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domingo, 7 de septiembre de 2025

Caldos, potajes, pucheros y cocidos

Debe ser difícil ir por esta vida llena de emociones sin recordar algún caldo delicioso. Casi es posible afirmar, con poco temor a equivocarnos, que en toda memoria humana habita al menos uno, cuya sola evocación es capaz de recordarnos un antiguo alivio, revivir un momento único e incluso traer de regreso a la vida a alguien que cocinaba, en nuestra opinión, como nadie en el mundo. Los caldos y los cocidos son amigos de la historia humana porque han estado en cada momento desde el inicio de los tiempos. Caldo o algo de esa naturaleza polisémica pudo ser lo que una mujer cocinó en su fogón cavernario hace miles de años, tras el dominio humano del fuego. Mientras los cazadoras lo utilizaban de manera directa en la intemperie para asar la carne, ellas mediaban sus efectos con agua y ollas, transformando ingredientes y condimentos diversos en alimentos calientes que satisfacían por igual a todos los comensales.

Caldos, potajes, pucheros y cocidos son alimentos ancestrales que caracterizan lo humano al comer. En ellos cabe prácticamente cualquier cosa, y gracias a su posibilidad de ser compartidos y provenir de una misma fuente sujeta a la sazón o a emociones de algún tipo, en estos guisos caldosos los ingredientes dejan de ser simples alimentos para convertirse en comida, es decir, en alimentos compartidos. Cabe decir que en la estructura dialéctica de la cultura de Occidente, caracterizada por el enfrentamiento de los opuestos, el calor es «bueno» en contraste con la «maldad» inherente al frío. De este modo tanto los antiguos filósofos como las esforzadas mujeres, amas del saber cotidiano, otorgaron a los caldos y guisos (poltos en griego, después pultes, pullmentum o puls en latín y finalmente puches en castellano) un carácter bondadoso. En la práctica estos alimentos proveían nutrientes, pero emocionalmente hablando eran y son percibidos como amorosos debido a su cualidad cálida –caliente–, que dio origen a la palabra «caldos». En Occidente, como en otras culturas donde el calor ha recibido el valor simbólico de lo bueno, estas preparaciones de verduras, legumbres y carnes suelen ser percibidas como reconfortantes, amorosas, nutricias y sanadoras. Para fines prácticos los caldos resultan, si caseros, generalmente femeninos; si visibles, racionales o gourmet, eminentemente masculinos.


Caldos en África y en Oriente

Los caldos tienen asimismo un poderoso valor cultural en Oriente. Cocinar y proveer algo caliente es algo que en Japón se asocia con lo materno, y al llegar a la mesa lo que un caldo invoca es la unidad y la cohesión familiar. Quien cocina busca el equilibrio y la persistencia de la tradición, y en no pocos hogares un caldo complejo, paciente y artesanal es también un símbolo de hospitalidad. Por otro lado, en la siempre olvidada África, el consumo de caldos en los que se mezclan raíces, hierbas, carnes y especias se hace tradicionalmente en un cuenco común y con ello se refuerza la idea de vivir en una colectividad llena de ritualidades. En ese continente el caldo no sólo busca alimentar y dar fuerza, sino convertirse en un elemento sanador lleno de identidad.

Los caldos en la historia de Occidente


Los caldos en la vida cotidiana de los romanos

En tiempos romanos, a las ollas que contenían el potaje –por potable– se les llamó pucheros, y a lo que en ellas se cocía, puls o puches. En estas preparaciones de origen humilde y relacionadas con una economía de subsistencia abundaron ingredientes pobres que los romanos citadinos despreciaban: huesos viejos, cereales bajos, legumbres, vísceras, ajo y cebolla de raigambre campesina, tubérculos «bárbaros» por foráneos, enjundia animal y quesos curados. Sin embargo, los caldos los comían y comen también los ricos, que a pesar de considerarlos simples no pueden ignorar su significado, sabor y efectos irresistibles. En algunos casos, cuando era posible, a estas preparaciones «pobres» se les adicionaban hierbas, aceite y especias que maquillaban sus sabores, les proporcionaban dignidad y permitían una mejor digestión al comensal. Sin embargo, como a pesar de todo muchos de los sabores de aquellos brebajes provenían de la crisis, era comunes entre los comensales ciertos gestos de desagrado, que por cierto hoy llamamos también pucheros. Buen ejemplo de ello son las crónicas mendicantes, que cuentan que los frailes alzaban los brazos y los ojos al cielo, rogando «Oh Señor justiciero, líbranos hoy del puchero».


¡Oh Señor justiciero, líbranos hoy del puchero!

En Occidente muchos caldos tomaron sus nombres del recipiente en el que eran cocidos y condimentados. Así, a lo largo de la historia hubo cazuelas, ollas, cazoletas y pucheros de múltiples ingredientes. Muchos de esos potajes, pucheros o cocidos tuvieron la capacidad histórica no sólo de permanecer en el gusto de sus usuarios, sino de convertirse en platos icónicos perfectos para simbolizar gastronomías nacionales. En todo el mundo los hay de una diversidad extraordinaria: en España paellas, ollas poderidas (no podridas o putrefactas como a veces se afirma con cierto desprecio o desconcierto, sino «poderosas»), cocidos capitalinos, provinciales y representantes de antiguos reinos. En Francia, donde con el tiempo a los caldos terminarían llamándolos fondos o consomés, la otrora humildísima y campesina sopa de cebolla es hoy el examen final de un aspirante a cocinero en Le Cordon Bleu. En el Medio Oriente se comparten la harira y el cocido de lentejas, que reconfortan y purifican el cuerpo tras el ayuno de Ramadán. En México, moles de plato y de cuchara, frijoles charros, lentejas, consomés de barbacoa con garbanza, romeritos, birrias y pozoles se desparraman festivamente en bodas, celebraciones o cualquier pretexto. En Cuba a cierto caldo se le llama Ajiaco, y en el Caribe (más bien seco), fiambre. Existen ollas étnicas como los chileatoles con chito, las gandingas y la pepena colimota. También hay potajes de carácter renunciante como los pucheros franciscanos de vigilia o los sencillos caldos de pollo vertidos en escudillas, así como cazuelas moriscas como las que comía en sus andares Don Alonso Quijano. El nuestro es un mundo lleno de caldos, y dadas sus bondades, bien podemos afirmar que ninguno es ni será jamás ortodoxo, y mucho menos superfluo.

® alberto peralta de legarreta




martes, 12 de agosto de 2025

Orígenes de la Nogada

Hagamos un recorrido histórico que nos permita entender uno de los elementos más emblemáticos de la Gastronomía mexicana. La nogada que hoy forma parte esencial de un platillo nacional no es una invención local, sino el resultado de una larga tradición y diversas influencias que se consolidaron a principios del siglo XIX y afloraron, para convertirse en símbolo patrio, durante el siglo XX. La mitología gastronómica popular, muchas veces carente de fundamentos, puede y debe convivir con la verdad histórica para brindar significados y fortalecer la identidad de sus usuarios o consumidores.

Los antecedentes romanos de la nogada

«Ius album in copadiis: piper, ligusticum, cuminum, apii semen, thymum, 
nucleos infusos, nuces infusas et purgatas, mel, acetum, liquamen et oleum»

Hace cerca de 2000 años, un romano rico y privilegiado, quien solía debatirse entre la glotonería y la sofisticación, escribió esta fórmula, correspondiente a una Salsa blanca que hoy bien pudiéramos llamar Nogada. Su nombre era Marcvs Gavius Apicivs y su registro en su libro «De re coquinaria» es probablemente el antecedente escrito más antiguo de nuestra célebre salsa septembrina. El recetario de Apicio resultó fundamental para la cocina europea medieval. Monjes y cocineros de diversas cortes lo transcribieron y adicionaron, convirtiéndolo en el modelo de recetario en Occidente. Una versión traducida de la obra de Apicio nos da su fórmula para una salsa blanca con nueces:

«Salsa blanca para carne guisada: Pimienta, ligústico [levístico o apio de la montaña],
comino, apio en grano, tomillo, piñones macerados, nueces maceradas y limpias, miel, vinagre, garum y aceite»

La influencia Andalusí

Es el siglo XIII en Al-Ándalus, hoy sur de España. Un escribano o copista abbasí desconocido, pero aparentemente ligado profesionalmente al oficio de la cocina y perteneciente a la corte de un califa, compila recetas como las del afamado califa Omeya Ibrahim Al-Mahdi. Entre ellas, dos recetas resultan de interés por incluir nueces como ingrediente de una salsa. La siguiente mención (sólo eso, sin receta) de esta preparación no aparecería sino hasta 1530, ya en un impreso español. A continuación, dos fórmulas que incluyen las nueces, a manera de nogada:

    *Gallina que se espesa con nueces y azafrán*

«Se corta la gallina en dos y se pone en la olla, se echa en ella una cebolla majada con cilantro verde, miel, especias, una cucharada de vinagre y media de almorí; se hierve hasta que se haga bueno su olor; luego se cubre con el agua y se cuece hasta que esté casi a punto; se hacen con su pechuga albóndigas, según lo que antecede y se echan en la olla; se estrellan en ella yemas de huevo y se espesa con la clara, nueces y azafrán majado; se vierte y se espolvorea con, pimienta y canela y se presenta, si Alláh quiere».

    *Pasta de nuez verde*

Se toma una libra de nuez verde [nueces de Castilla, verdes, que se cosechan en mayo o junio, cuando todavía están tiernas] y se agujerea mucho con un pincho de hierro, luego se macera en agua tres días; se saca del agua y se toma para cada libra tres de miel limpia de su espuma, después de cocerse un poco las nueces; se sacan del agua y se vuelven a la miel y se cuecen hasta que tomen forma de pasta; se aromatiza con canela, clavo y jengibre, una onza menos cuarto por cada libra y se come después de las comidas. Sus provechos: excita el apetito y digiere los alimentos, calienta los riñones y aumenta la orina.

Tanto la cocina hispano-magrebí como la andalusí gozaron de una sofisticación que ninguna otra cocina en Occidente fue capaz de equiparar. Las salsas, el uso de especias esencias florales, azúcar y aceites no sólo buscaba dar placer al paladar y el estómago, sino aportar equilibrio y salud a los comensales. Entre los árabes, nueces y almendras gozaron de especial predilección.


El antecedente español

Es posible que existan fuentes aún más antiguas para establecer la presencia histórica de las salsas nogadas en la cocina española gracias a la influencia andalusí, pero por el momento el «Vanquete de nobles caballeros e modo de bivir», publicado en 1530, parece un buen inicio. Este manual de vida para hombres contiene consejos para mantener la salud y la buena apariencia, y aunque no aporta una fórmula para prepararlas, aconseja: «Si fuere tiempo muy frío, vayan muy arropados y lleven consigo algunas conservas calientes para usar, ansí como jengibre y flor de naranja en conserva, y de cantuesso y algunos canelones, etc., y algunas tabletas, como diaciminum (comino), Aromático rosado (esencia de rosas), ambra (cierto malvón, o ámbar) y otras cosas semejantes. Usen capirotadas algunas veces con ajos y especies en los manjares y algunas nogadas con nueces y ajos por salsa, hecho a modo de España». De esta cita se colige que la salsa de nogada era conocida, que se ponía sobre las viandas y se elaboraba (al menos) con nueces y ajo.

Habría que esperar 77 años para que otra fuente impresa se ocupara de la nogada. El «Libro del arte de cozina de Domingo Hernández de Maceras» la incluye como parte de una preparación titulada «empanada inglesa de calabaza», aunque no proporciona una receta específica, limitándose a decir «pon la calabaza en una caçuela, y ponla en la lumbre, y ponle lumbre debaxo, y encima, como quien cuece una nogada». Lo que aporta esta fuente temprana es el método de cocción que, al parecer, era adecuado para confeccionar la salsa de nueces. 

El primer diccionario de la lengua española, publicado por Covarrubias en 1611, contiene una entrada para las nueces, mas no una para la nogada, que como se vio antes ya era un objeto conocido en el siglo XVI.

Quien finalmente aportó una receta y procedimiento para «una salsa llamada nogada» fue Diego Granados, en su «Libro del arte de cozina» de 1614. Es interesante notar que esta fórmula solicita también almendras y requiere ingredientes como la migaja de pan, el caldo de sustancia, especias dulces, azafrán, romero, yerbabuena y mejorana picadas y el ajo, que en adelante serán los elementos constituyentes básicos de muchas nogadas. La salsa de Diego Granados requería una libra de nueces (que no estén rancias), seis onzas de almendras mondadas. Se podía servir caliente o fría, «a beneplácito» sobre ranas, caracoles, pescados o menudencias de ternera fritas. En otra entrada Granados propone una nogada como relleno de hojas de lechuga o col. Esta composición de la nogada, más compleja y prestigiosa, contiene «nueces majadas en el mortero con almendras mondadas y una punta de ajo, un migajón de pan mojado, yerbabuena, mejorana, perejil, pimienta, canela y azafrán en buena cantidad, y huevos crudos, y unas pasas».

Para el siglo XVII, las nogadas medievales (primitivas, pero ya en busca de aportar prestigio y complejidad) estaban listas para cruzar el Atlántico y asentarse en América. De manera notable, el libro de Francisco Martínez Montiño (1611) –cuya impronta fue tan notoria en el pensamiento gastronómico novohispano y sus manuscritos– no contiene ninguna receta para preparar o usar la nogada.



Las nogadas novohispanas

Por cerca de tres siglos las cocinas de la Nueva España vivieron un lento proceso de adaptación, durante el cual se mezclaron los ingredientes y gustos mesoamericanos con los alimentos y preparaciones al estilo europeo. El más antiguo «Quaderno de varias resetitas para comer» novohispano hasta hoy conocido es sorprendentemente temprano, 1730, y al parecer perteneció a un convento femenino del Occidente de México. El manuscrito registra la que hasta el momento es la primera nogada mexicana, aunque se trata de una inusual fórmula para «Nogada de mostaza» en la que, por cierto, no se incluyen las nueces como ingrediente. Esto pudiera apuntar al hecho de que en el siglo XVIII ya se elaboraban en América varias «salsas» al estilo europeo, y como hemos visto antes, era común encontrar las nogadas en la lista. Parece ser que en este caso, «nogada» puede leerse como sinónimo de «salsa o aderezo» para pescados, que es como suele hallársele en otros documentos. La monja jaliciense legó su receta, hacia 1730:

«Nogada de Mostaza. Mostaza y pan, molido todo, y se deshace con agua y vinagre, y así que se cuesa se le echa aceyte, su puntita de dulce, y se ahoga ahí el pescado cocido». 

Entre 1750 y 1790 Doña Dominga de Guzmán escribió y adicionó su conocido recetario, en el que registró dos veces la nogada para aderezar pescados y una «portuguesa», para gallina. En sus fórmulas aparecen, ahora sí, las nueces y otros ingredientes como almendras, ajo, migajón, clavo, canela, aceite de oliva, chilitos y aceitunas, cacahuates y vinagre. La nogada se ponía sobre el pescado una vez servido en la mesa, incluyendo un poco de canela.

Más tarde, en 1773, los cocineros de la Hacienda del Peñasco en San Luis Potosí dejaron registro en sus Quadernos de una «Nogada francesa», preparación que incluía nueces molidas, vinagre, clavo, pimienta entera, canela en trozos, hebras de azafrán, sal y manteca. Finalmente, cinco décadas más tarde, en 1824, el excéntrico autor de la «Miselánea de Fórmulas de Cocina, Repostería y Confituras, que ha compilado un curioso GLOTÓN en Mégico» registraría una «Salsa de nueces» para la cual hacía falta dorar pan, moler nueces deshollejadas y tostadas y agregar ajo, pimienta, clavo, aceite y vinagre.

La Era de los recetarios impresos mexicanos estaba por comenzar. A partir de 1828, y hasta bien entrado el XX, los libros impresos traería nuevas formas de preparar la nogada. Tal es el caso del pescado en una «nogada de mostaza», más compleja que la ya mencionada de 1730 y publicada en el Novísimo Arte de cocina de 1831. Durante el siglo XIX la nogada fue acercándose poco a poco a la que hoy consideramos tradicional, cremosa y dulce. Sin embargo, ya veremos que a esta versión mexicana final le faltarían más de cien años para perfeccionarse, triunfar y volverse canónica.



Construcción de una nogada nacional

La Nueva España de pronto fue México a partir de 1821. No es que todos los habitantes de pronto se supieran mexicanos o tuvieran idea de lo que aquello significaba, pero estaba claro que en la búsqueda de una identidad la comida se convirtió pronto en un símbolo patrio. Así lo atestiguan documentos como el Libro de cocina de Don José Moreda de 1832, en el que se asoman ya platillos adjetivados como «nacionales», y las diversas muestras de expresiones micro regionalistas con platillos oaxaqueños, poblanos, veracruzanos y queretanos en otros recetarios de finales del siglo XVIII y principios del XIX.

Las nogadas comenzaron a ser populares y su presencia se observa en manuscritos culinarios tempranos como el recetario de la Gesta de Independencia (circa 1817), el Libro de María de la Luz Tissier (1823), la «Miselánea de fórmulas de cocina, repostería y confituras que ha compilado un curioso glotón en Mégico» (1824), el Arte de Cosina según el uso de la Provincia {de Oajaca} (1828) y el Libro de cocina de Don José Moreda (1832). Lo mismo se advierte en los primeros recetarios impresos como el Arte nuevo de cocina y repostería acomodado al uso mexicano (1828) y el Cocinero Mexicano (1831). En estos últimos impresos fundacionales aparecen, de hecho por primera vez, los chiles en nogada.

Lo que no puede encontrarse en estas primeras fuentes del México independiente es un uso común para la nogada o una fórmula fija, y mucho menos una receta que se aproxime a la que hoy consideramos canónica. Alrededor de 1817, en plena guerra contra España, un «Pipián de nogada» requería nueces limpias desbaratadas en metate, caldo, chiles desvenados, pan y cebolla frita, todo molido con clavo y canela. Parece que por entonces, para hacer una nogada, bastaba que la preparación incluyera nueces. La Sra. Tissier da por conocido el procedimiento para cierta nogada y la aplica sobre pollo o nabos, mientras que el «glotón» autor de la Miselánea proponía que su salsa de nueces, de la que no explicita sus usos, se hiciera friendo una rebanada de pan, nueces deshollejadas y tostadas, ajo, pimienta, clavo y vinagre. En 1828 verían la luz de la imprenta los primeros chiles «en nogada de nueces», recubrimiento espeso para el que era necesario moler nueces, chile ancho, cominos y pan. Para 1831 el Cocinero mexicano proponía unas calabacitas en donde la nogada contenía almendras, nueces, ajo, pimienta, migajón y queso. También aparecen unos pollos en nogada (sin nueces ni nogada) y una receta de nogada para aves (que daba por conocida y preparada la salsa). La nogada para chiles había perdido el color y el sabor que le daban los chiles anchos; sólo requería pan, almendras, cominos, sal y aceite de oliva. En su libro de cocina Don José Moreda utilizaba la nogada como condimentación para pescados, práctica por demás común y al parecer heredada de España. Estas nogadas oaxaqueñas de 1832 se elaboraban con nueces, ajo, clavo, canela, sal y aceite; sin embargo, una versión incluía también ajonjolí, almendras, nueces de Castilla, pan, aceite de oliva, orégano, sal y vinagre. Moreda escribió además que a la nogada «algunos le echan azúcar, otros manteca fría, yemas de huevo o manzanas». 

El primer registro de un elemento lácteo en una nogada mexicana fue publicado en 1831, donde un «queso fresco chico» se incluye en la nogada para calabacitas.  Posteriormente, en 1844 el recetario poblano «La cocinera de todo el mundo o la cocina sin cocinera» solicitaba para la nogada nueces, almendra, pan sin corteza, ajos, aceite de oliva, pimienta, sal y un trozo de queso fresco molido. Un año después, la edición corriente del Cocinero Mexicano en forma de Diccionario contaba con una extensa sección de nogadas, y explicaba que se trataba de una salsa hecha de nueces o almendras (o ambas) con especias y aceite. El texto explicaba que una nogada «se hace también de todas las sustancias aceitosas como la pepita, la almendra y otras, aunque ninguna es tan sabrosa como la de nuez». Ese mismo libro de 1845 proporcionaba además una receta para «nogada sin nuez para chiles rellenos» hecha con almendras, cominos, aceite y sal, y una para «nogada dulce de nuez y ajonjolí» que incluía azúcar y canela. Estas fórmulas se repetirían en subsecuentes ediciones a lo largo de todo el siglo XIX prácticamente sin cambios. Hacia 1864 la nogada, que de acuerdo con el Calendario de la cocinera mexicana seguía utilizándose para aderezar pescados, requería nueces, migajón, queso frescal, ajo, pimienta y sal.

El vino de Jerez llegaría a la preparación de chiles rellenos (aunque no a la nogada) entre 1872 y 1890, fechas de publicación de «La cocinera poblana o el libro de las familias» de Ángel Bassols. Su nogada llevaba queso fresco, un terrón de azúcar y aceite. La práctica de agregar «vino» (jerez) a la nogada se popularizó en Puebla durante las primeras tres décadas del siglo XX. Un recetario casero de 1930 ofrece dos fórmulas diferentes que lo incluyen, además de almendras, migajón, azúcar y leche (si se quiere) o queso.


El largo trayecto histórico de nuestra salsa está llegando a su fin. Es posible que la nogada cremosa, dulce y algo fantasiosa que hoy veneramos se haya consolidado finalmente en el paladar de los mexicanos en las décadas posteriores a 1940. Para 1960, una receta publicada y popularizada por Doña Josefina Velázquez de León pedía explícitamente nueces de Castilla frescas, almendras, queso de vaca o de cabra, jerez, leche y azúcar; justo lo que una «buena y tradicional» nogada requiere en nuestros días. Como hemos visto, la salsa de nogada y los chiles que suele aderezar (pues apenas es posible creer que hoy se utilice para algo más) fueron producto de una sucesión de aportaciones anónimas a lo largo de varios siglos. En su preparación salieron y entraron diversos ingredientes hasta que el gusto y la paulatina institucionalización de los chiles en nogada le otorgaron un trono en el cielo de la gastronomía mexicana.


® Alberto Peralta de Legarreta

Para leer más

Apicivs, M.G. (1987). De re coquinaria. Cocina romana. Editorial Coloquio.

Huici A. (trad.) (2016). La cocina hispano-magrebí durante la época almohade según un manuscrito del siglo XIII, TREA.







domingo, 15 de septiembre de 2024

Sobre «andar papaloteando» y otras inocentes distracciones

La verdad es que uno siempre debería poder darse el lujo de distraerse, divagar, abstraerse o andar en la pendeja... así, nada más porque sí. Porque por otro lado la distracción involuntaria puede hacernos presa inesperadamente debido a un enamoramiento, tal vez a una ruptura o a una reflexión profunda; también cabe la posibilidad de que la admiración de algo observado o imaginado sea lo que lo embobe a uno, o bien, que un cierto tipo de ensoñación o ensimismamiento nos saquen momentáneamente de este mundo. En este caso, lo único de lo que uno debe cuidarse es de que el “andar en Babia” (sí, así con mayúscula, pues es un lugar geográfico en España) no sea causa de heridas traumáticas o termine siendo la causa de nuestra muerte.

Cualquiera sabe por experiencia que una distracción puede resultar catastrófica, pero quizás lo peor es que después de la catástrofe uno corre el peligro –bastante común hasta en los casos más graves– de ser indiciado como el culpable por haber “andado en las nubes”, numb o como decimos nosotros, por “venir tragando camote”. Como puede apreciarse en México tenemos varias maneras para referirnos a las distracciones, y una de ellas en específico tiene una historia interesante y algo insospechada que dio como resultado al original verbo Papalotear, que tal vez ya era usual en los siglos XVII y XVIII pero que en el XIX adquiriría su significado actual debido a una serie de desafortunados sucesos acaecidos durante los últimos años del virreinato.

A juzgar por los bandos* publicados periódicamente por los virreyes en los muros de la Ciudad de México, en aquellos tiempos una de las recreaciones más usuales de los niños y los ociosos era volar papalotes desde lo alto de las azoteas o en plena calle. Estos artefactos caseros hechos con papel ligero y varas huecas llegaron a la Nueva España como influencia del lejano Oriente, donde al parecer eran utilizados para enviar mensajes durante las batallas. En otros lugares del mundo español estos artificios voladores terminaron llamándose barriletes, cometas, chiringas, papagayos, coroneles o volantines, pero en México adoptaron la palabra nahuatl papalotl, que significa mariposa y debe darnos una idea de la forma que se les daba a los papalotes en aquellos tiempos. En aquellos siglos virreinales Papalotear fue el nombre que se le dio al “pueril y frívolo entretenimiento de volar papalotes” –como lo llamó el virrey Miguel la Grúa Talamanca y Branciforte en sus bandos de 1797 y 1802– y así debió seguir hasta que algunos niños distraídos cayeron de sus azoteas (al volar sus papalotes) encontrando un feo y aparatoso final, o bien, cuando la sociedad citadina atestiguó los primeros y fatales atropellamientos de personas distraídas en las calles, que acababan con sus hilos de cáñamo aún en las manos bajo los veloces cascos y ruedas de los carruajes jalados por caballos  y mulas. Fue probablemente por entonces cuando a esas pobres víctimas de la distracción y el descuido se les acusó por primera vez de “andar papaloteando”.

Las autoridades decidieron entonces que el papaloteo tendría caras consecuencias. Según los bandos, hacia 1802 quedó estrictamente prohibida la diversión de volarlos a menos que esto se hiciera en las afueras de la ciudad, donde no podrían causar accidentes. Pero si alguien era atrapado volando papalotes dentro de la ciudad se haría acreedor a una multa de cincuenta pesos la primera vez y de cien si reincidía. Si a pesar de estas penas algún necio insistía en seguir papaloteando, entonces el virrey preveía que a esa distracción –la de andar papaloteando de manera indolente– le venía bien el último y más doloroso castigo: el Destierro. Afortunadamente poco después México se independizó y fuimos libres de papalotear de una u otra manera a nuestro libre arbitrio.

* Los bandos son edictos o mandatos solemnemente publicados por orden superior de una autoridad. En la Ciudad de México estos eran impresos y pegados en los muros de la ciudad, donde se leían en voz alta para que incluso los iletrados conocieran su contenido.

® alberto peralta de legarreta


lunes, 29 de julio de 2024

De Chiles en nogada, mitos e historiadores aguafiestas


Ser historiador tiene sus buenas y también sus malas. Bueno es querer saber un poco más sobre el origen y el significado de las cosas que usamos y comemos cotidianamente, pero malo evidenciar que mucho de lo que veneramos en nuestras mesas y hogares pertenece al mundo de lo mítico (Campbell, 2001 y 2014), epifanía con la que uno acaba no creyendo en nada. Como además los historiadores somos buenas y humanistas personas, consideramos justo compartir un poco de esa verdad que encontramos, y de paso echamos a perder sin empacho alguna creencia de esas que tienen invadido el paladar y el corazón. Los historiadores gastronómicos somos, en suma, unos aguafiestas, y ahora, con perdón de ustedes, me dispongo a probarlo.



Ninguna gastronomía nacional existiría o se mantendría incólume sin beber de las sagradas fuentes de lo mítico. En efecto, no importa a dónde vaya alguien por el mundo, se enfrentará a la mitología local con la que la gente, después de siglos de arquitectura del pensamiento y un inconsciente pero muy necesario consenso, interpreta el mundo de una manera única y perfectamente válida como parte esencial de algo a lo que llamamos cultura (Peralta, 2018). Casi resulta innecesario decir que la gastronomía es una parte esencial de la cultura humana, pero quede como ejemplo ilustrativo el hecho de que ésta permite introducir –literalmente– el mundo a nuestros cuerpos y ayuda a decodificarlo de manera satisfactoria tanto para nutrirnos y dejarnos vivir como para conocer, al moldear nuestros paladares y sentar las bases para una posterior reproducción gastronómica de ese mundo, como parte de una cosmovisión (Korsmeyer, 2002). Entendamos, pues, como ingesta y conocimiento esa introducción del alimento al cuerpo, y a la digestión como una provechosa decodificación proveedora de significados, muchos de ellos míticos. Ya después será la cultura la encargada de transformarla en comida, dotándola de sentido y placer al compartirla en la mesa.

En México le gritamos al mundo, convencidos y con plena justificación, que nuestra gastronomía es única y que tienen que venir a probarnos. Le imponemos a nuestros platillos apellidos que los enaltecen (aunque no todo mortal los entienda) como «bonitos», «barrocos» o «históricos», pero casi nunca nos acordamos de llamarlos como se debe, es decir, «legendarios». Si algún mito gastronómico mexicano ha cobrado fuerza y se ha visto coronado con los laureles del haberse tornado en realidad histórica, es el que rodea a los icónicos y bellamente ornamentados chiles rellenos en nogada. Como buenos herederos de una inspiración barroca y sensual que ejercemos aun sin darnos cuenta (quede claro aquí que nadie afirma, como muchos, que esos chiles sean barrocos; de hecho, fue un mito el que los inscribió sin pruebas en ese período de la historia), los mexicanos armamos platillos sensuales que, por vivir en el campo subjuntivo del deseo, se perciben aun sin estar presentes. En nuestra opinión ya tendrán tiempo en la mesa para ser vistos, palpados y degustados, porque en ausencia ya habían sido presentidos, deseados, escuchados y olfateados. Y mal haría yo al omitir el instagramear y postear, esos otros recién descubiertos sentidos humanos asociados a su ser en la virtualidad y la inmediatez (Augé, 1998), sobre los que hay tanto aún qué filosofar.

A pesar de ser tan reales, los Chiles en nogada son paradójicamente míticos. Tal y como hoy los conocemos, con sus tres colores patrióticos y su look enigmático e irresistible, son el producto del empeño de dos cocineros de la tercera década del siglo XX por ver publicados sus recetarios, pero sobre todo de la imaginación de un conocido cronista con ganas de ser historiador al que le ganaban siempre la ficción y el frenesí por lo pintoresco. A Don Artemio de Valle-Arizpe le gustaba mucho adornar el pasado en sus escritos y lo hizo de una manera tan convincente y exitosa, que hoy se dan por buenos muchos de sus ilusorios dichos y afirmaciones sobre la época del barroco novohispano, como ese que afirma que Sor Juana no sólo fue cocinera, sino golosa repostera y confitera, y el de que los Chiles en nogada los crearon unas monjas poblanas del Convento de Santa Mónica (o tres doncellas hermanas) en Puebla para agasajar a Agustín de Iturbide el día de su santo (de Valle-Arizpe, 1951). Pero todo eso no son sino datos llenos de inflamado fervor patrio, nada más. Los beneméritos Chiles en nogada, hoy elevados al rango de símbolo nacional y en olor de santidad gracias al culto de que son objeto, son herederos de una larga tradición que con el tiempo fue acumulando elementos y formas, pues hay que recordar que todo platillo debe mutar para ajustarse a los paladares y exigencias de cada época, o perderá significado y caerá en desuso. 



No se tiene noticia alguna de que en el pasado prehispánico los chiles se rellenaran. Esta práctica de embucharlos o embutirlos debieron trasladarla de sus cocinas los invasores europeos en aras de dignificar aquel fruto que tanto les picaba y hacerlo encajar (sin albur) en sus estándares y estéticas culinarias. Tal vez fue esa la razón por la que seleccionaron para rellenar los chiles más grandes, espaciosos y menos agresivos, los inofensivos chiles hoy conocidos como poblanos, y les pusieron dentro, en su versión más básica, lo que como parte de una España que se negaba a dejar el medievo sería obvio esperar: un gigote o picadillo de carne. Este también evolucionó en nuestro territorio para incluir múltiples ingredientes y establecer extraños gustos dulces y hasta temperaturas adecuadas para su consumo. El siguiente paso en la evolución de los chiles en nogada es motivo de una fuerte controversia que ha llegado hasta nuestros días: ¿Hay que capearlos –cubrirlos con su rebozo de huevo, disfrazándolos quizás para maquillar su origen humilde– o no? La respuesta es forzosamente identitaria y regional, pues si la pregunta se hace en Puebla la respuesta categórica es que deben capearse y freírse en manteca, pero si se hace en la Ciudad de México, la respuesta será que deben servirse «encuerados». Hay que reconocer que ambas recetas son igualmente buenas, aunque mutuamente excluyentes. Desde la capital unos chiles capeados y fritos en manteca (Pilcher, 2001) suenan desde hace décadas a comida rural o de pobres. En la ciudad hace tiempo que las élites consideran poco sanas y de mal gusto no sólo la fritanga, sino la abominable y poco civilizada manteca (habiendo comales o grasas vegetales…) razón por la cual, en una especie de ánimo que hoy llamaríamos light, los chiles nacionales no se capean o rebozan en la Megalópolis. En Puebla tal remedo impostor constituye un acto herético o por lo menos una afrenta; allí predomina el axioma (si no dogma) de que si no se capean no son chiles en nogada auténticos. Finalmente se debe hablar del recubrimiento cremoso o nogada, cuya presencia en recetarios antiguos está comprobada, aunque la cremosa versión actual es sorprendentemente moderna. Esta provechosa herramienta de dignificación y estática que hace las veces de tapadura ornamental fue provista por el mestizaje y la subjuntiva aspiración, pues sus raíces apuntan a la prestigiosa cocina de Francia sin que algo mexicano lograra escabullirse en su composición. Los granos rojos de la granada son mera estética y fantasía medieval o hispano magrebí; tanto, que en los recetarios primitivos del siglo XIX aparecían como «opcionales» (Juárez, 2008). Y nada más se diga sobre esa hojita de perejil que hoy se pone por encima como parte del montaje (muchas veces sin finalidades sápidas) a la que puede considerársele como legítimo antepasado de esta moda actual de adornar los platos con brotecillos y flores.

Como se puede apreciar, existe una fuerte discusión alrededor de cuándo y dónde se originaron y qué significan los chiles en nogada. La primera polémica constituye un callejón sin salida, pues no contamos con registros antiguos que permitan establecer una pauta histórica definitiva, lo que ha provocado que cada bando se los apropie con emoción. La segunda, la de sus posibles significados, parece ser prueba de una pugna por la autenticidad y la genuinidad de las variantes del platillo, que se traduce en la expresión de múltiples micro identidades ansiosas por garantizar su reconocimiento como parte de la idea de Nación. ¿Cuál será, entonces, la receta buena y auténtica de unos chiles en nogada? Todas y cada una, por supuesto, si los paladares de cada lugar quedan satisfechos. 

®alberto peralta de legarreta

miércoles, 7 de febrero de 2024

Chilaquiles, el desayuno inmarcesible

Es posible que nuestros chilaquiles, alimento que de tan cotidiano a poca gente se le antoja averiguar si tiene historia, sean uno de los patrimonios gastronómicos populares más importantes de México. Simplemente, como con muchas otras cosas de todos los días, creemos que los chilaquiles han estado ahí desde siempre, y eso es todo. Puede que así sea en realidad, pero poco se piensa en ello detenidamente. A lo largo de los últimos años los apreciables chilaquiles y su consumo han experimentado un superávit considerable atribuible a la continuidad de la tradición y a un re-conocimiento por parte de la sociedad, siempre en busca de alimentos prácticos y más económicos. Después de mucho tiempo formando parte de los desayunos dominicales servidos en la intimidad de miles de hogares y ser guarnición casi obligada de muchos platillos mexicanos servidos en cafeterías de cadenas como Vips, Sanborns, Lynis, Toks, Wings, California y Denny’s, hoy es posible encontrarlos poblando las calles, donde en carritos y puestos móviles son transformados en torta o se les apila y adereza sobre charolas de indestructible unicel para delicia de asiduos y golosos transeúntes.

Los chilaquiles aparecieron comercialmente en las cafeterías de cadena.
Solían salir suaves y húmedos de la cazuela, como sucedía en casi todas las casas.

Los chilaquiles son un platillo que nació simple y pletórico de accesibilidad. Por la naturaleza de sus ingredientes habituales se puede afirmar que fueron hijos del recalentado (que hace todo más sabroso), del pensamiento enfocado en el no desperdicio o el aprovechamiento de sobras en tiempos de crisis. Me refiero, desde luego, a su versión más humilde y antigua, que consiste en trocear tortillas duras, tatemarlas o freírlas y luego bañarlas de una salsa verde o roja, mole, caldillos o pipián. Variantes más complejas de los chilaquiles incluyeron después una condimentación extra que incluyó crema ácida (cuya finalidad fue probablemente atenuar el picor en la lengua y el paladar de algún inadaptado), cebolla picada, epazote o cilantro y queso rallado. 

Para muchos, los totopos (del náhuatl totopochtic, tostado y crujiente) deben sumergirse o ser bañados en la salsa, condimentarse y servirse de inmediato, de manera que al ser consumidos «crujan» en la alegre compañía de unos huevos al gusto, pollo deshebrado, frijoles refritos o de la olla y carne de res o cecina, sin que «solitos» dejen de ser también un delicioso bocado. Pero hay quienes también los consumen a la antigüita, muy remojados o «aguados», lo cual se consigue sumergiendo los totopos en la olla de la salsa y dejándolos cocer y reposar hasta el momento de servirlos, no menos dignos, «como trapo viejo» (a lo que, por cierto, solía llamarse también chilaquil). En hoteles y bufés de todo el país los chilaquiles se sirven muchas veces con un estilo lamentablemente turístico, es decir, inofensivos y sin picor. Conservamos aún la idea banalizadora de que al turista hay que evitarle la «venganza de Moctezuma» y que –aunque lo amemos– el chile es para ellos un condimento agresivo, causal de dolor y estertores estomacales apocalípticos. Sin embargo el chile es mucho más que eso: constituye el sabor característico de México y habría que defender el hecho de que los chilaquiles, cuyo nombre incluye la raíz nahua chilli, picaran sin mojigatería aunque sea un poco, como debía ser.


Durante el siglo XIX y parte del XX, los chilaquiles solían "ahogarse" en una cazuela con salsa. Así se cocían hasta quedar aguados, y después se servían. La condimentación se hacía sólo con queso fresco o añejo desmoronado.

La historia de los chilaquiles se puede intuir en parte y documentar en otra. Es más que probable que su origen sea anterior a la invasión europea, pues en esos tiempos estaban disponibles todos los ingredientes y posibilidades culinarias asociadas a ellos. Fray Bernardino de Sahagún, por ejemplo, nos habla de salsas que bien pudieron haber bañado chilaquiles al decir que nuestra gente comía «caçuelas [guisados sabrosos] hechas con chile y tomates [en que] se suelen mezclar axí [chile, en lengua taíno], pepitas y tomates grandes», además de tortillas «cozidas y otras tostadas, unas frías y otras calientes». Finalmente, aunque no nos dice cómo les llamaban, Sahagún describe con exactitud los chilaquiles y la manera en que se compartían, que es como hasta nuestros días: «Su comida ordinaria y mantenimiento principal era el axí, en el cual, después de haver sido molido, mojavan las tortillas calientes, sacadas del comal, y comíanlas todos juntos». Importa decir que la palabra chilaquil tiene orígenes nahuas y puede ser traducida de varias maneras: «metido en chile» [chilli, chile + aquilli, estar metido en] o bien, «quelites en agua de chile» o «chile verde aguado» [chilli, chile + atl, agua + quilitl, verdor o hierba verde comestible]. 

Hacia 1956, cuando Francisco Javier Santamaría publicó su diccionario de mejicanismos,
los chilaquiles eran aún tortillas troceadas y cocidas en una olla con caldo
.

La versión moderna de los chilaquiles tuvo sus antecedentes en el siglo XIX, cuando su receta apareció en los primeros recetarios impresos de México, no sin antes asomarse bajo extrañas y olvidadas apariencias en algunos manuscritos culinarios como el poblano de María Isla, que hacia 1911 requería tortillas «desmigajadas» para rellenarlas con picadillo, capearlas, cubrirlas de mole o pipián y servirlas con costillas o lomo de cerdo. Otra fórmula explica cómo hacer los chilaquiles en capas como para una renacentista lasagna, alternando tortillas, manteca y un puño de ajonjolí tostado, y una más pide freír rajas de chile, agregar jocoque hasta que se disuelva, poner las tortillas troceadas y sazonar «con sal suficiente».

En aquella época llena de glamour e hipocresía las clases altas deseaban distinguirse de los pobres pero también cometer pecadillos al consumir sus añoradas comidas bajas, por lo que en recetarios de elite como el Cocinero Mejicano de 1831 los chilaquiles aparecen como «Chilaquiles blancos» (a pesar de hacerse con salsa roja de chiles verdes) aderezados con queso añejo desmoronado o fresco rebanado, cebolla picada, rebanadas de chorizo, costillitas de cerdo fritas o carne frita deshebrada. Bien se ve que con estos complementos los chilaquiles se volvían presentables y ya no lucían tan pobres. El mismo recetario, apenas diez años más joven que la Independencia, consigna chilaquiles rojos, chilaquiles rellenos (una variante lamentablemente en desuso) y chilaquiles tapatíos, todos de textura más bien aguada por tratarse de guisados que hervían en la cazuela. La Cocinera poblana y el libro de las familias, un formulario de 1890, lista tres recetas de chilaquiles, de los cuales sólo una concuerda con lo que hoy comemos: los totopos cortados en cuadritos se sumergen en salsa roja de jitomate con chile chilchote y se hierven (nuevamente, quedando aguados) para después servirse adornados con queso fresco o añejo al gusto (Bassols, 1890). Por los mismos años, hacia 1888, la edición del Nuevo Cocinero Mexicano en forma de Diccionario definiría a los chilaquiles de manera extraña en la entrada correspondiente: «Especie de sopa, que se hace con tortilla destrozada en pipián [de ajonjolí o pepita], en xitomate, en chile verde ó en clemole, con los adornos correspondientes».


Los chilaquiles fueron aguados hasta hace apenas unas décadas.
Lo crujiente,  la crema, cebolla y el queso rallado y lo "gourmet" son rasgos modernos de este platillo.

Visto lo anterior, se hace patente que la modernidad ha decidido hacer una vuelta al pasado primitivo de los chilaquiles, con la salvedad de que hoy la mayoría los prefieren con la textura crujiente del totopo. Algunos platillos de principios de siglo XX se renovaron; tal es el caso de los tradicionales Tecolotes o mollequiles (molletes de pan blanco con frijoles, queso gratinado y chilaquiles encima, inventados en Sanborns) que con los mismos ingredientes se volvieron transgénero –ahora se llaman Tecolotas– y transformados en torta le dieron portabilidad e impulso comercial a un clásico de los desayunos familiares, esos en los que nuestras madres y abuelas, siempre lindas y conscientes, nos decían: «Mijo, ¿Qué no te vas a acabar esos frijolitos y los chilaquiles? Los hacemos torta (objeto que hoy compite en casi cada esquina con las célebres guajolotas) y nos los llevamos, faltaba más, no hay que desperdiciar». Esto quizás nos permita proponer un axioma: Los chilaquiles se transforman y se deconstruyen, pero en esencia, serán los mismos siempre.

® alberto peralta de legarreta



jueves, 1 de febrero de 2024

Amor, chocolate y oscuras intenciones

Adquiera usted una barra del chocolate de su preferencia y diríjase a un lugar concurrido. Sáquela descaradamente, despacio y con fingida parsimonia, tómese unos momentos para observar las miradas de envidia y codicia que suscita, y sobre todo, ponga atención a las sonrisas. El chocolate tiene la capacidad de alterar el humor y las sensaciones de las personas a tal grado que ni siquiera será necesario que lo consuman. Ante la percepción o intuición la memoria sensorial se encarga de anticipar parte de la reacción endorfínica que el chocolate suele causar en nuestros cuerpos, preparando al ya de por sí ansioso individuo para el posible estallido de felicidad química que se avecina. 

Esto que hoy sucede con tanta frecuencia debido a nuestro continuo consumo del chocolate no era en absoluto común cuando este paradójico ingrediente americano llegó a Europa a finales del siglo XV o principios del XVI. De hecho, su recepción inicial en la corte de Madrid fue poco amable y, para lo cristianos que decían ser, notablemente poco caritativa. Hay que tomar en cuenta que al llegar a los muelles peninsulares el cacao fue percibido como alimento «de indios», inferior por provenir de un continente del que la Biblia no decía una sola palabra y, peor aún, producto de los dominios de Satanás en el lado oscuro y oculto del mundo. Tales argumentos falaces fueron suficientes para explicar la amargura de esa bebida bárbara con la que los habitantes del Nuevo Mundo parecían deleitarse, pues para una Europa que comenzaba a edulcorarse artificialmente y tenía a la dulzura como símbolo de lo bueno y lo divino, a aquella bebida oscura, amarga y llena de textura nada le alcanzaba para ganarse la dignidad de lo aceptable. Sin embargo, tras conocerse la noticia de que sólo los nobles de América tenían acceso y derecho a ella, y que los granos del fruto eran tan apreciados que se usaban como moneda, los peninsulares le dieron una oportunidad. 

Las primeras experiencias bebiendo cacao mostraron a los europeos algo absolutamente insospechado: aquel brebaje acre y diabólico enervaba, calentaba aun cuando se bebiera frío y provocaba súbitos impulsos amatorios. Tal era justamente el tipo de sensaciones exóticas que anhelaba la corte madrileña, ávida de exotismo y diferenciación, cuyos curiosos miembros quizás experimentaban ya por entonces con sustancias como la Cannabis Yndica, la Nux Moscata y más de un tipo de hongo alucinógeno. El chocolate modificó sus ánimos cortesanos y había terminado por engancharlos, a tal grado que muy pronto el fruto del cacao se convertiría en un producto de consumo exclusivo de la corte española y muchos otros nobles europeos comenzarían a codiciarlo.

Después de un largo periplo del Cacao por la Europa mediterránea –donde por cierto, aún no se llamaba chocolate– este regresó a España casi irreconocible y listo para volver a cruzar el Atlántico rumbo a América. En su paso por las cortes de Francia y su viaje a través de los lecheros Países Bajos con rumbo a Italia, esta bebida ganó ingredientes y sabores que, unas veces para dignificarlo y otras para llenarlo de prestigio y mayor exotismo, lo convirtieron en el chocolate que hoy conocemos. Fue en Europa donde se le adicionaron azúcar primero, leche después y especias como la canela y la vainilla al final. 

Debido a las sensaciones estimulantes que el chocolate provocaba en aquellos cuerpos inexpertos, para el siglo XVIII se había convertido en un símbolo con connotaciones y propiedades relacionadas con la lascivia y lo amoroso. En Francia, por ejemplo, que un caballero invitara a una dama a tomar una taza de chocolate era en realidad un eufemismo barroco para hacerle saber sus deseos de poseerla sexualmente, y es probable que desde entonces, adicionado con un energético como el azúcar y la sensualidad de las especias, el chocolate se convirtiera también en un símbolo del amor. Asimismo, nadie habrá dejado de notar que en España el chocolate se bebe tan espeso que el churro que tradicionalmente lo acompaña –arquetípico falo comestible– debe penetrar en él y quedarse ahí parado para probar su calidad. Además, todavía hoy el chocolate caliente se sirve en celebraciones familiares y entrañables (navidad, reyes y días de muertos) cosa que desde luego no sólo se hace por su natural capacidad de contrarrestar el frío, sino por representar el amor que une a las personas, amor que acuerdo con las categorías aristotélicas no tiene por qué ser sólo erótico.

El tiempo no tardaría en asociarle nuevos significados y afinidades al chocolate. Pronto el color rojo, símbolo ancestral del fuego, la pasión y el amor divino sería el adecuado para envolver «bombones», que hoy en día se producen con forma de corazón, se adornan con inocentes figuras de Cupido y resultan el regalo perfecto para los inquietos amantes cada 14 de febrero. Esa deidad alada e infantil de la antigüedad grecolatina poco tenía de inocente, debe decirse, pues era hijo de Venus-belleza y Marte-guerra y su nombre significaba más pasión, ansia y deseo vehemente que amor. Lo demás relacionado con el «Día del amor» y el consumo asociado del chocolate es historia moderna. Que en la actualidad San Valentín sea un santo asociado con lo amoroso y en su día los enamorados o lujuriosos se regalen chocolates parece ser una invención mercadológica inglesa, francesa y belga, pues en realidad nada en la hagiografía de los tres Valentines conocidos tiene que ver con el amor, salvo que de uno de ellos se dice que casaba a las personas antes de que partieran a la guerra–y mucho menos con el ardor sexual. 


Según Geoffrey Chaucer, un conocido escritor de vidas de santos durante el siglo XIV, lo que en realidad sucedía alrededor del 14 de febrero y San Valentín era que las aves comenzaban a emparejarse. Esto era ya de por sí un símbolo del amor, pero la idea se complementaba con el hecho de que cada 15 de febrero los jóvenes romanos se hacían regalos en recuerdo de una inútilmente proscrita fiesta pagana conocida como Lupercalia, dedicada al fauno mítico que, convertido en loba, había amamantado a Rómulo y Remo. Es probable que sea innecesario recordar que en la mitología antigua los faunos o sátiros eran seres lascivos con exacerbado deseo sexual y que en la realidad el chocolate provoca también reacciones ardientes, lo cual nos pone sobre la pista de por qué regalamos chocolates en San Valentín: puede que más de un enamorado meloso, acaramelado y lleno de empalago se desilusione, pero este nada inocente regalo en el «Día del amor y la amistad» lleva la oscura intención de solicitar y propiciar una unión desenfrenada y ardorosa, al más puro estilo de esas que sugería Ovidio el narigón en su inefable Arte de amar. 

® alberto peralta de legarreta


miércoles, 17 de enero de 2024

Chile y comida picante, un regalo de México al mundo

No siempre lo tenemos claro, pero el viaje en el que Cristóbal Colón chocó con una mitad hasta entonces oculta del planeta tuvo objetivos más gastronómicos que de descubrimiento o de conquista. La misión original del Almirante de la Mar Océana era encontrar para España una ruta hacia los lugares donde se producían las especias y así ponerla al frente de la competencia para su comercio. Colón zarpó hacia lo desconocido en busca de pimienta, canela, cardamomo, nuez moscada, clavo y azafrán, pero para su mala fortuna el viaje se vio interrumpido por unas islas desconocidas en las que, por cierto, no pudo encontrar una sola de las cosas que buscaba. Lo que sí pudo notar es que la gente que allí habitaba tenía un gusto extraño por comer fuego y parecía despreciar la comida que no provocara esa ardorosa sensación. Los alimentos que el navegante presenció y degustó –no sin sufrimiento– eran comida picante condimentada con ají, que es como se le llama al chile en la lengua taíno del Caribe.

Los chiles mexicanos pertenecen a la familia Capsicum Annuum

Es muy probable que entre los muchos productos exóticos que Colón llevó de regreso a Europa el chile haya sido uno de los más importantes, pues en efecto, su picor lo convertía en lo único parecido a las tan ansiadas especias. Lamentablemente el chile no tuvo una buena recepción. Tuvieron que pasar muchos años para que, gracias a una cuidadosa selección de los frutos menos picantes, se obtuviera una versión menos agresiva que, pulverizada y mezclada con aceite, dio vida al hoy tradicional pimentón dulce. Mientras esto pasaba, los turcos comerciantes y piratas del Mediterráneo habían distribuido el chile entre consumidores menos exigentes. Versiones africanizadas del chile invadieron el sur de la península itálica, donde se convirtió en el inofensivo peperoncino, y de ahí pasó a Hungría donde, también molido y sin mucho picor, hoy se le considera un fruto endémico y nacional con el que se produce la páprika. Después de un par de siglos, la comida picante había conquistado, con algunas reservas, los renuentes paladares europeos.

Lo picante invadió después el Asia continental por medios terrestres. Las antiguas rutas de la seda sirvieron también para traficar especias, y entre ellas, pronto fue posible encontrar el chile americano, que a lomo de camello y otros medios llegó hasta el extremo más oriental de China, no sin antes contagiar de picor las cocinas de Turquía y el norte de la India, donde complementaron los ya de por sí especiados currys. El chile gustó tanto en esos rumbos que hoy se producen ahí las variedades más picantes del mundo. La ruta comercial desembocaba finalmente en la remota región china de Sichuan, donde la comida se caracteriza desde hace mucho por la presencia picante del chile.

Otra ruta marítima, esta vez con las proas dirigidas hacia el Oriente, llevaría los chiles americanos a otros lugares recónditos del mundo. Las islas del Pacífico del Sur recibieron esta novedad picante con singular alegría y flexibilidad, incorporándolo casi de inmediato y poniéndolo en valor como uno más de sus sabores característicos. Comida con altos índices de picor, o bien matizada de alguna manera con chile, se consume desde el siglo XVII en Indonesia, India, Vietnam, Corea y Japón gracias al comercio de la Nao de China o Galéon de Acapulco. Curiosamente, el chile no llegó a esta parte de Asia por demanda, sino como una necesidad a bordo de los barcos, pues con su alto contenido de vitamina C era buen remedio contra el escorbuto. Con el tiempo se transformaría también en tinte y medicina.

Y no debemos olvidarnos de lo sucedido con el chile en África, donde hoy se le conoce genéricamente con el nombre swahili de pilipili. Si bien su influencia estuvo de alguna manera relacionada con México, a esos pueblos lo picante les llegó desde Sudamérica con chiles de otras variedades. Como parte del reprobable e ilegítimo intercambio comercial de personas, ajíes semejantes a nuestros actuales chiles habaneros (que no son mexicanos, sino amazónicos) llegaron al ecuador africano a bordo de las naves portuguesas. En una latitud dominada por la producción y aprecio por las especias, la recepción del picante americano fue espectacular. Hoy en día el chile es elemento tan básico de las cocinas somalíes, kenianas, sudanesas y etíopes, que muchos africanos lo consideran un producto local.


Los pilipili africanos son originarios de Sudamérica y pertenecen a la familias 
Capsicum chinense, pubescens y frutescens.

Los mexicanos podemos afirmar con orgullo que el fenómeno de la comida picante tuvo origen en nuestra cultura y territorios, pero el chile está tan arraigado en tantos lugares del planeta que es probable que ya nadie quiera creernos. El omnipresente chile y la comida picante son hoy auténticos ciudadanos del mundo.

® alberto peralta de legarreta