanzó con claridad el título de mexicano (quiero decir, “nacional”), sino tan sólo a usar el tímido y afrancesado epíteto de “a la mexicana”, como sucede con la “asadura llamada Gandinga”, y otra asadura más, “a la mexicana” que se pueden consultar en “La cocinera poblana o el libro de las familias”. En ese mismo manual aparece un Clemole mexicano (¿acaso alguno no lo era ya, por lógica y derecho?), un asado de guajolote a la mexicana, unos nopales navegantes mexicanos, y una olla podrida mexicana cocido veracruzano. De manera por demás curiosa se observan, en el mismo manual, platillos cuyos nombres acusan con claridad la admiración o influencia de cocinas con características regionales, nacionales e incluso étnicas: abundan platillos de las culinarias alemana, polaca, holandesa, turca, cubana, peruana, limeña, española, valenciana, catalana, italiana, napolitana, milanesa, portuguesa, leonesa, sevillana, francesa y provenzal, además de lo oaxaqueño, lo toluqueño y lo veracruzano. Y más controversial aún el hecho de que en este manual aparezca una especialidad denominada como “a la judía” en la que los menudillos de guajolote resultan inexplicables por tratarse de impuras menudencias, así como la utilización de abundante manteca de cerdo. En este caso, tanto ingredientes como procedimiento acercaban al platillo a lo pobre y, mejor dicho, a lo mexicano.

Lo mexicano a nivel nacional tardaría en llegar, principalmente porque requería usuarios que hubieran aprendido a decodificarlo homogénea y adecuadamente. Si hoy en día se hace un balance de lo que significa que una preparación culinaria se haga “a la mexicana”, tres cosas se antojarán básicas o necesarias para un platillo salado: el chile, la cebolla y el jitomate (opcionalmente, el ajo y la manteca), una tríada que sugiere la identitaria cromática trigarante y aporta sabores característicos a caldillos, moles de olla, salsas y arroces. Para lo mexicano dulce parecen indispensables la canela y el piloncillo o el azúcar –si el asunto es de pobres o de ricos– y si aplicamos el criterio del uso de la tríada para lo salado, hallaremos que en manuales como el de “La cocinera poblana” muchos platillos se encaminaban ya con corrección hacia el ámbito de lo nacional, aunque no todos tuvieron el valor para llevar a México en su nombre. El reconocimiento de la mexicanidad de un plato se debió también al uso de procedimientos culinarios tradicionales, como el de la barbacoa, que en el caso del “Cocinero Mexicano de 1831” requiere –para llamarse mexicana y distinguirse de la africana– de pencas de maguey u hojas de plátano y piedras (en vez de cáscara de coco y guijarros), además de la consabida salsa de jitomate. En ese mismo recetario encontramos relleno mexicano, albóndigas mexicanas, patos asados al estilo mexicano (sin jitomate), sopa a la mexicana (sin jitomate ni chile, pero sí leche y canela) y mostachones a la mexicana. Pareciera que, dada la ausencia de los adjetivos “mexicana” o “a la mexicana” en los recetarios conocidos anteriores a la Independencia, el fenómeno de identificar orgullosamente lo local fuera un acompañante de los ideales políticos post independentistas hacia la construcción de lo nacional, que de algún modo fomentaron el reconocimiento y la perpetuación del gusto popular y lo tradicional en la cocina. Había dado inicio la construcción ideológica del paladar mexicano, y el resto del siglo XX quedaría abierto para apropiarnos totalmente de ella.


® apl 2019



[1]El recetario fue impreso en Nueva York por los conocidos impresores y libreros Lanuza, Mendía y Co. Quienes durante la segunda mitad del siglo XIX editaron libros españoles o de otros países (tratados políticos y letras creativas) vertidos al castellano, sin que por ahora sea posible saber qué libro usaron como base para la publicación de su recetario ni por qué decidieron incluir la frase “al uso mexicano” en el título, utilizando la xen lugar de la tradicional jpara escribir el nombre del país. 
[2]Me refiero aEl cocinero mexicano ó colección de las mejores recetas para cocinar al estilo americano, publicado en 1831. El título es ambiguo, pues no se refiere propiamente a la cocina mexicana, sino al cocinero que pudiera desarrollar su actividad en el país o en América misma. Por su parte, José Luis Juárez López advierte en su Engranaje culinario(p. 64) que “al principiar el siglo XIX la cocina seguía siendo colonial, en el sentido de que no se había alterado, por así decirlo, su propia dinámica. Sólo emergería una propuesta diferente en este campo con la publicación de manuales de cocina, pero inclusos éstos seguirían presentándola”.
[3]Entre muchos otros, de los que ya se ha ocupado minuciosamente Juárez López, en su Engranaje Culinario.
[4]Es en pormenores como este cuando una adecuada información sobre las tintas, o una buena fotografía del documento sería de gran ayuda al colegir la temporalidad de las intervenciones.
[5]Libro de cocina de la gesta de Independencia. Nueva España, 1817. Conaculta, Colección Recetarios Antiguos,México, 2002.
[6]Recetario Mexiquense de Dominga de Guzmán, Siglo XVIII, Conaculta, Colección Recetarios Antiguos, México, 2010.
[7]La cocinera poblana o el libro de las familias, Octava edición corregida y aumentada de 1913, edición facsimilar de Editorial Maxtor, España, 2014.
[8]“Almuerzos ligeros, dispuestos con tortilla o masa de maíz” en El Cocinero Mexicano.

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