Busca en este blog

miércoles, 7 de febrero de 2024

Chilaquiles, el desayuno inmarcesible

Es posible que nuestros chilaquiles, alimento que de tan cotidiano a poca gente se le antoja averiguar si tiene historia, sean uno de los patrimonios gastronómicos populares más importantes de México. Simplemente, como con muchas otras cosas de todos los días, creemos que los chilaquiles han estado ahí desde siempre, y eso es todo. Puede que así sea en realidad, pero poco se piensa en ello detenidamente. A lo largo de los últimos años los apreciables chilaquiles y su consumo han experimentado un superávit considerable atribuible a la continuidad de la tradición y a un re-conocimiento por parte de la sociedad, siempre en busca de alimentos prácticos y más económicos. Después de mucho tiempo formando parte de los desayunos dominicales servidos en la intimidad de miles de hogares y ser guarnición casi obligada de muchos platillos mexicanos servidos en cafeterías de cadenas como Vips, Sanborns, Lynis, Toks, Wings, California y Denny’s, hoy es posible encontrarlos poblando las calles, donde en carritos y puestos móviles son transformados en torta o se les apila y adereza sobre charolas de indestructible unicel para delicia de asiduos y golosos transeúntes.

Los chilaquiles aparecieron comercialmente en las cafeterías de cadena.
Solían salir suaves y húmedos de la cazuela, como sucedía en casi todas las casas.

Los chilaquiles son un platillo que nació simple y pletórico de accesibilidad. Por la naturaleza de sus ingredientes habituales se puede afirmar que fueron hijos del recalentado (que hace todo más sabroso), del pensamiento enfocado en el no desperdicio o el aprovechamiento de sobras en tiempos de crisis. Me refiero, desde luego, a su versión más humilde y antigua, que consiste en trocear tortillas duras, tatemarlas o freírlas y luego bañarlas de una salsa verde o roja, mole, caldillos o pipián. Variantes más complejas de los chilaquiles incluyeron después una condimentación extra que incluyó crema ácida (cuya finalidad fue probablemente atenuar el picor en la lengua y el paladar de algún inadaptado), cebolla picada, epazote o cilantro y queso rallado. 

Para muchos, los totopos (del náhuatl totopochtic, tostado y crujiente) deben sumergirse o ser bañados en la salsa, condimentarse y servirse de inmediato, de manera que al ser consumidos «crujan» en la alegre compañía de unos huevos al gusto, pollo deshebrado, frijoles refritos o de la olla y carne de res o cecina, sin que «solitos» dejen de ser también un delicioso bocado. Pero hay quienes también los consumen a la antigüita, muy remojados o «aguados», lo cual se consigue sumergiendo los totopos en la olla de la salsa y dejándolos cocer y reposar hasta el momento de servirlos, no menos dignos, «como trapo viejo» (a lo que, por cierto, solía llamarse también chilaquil). En hoteles y bufés de todo el país los chilaquiles se sirven muchas veces con un estilo lamentablemente turístico, es decir, inofensivos y sin picor. Conservamos aún la idea banalizadora de que al turista hay que evitarle la «venganza de Moctezuma» y que –aunque lo amemos– el chile es para ellos un condimento agresivo, causal de dolor y estertores estomacales apocalípticos. Sin embargo el chile es mucho más que eso: constituye el sabor característico de México y habría que defender el hecho de que los chilaquiles, cuyo nombre incluye la raíz nahua chilli, picaran sin mojigatería aunque sea un poco, como debía ser.


Durante el siglo XIX y parte del XX, los chilaquiles solían "ahogarse" en una cazuela con salsa. Así se cocían hasta quedar aguados, y después se servían. La condimentación se hacía sólo con queso fresco o añejo desmoronado.

La historia de los chilaquiles se puede intuir en parte y documentar en otra. Es más que probable que su origen sea anterior a la invasión europea, pues en esos tiempos estaban disponibles todos los ingredientes y posibilidades culinarias asociadas a ellos. Fray Bernardino de Sahagún, por ejemplo, nos habla de salsas que bien pudieron haber bañado chilaquiles al decir que nuestra gente comía «caçuelas [guisados sabrosos] hechas con chile y tomates [en que] se suelen mezclar axí [chile, en lengua taíno], pepitas y tomates grandes», además de tortillas «cozidas y otras tostadas, unas frías y otras calientes». Finalmente, aunque no nos dice cómo les llamaban, Sahagún describe con exactitud los chilaquiles y la manera en que se compartían, que es como hasta nuestros días: «Su comida ordinaria y mantenimiento principal era el axí, en el cual, después de haver sido molido, mojavan las tortillas calientes, sacadas del comal, y comíanlas todos juntos». Importa decir que la palabra chilaquil tiene orígenes nahuas y puede ser traducida de varias maneras: «metido en chile» [chilli, chile + aquilli, estar metido en] o bien, «quelites en agua de chile» o «chile verde aguado» [chilli, chile + atl, agua + quilitl, verdor o hierba verde comestible]. 

Hacia 1950, cuando Santamaría publicó su diccionario de mejicanismos,
los chilaquiles eran aún tortillas troceadas y cocidos en una olla con caldo
.

La versión moderna de los chilaquiles tuvo sus antecedentes en el siglo XIX, cuando su receta apareció en los primeros recetarios impresos de México, no sin antes asomarse bajo extrañas y olvidadas apariencias en algunos manuscritos culinarios como el poblano de María Isla, que hacia 1911 requería que las tortillas «desmigajadas» para rellenarlas con picadillo, capearlas, cubrirlas de mole o pipián y servirlas con costillas o lomo de cerdo. Otra fórmula explica cómo hacer los chilaquiles en capas como para una lasagna, alternando tortillas, manteca y un puño de ajonjolí tostado, y una más pide freír rajas de chile, agregar jocoque hasta que se disuelva, poner las tortillas troceadas y sazonar «con sal suficiente».

En aquella época llena de glamour e hipocresía las clases altas deseaban distinguirse de los pobres pero también cometer pecadillos al consumir sus añoradas comidas bajas, por lo que en recetarios de elite como el Cocinero Mejicano de 1831 los chilaquiles aparecen como «Chilaquiles blancos» (a pesar de hacerse con salsa roja de chiles verdes) aderezados con queso añejo desmoronado o fresco rebanado, cebolla picada, rebanadas de chorizo, costillitas de cerdo fritas o carne frita deshebrada. Bien se ve que con estos complementos los chilaquiles se volvían presentables y ya no lucían tan pobres. El mismo recetario, apenas diez años más joven que la Independencia, consigna chilaquiles rojos, chilaquiles rellenos (una variante lamentablemente en desuso) y chilaquiles tapatíos, todos de textura más bien aguada por tratarse de guisados que hervían en la cazuela. La Cocinera poblana y el libro de las familias, un formulario de 1890, lista tres recetas de chilaquiles, de los cuales sólo una concuerda con lo que hoy comemos: los totopos cortados en cuadritos se sumergen en salsa roja de jitomate con chile chilchote y se hierven (nuevamente, quedando aguados) para después servirse adornados con queso fresco o añejo al gusto (Bassols, 1890). Por los mismos años, hacia 1888, la edición del Nuevo Cocinero Mexicano en forma de Diccionario definiría a los chilaquiles de manera extraña en la entrada correspondiente: «Especie de sopa, que se hace con tortilla destrozada en pipián [de ajonjolí o pepita], en xitomate, en chile verde ó en clemole, con los adornos correspondientes».


Los chilaquiles fueron aguados hasta hace apenas unas décadas.
Lo crujiente,  la crema, cebolla y el queso rallado y lo "gourmet" son rasgos modernos de este platillo.

Visto lo anterior, se hace patente que la modernidad ha decidido hacer una vuelta al pasado primitivo de los chilaquiles, con la salvedad de que hoy la mayoría los prefieren con la textura crujiente del totopo. Algunos platillos de principios de siglo XX se renovaron; tal es el caso de los tradicionales Tecolotes (molletes de pan blanco con frijoles, queso gratinado y chilaquiles encima inventados en Sanborns) que con los mismos ingredientes se volvieron transgénero –ahora se llaman Tecolotas¬– y transformados en torta le dieron portabilidad e impulso comercial a un clásico de los desayunos familiares, esos en los que nuestras madres y abuelas, siempre lindas y conscientes, nos decían: «Mijo, ¿Qué no te vas a acabar esos frijolitos y los chilaquiles? Los hacemos torta y nos los llevamos, faltaba más, no hay que desperdiciar». Esto quizás nos permita proponer un axioma: Los chilaquiles se transforman y se deconstruyen, pero en esencia, serán los mismos siempre.

® alberto peralta de legarreta



jueves, 1 de febrero de 2024

Amor, chocolate y oscuras intenciones

Adquiera usted una barra del chocolate de su preferencia y diríjase a un lugar concurrido. Sáquela descaradamente, despacio y con fingida parsimonia, tómese unos momentos para observar las miradas de envidia y codicia que suscita, y sobre todo, ponga atención a las sonrisas. El chocolate tiene la capacidad de alterar el humor y las sensaciones de las personas a tal grado que ni siquiera será necesario que lo consuman. Ante la percepción o intuición la memoria sensorial se encarga de anticipar parte de la reacción endorfínica que el chocolate suele causar en nuestros cuerpos, preparando al ya de por sí ansioso individuo para el posible estallido de felicidad química que se avecina. 

Esto que hoy sucede con tanta frecuencia debido a nuestro continuo consumo del chocolate no era en absoluto común cuando este paradójico ingrediente americano llegó a Europa a finales del siglo XV o principios del XVI. De hecho, su recepción inicial en la corte de Madrid fue poco amable y, para lo cristianos que decían ser, notablemente poco caritativa. Hay que tomar en cuenta que al llegar a los muelles peninsulares el cacao fue percibido como alimento «de indios», inferior por provenir de un continente del que la Biblia no decía una sola palabra y, peor aún, producto de los dominios de Satanás en el lado oscuro y oculto del mundo. Tales argumentos falaces fueron suficientes para explicar la amargura de esa bebida bárbara con la que los habitantes del Nuevo Mundo parecían deleitarse, pues para una Europa que comenzaba a edulcorarse artificialmente y tenía a la dulzura como símbolo de lo bueno y lo divino, a aquella bebida oscura, amarga y llena de textura nada le alcanzaba para ganarse la dignidad de lo aceptable. Sin embargo, tras conocerse la noticia de que sólo los nobles de América tenían acceso y derecho a ella, y que los granos del fruto eran tan apreciados que se usaban como moneda, los peninsulares le dieron una oportunidad. 

Las primeras experiencias bebiendo cacao mostraron a los europeos algo absolutamente insospechado: aquel brebaje acre y diabólico enervaba, calentaba aun cuando se bebiera frío y provocaba súbitos impulsos amatorios. Tal era justamente el tipo de sensaciones exóticas que anhelaba la corte madrileña, ávida de exotismo y diferenciación, cuyos curiosos miembros quizás experimentaban ya por entonces con sustancias como la Cannabis Yndica, la Nux Moscata y más de un tipo de hongo alucinógeno. El chocolate modificó sus ánimos cortesanos y había terminado por engancharlos, a tal grado que muy pronto el fruto del cacao se convertiría en un producto de consumo exclusivo de la corte española y muchos otros nobles europeos comenzarían a codiciarlo.

Después de un largo periplo del Cacao por la Europa mediterránea –donde por cierto, aún no se llamaba chocolate– este regresó a España casi irreconocible y listo para volver a cruzar el Atlántico rumbo a América. En su paso por las cortes de Francia y su viaje a través de los lecheros Países Bajos con rumbo a Italia, esta bebida ganó ingredientes y sabores que, unas veces para dignificarlo y otras para llenarlo de prestigio y mayor exotismo, lo convirtieron en el chocolate que hoy conocemos. Fue en Europa donde se le adicionaron azúcar primero, leche después y especias como la canela y la vainilla al final. 

Debido a las sensaciones estimulantes que el chocolate provocaba en aquellos cuerpos inexpertos, para el siglo XVIII se había convertido en un símbolo con connotaciones y propiedades relacionadas con la lascivia y lo amoroso. En Francia, por ejemplo, que un caballero invitara a una dama a tomar una taza de chocolate era en realidad un eufemismo barroco para hacerle saber sus deseos de poseerla sexualmente, y es probable que desde entonces, adicionado con un energético como el azúcar y la sensualidad de las especias, el chocolate se convirtiera también en un símbolo del amor. Asimismo, nadie habrá dejado de notar que en España el chocolate se bebe tan espeso que el churro que tradicionalmente lo acompaña –arquetípico falo comestible– debe penetrar en él y quedarse ahí parado para probar su calidad. Además, todavía hoy el chocolate caliente se sirve en celebraciones familiares y entrañables (navidad, reyes y días de muertos) cosa que desde luego no sólo se hace por su natural capacidad de contrarrestar el frío, sino por representar el amor que une a las personas, amor que acuerdo con las categorías aristotélicas no tiene por qué ser sólo erótico.

El tiempo no tardaría en asociarle nuevos significados y afinidades al chocolate. Pronto el color rojo, símbolo ancestral del fuego, la pasión y el amor divino sería el adecuado para envolver «bombones», que hoy en día se producen con forma de corazón, se adornan con inocentes figuras de Cupido y resultan el regalo perfecto para los inquietos amantes cada 14 de febrero. Esa deidad alada e infantil de la antigüedad grecolatina poco tenía de inocente, debe decirse, pues era hijo de Venus-belleza y Marte-guerra y su nombre significaba más pasión, ansia y deseo vehemente que amor. Lo demás relacionado con el «Día del amor» y el consumo asociado del chocolate es historia moderna. Que en la actualidad San Valentín sea un santo asociado con lo amoroso y en su día los enamorados o lujuriosos se regalen chocolates parece ser una invención mercadológica inglesa, francesa y belga, pues en realidad nada en la hagiografía de los tres Valentines conocidos tiene que ver con el amor, salvo que de uno de ellos se dice que casaba a las personas antes de que partieran a la guerra–y mucho menos con el ardor sexual. 


Según Geoffrey Chaucer, un conocido escritor de vidas de santos durante el siglo XIV, lo que en realidad sucedía alrededor del 14 de febrero y San Valentín era que las aves comenzaban a emparejarse. Esto era ya de por sí un símbolo del amor, pero la idea se complementaba con el hecho de que cada 15 de febrero los jóvenes romanos se hacían regalos en recuerdo de una inútilmente proscrita fiesta pagana conocida como Lupercalia, dedicada al fauno mítico que, convertido en loba, había amamantado a Rómulo y Remo. Es probable que sea innecesario recordar que en la mitología antigua los faunos o sátiros eran seres lascivos con exacerbado deseo sexual y que en la realidad el chocolate provoca también reacciones ardientes, lo cual nos pone sobre la pista de por qué regalamos chocolates en San Valentín: puede que más de un enamorado meloso, acaramelado y lleno de empalago se desilusione, pero este nada inocente regalo en el «Día del amor y la amistad» lleva la oscura intención de solicitar y propiciar una unión desenfrenada y ardorosa, al más puro estilo de esas que sugería Ovidio el narigón en su inefable Arte de amar. 

® alberto peralta de legarreta


miércoles, 17 de enero de 2024

Chile y comida picante, un regalo de México al mundo

No siempre lo tenemos claro, pero el viaje en el que Cristóbal Colón chocó con una mitad hasta entonces oculta del planeta tuvo objetivos más gastronómicos que de descubrimiento o de conquista. La misión original del Almirante de la Mar Océana era encontrar para España una ruta hacia los lugares donde se producían las especias y así ponerla al frente de la competencia para su comercio. Colón zarpó hacia lo desconocido en busca de pimienta, canela, cardamomo, nuez moscada, clavo y azafrán, pero para su mala fortuna el viaje se vio interrumpido por unas islas desconocidas en las que, por cierto, no pudo encontrar una sola de las cosas que buscaba. Lo que sí pudo notar es que la gente que allí habitaba tenía un gusto extraño por comer fuego y parecía despreciar la comida que no provocara esa ardorosa sensación. Los alimentos que el navegante presenció y degustó –no sin sufrimiento– eran comida picante condimentada con ají, que es como se le llama al chile en la lengua taíno del Caribe.

Los chiles mexicanos pertenecen a la familia Capsicum Annuum

Es muy probable que entre los muchos productos exóticos que Colón llevó de regreso a Europa el chile haya sido uno de los más importantes, pues en efecto, su picor lo convertía en lo único parecido a las tan ansiadas especias. Lamentablemente el chile no tuvo una buena recepción. Tuvieron que pasar muchos años para que, gracias a una cuidadosa selección de los frutos menos picantes, se obtuviera una versión menos agresiva que, pulverizada y mezclada con aceite, dio vida al hoy tradicional pimentón dulce. Mientras esto pasaba, los turcos comerciantes y piratas del Mediterráneo habían distribuido el chile entre consumidores menos exigentes. Versiones africanizadas del chile invadieron el sur de la península itálica, donde se convirtió en el inofensivo peperoncino, y de ahí pasó a Hungría donde, también molido y sin mucho picor, hoy se le considera un fruto endémico y nacional con el que se produce la páprika. Después de un par de siglos, la comida picante había conquistado, con algunas reservas, los renuentes paladares europeos.

Lo picante invadió después el Asia continental por medios terrestres. Las antiguas rutas de la seda sirvieron también para traficar especias, y entre ellas, pronto fue posible encontrar el chile americano, que a lomo de camello y otros medios llegó hasta el extremo más oriental de China, no sin antes contagiar de picor las cocinas de Turquía y el norte de la India, donde complementaron los ya de por sí especiados currys. El chile gustó tanto en esos rumbos que hoy se producen ahí las variedades más picantes del mundo. La ruta comercial desembocaba finalmente en la remota región china de Sichuan, donde la comida se caracteriza desde hace mucho por la presencia picante del chile.

Otra ruta marítima, esta vez con las proas dirigidas hacia el Oriente, llevaría los chiles americanos a otros lugares recónditos del mundo. Las islas del Pacífico del Sur recibieron esta novedad picante con singular alegría y flexibilidad, incorporándolo casi de inmediato y poniéndolo en valor como uno más de sus sabores característicos. Comida con altos índices de picor, o bien matizada de alguna manera con chile, se consume desde el siglo XVII en Indonesia, India, Vietnam, Corea y Japón gracias al comercio de la Nao de China o Galéon de Acapulco. Curiosamente, el chile no llegó a esta parte de Asia por demanda, sino como una necesidad a bordo de los barcos, pues con su alto contenido de vitamina C era buen remedio contra el escorbuto. Con el tiempo se transformaría también en tinte y medicina.

Y no debemos olvidarnos de lo sucedido con el chile en África, donde hoy se le conoce genéricamente con el nombre swahili de pilipili. Si bien su influencia estuvo de alguna manera relacionada con México, a esos pueblos lo picante les llegó desde Sudamérica con chiles de otras variedades. Como parte del reprobable e ilegítimo intercambio comercial de personas, ajíes semejantes a nuestros actuales chiles habaneros (que no son mexicanos, sino amazónicos) llegaron al ecuador africano a bordo de las naves portuguesas. En una latitud dominada por la producción y aprecio por las especias, la recepción del picante americano fue espectacular. Hoy en día el chile es elemento tan básico de las cocinas somalíes, kenianas, sudanesas y etíopes, que muchos africanos lo consideran un producto local.


Los pilipili africanos son originarios de Sudamérica y pertenecen a la familias 
Capsicum chinense, pubescens y frutescens.

Los mexicanos podemos afirmar con orgullo que el fenómeno de la comida picante tuvo origen en nuestra cultura y territorios, pero el chile está tan arraigado en tantos lugares del planeta que es probable que ya nadie quiera creernos. El omnipresente chile y la comida picante son hoy auténticos ciudadanos del mundo.

® alberto peralta de legarreta

jueves, 30 de noviembre de 2023

Ponche para vivir

Al aproximarse las postrimerías del año arrecian los vientos fríos y se intuyen las ineludibles navidades. Medran entonces en el ambiente las ganas súbitas de tomar una gran olla, reunir minuciosamente los ingredientes de un tradicional rompecabezas culinario y armar con ellas un ponche que nos caliente el cuerpo y nos conforte el alma. Para quienes viven en urbes populosas como la Ciudad de México, queda claro que desde hace ya algún tiempo las fiestas populares de fin de año no son las mismas y que incluso han comenzado a desaparecer. A muchas de aquellas reuniones familiares o barriales llenas de dulces, montañas de tortas a medio envolver, letanías en voz de tías viejitas, aguinaldos en canastitas y –si los niños estaban de suerte– más de una piñata en forma de estrella, la modernidad las ha transformado en bailes y reventones en las que lo tradicional apenas se atreve a asomarse. 

En cada vez menos lugares se mantiene intacta la usanza de entonar las lánguidas estrofas con las que solía pedirse posada, acto en el cual algunos participan calientitos al interior de la casa mientras otros, enfundados en bufandas y lanzando vaho vaporoso por sus bocas entumecidas, ruegan en el frío de afuera que se les permita entrar (Verti, 1997). Para que el sainete resulte todos deben tener en las manos un buen vaso o jarrito de ponche y balbucear cansinamente la letra de la tonada (también pueden leerla de un folleto impreso en papel revolución) mientras luchan por mantener sus velitas encendidas. Son otros tiempos y aquellas antiguas posadas agustinianas hubieron de evolucionar al igual que las navidades o la fiesta de Reyes, sustituidas por etílicos festejos bailables acompañados por los reggaetoneros acordes de las nuevas generaciones. Lo que sí no ha cambiado es el frío, y todo apunta a que poco a poco ser irá haciendo aún más intenso.

El frío decembrino no es sólo preludio del que habremos de sufrir durante enero y buena parte de febrero, sino una causalidad a la que sin problema le achacaremos también no pocas de nuestras enfermedades respiratorias. Es muy posible que eso mismo hicieran nuestros antepasados europeos, quienes sí enfrentaban inviernos crudos, prolongados e inhabilitantes. Después de siglos, en el viejo mundo la gente se acostumbró a pensar en los fríos de fin de año que los dejaban a merced de campos adormecidos y metros de nieve acumulada afuera de sus casas. Para que los miembros de una familia responsable sobrevivieran al frío era menester que hubieran hecho acopio de alimentos a lo largo de todo el año, incluso cuando la escasez fuera cruel y prolongada. A esos alimentos acumulados en las alacenas se les conocía genéricamente como «alimentos de invierno» e incluían embutidos, carnes curadas y saladas, frutos secos, compotas, legumbres, almíbares, escabeches, harinas y grasa de algún tipo (Montanari, 1993). Tal es el origen humilde de muchas de las conservas que veneramos y apreciamos hoy en día, y sin duda es también la génesis del ponche con el que hoy adornamos las fiestas y combatimos las bajas temperaturas de fin de año. Aunque no contamos con recetarios antiguos que nos permitan conocer una receta nacional parecida a la que hoy consumimos, a México el ponche debió llegar en algún momento indefinido de los siglos virreinales –o incluso durante el siglo XIX– probablemente como influencia de las gastronomías española o inglesa. Aquellos primeros ponches mexicanos pudieron ser muy diferentes al que hoy producimos, pues de Europa llegaban infinidad de recetas en las que convivían el azúcar, cítricos como el limón y las especias, predominantemente la nuez moscada y la canela (incluso existe un ponche de africana flor de Jamaica). Hacia 1836 los recetarios dictaban cómo hacer ponches de leche, cerveza y tamarindo, y a ninguno de ellos le faltaba el «piquete» de aguardiente.

Los ingredientes del ponche se mezclaban en el fuego del puchero con algún tipo de bebida espirituosa, como el aguardiente, el ron, el kirch (licor de cerezas) o el vino, y su misión fue tanto festiva como práctica, pues tenía también la misión de quitar el frío. En México al ponche se le consideraba durante el siglo XIX como «un licor muy fortificante, muy agradable y muy conveniente después de grandes fatigas, para facilitar la transpiración que pudiera haberse entorpecido á causa de la humedad, del frío de la lluvia. Se pueden beber muchos vasos sin miedo de que haga daño» (Nuevo Cocinero Mexicano, 1888). De muchas maneras este dicho estaba lleno de sabiduría, pues el azúcar de nuestros ponches actuales produce en quien lo bebe una súbita sensación de calor y energía en el cuerpo. Lo mismo puede decirse de las especias agregadas y de la selección cuidadosa de frutas que se ganaron el derecho de habitar en el ponche. Las especias, sabrosas y con propiedades medicinales, son herencia directa de la India, de donde aparentemente también le viene el nombre al ponche (pãč, en lengua hindi, y después punch, en el inglés de los invasores). Es probable que al llegar a Europa a este puchero dulce se le adicionaran frutas propias de la temporada fría, sobre todo cítricos, llegados también de Oriente. Se tienen noticias de un célebre ponche inglés preparado el 25 de octubre de 1694 para las fuerzas británicas al interior de una fuente de mármol. Aquel festejo –dicen los relatores, quizás exageradamente barrocos– requirió de 25,000 limones, 4 barricas de aguardiente y 8 de agua clarificada, 5 libras de nuez moscada y vino de Málaga (Scraps for the curious, 1820). La inclusión de frutas de temporada en el ponche mexicano parece estar más cerca de la tradición alemana, pero no puede negarse que por adaptación y posterior adopción desde hace mucho tiempo es una entrañable bebida mexicana, nutritiva y terapéutica, que se ha anclado profundamente en nuestro ser emocional y festivo.

En México las frutas que nutren el ponche parecen tener un común denominador, que es su alto contenido de vitamina C, reconocido combatiente de resfriados y males de garganta. En esto la sabia naturaleza ayuda, pues es en invierno cuando se producen más frutas con esta particularidad, y entre ellas se cuentan guayabas, tejocotes, limas, limones, naranjas y tamarindos, todos ellos felices habitantes del ponche caliente que nadan en compañía de cañas de azúcar y energéticas uvas y ciruelas pasas. La inclusión de la canela tiene asimismo la doble función de dar sabor y participar como elemento salutífero, pues es bien sabido por curanderos y abuelitas que esta especia es de naturaleza «caliente» (buena contra los resfríos) y provee una sensación de placer o bienestar al friolento bebedor del ponche. Finalmente, con el ánimo de no desatender antiguas y venerables tradiciones, reforzamos la sensación de calor que aporta el ponche agregando «piquetes» espirituosos de aguardiente de caña, rones, coñac o en algunos casos, incluso vino. Eso sin duda hace que, bajo los efluvios de un vivificante ponche, hasta el frío de nuestras almas parezca divertido.

® alberto peralta de legarreta


miércoles, 13 de septiembre de 2023

Que tengas una dulce muerte

A los mexicanos nos gusta decir que nos reímos de la muerte. Al menos no nos alineamos con nuestra contraparte europea, que se la pasa tratando de evitar la extinción y dándole largas al envejecimiento. Mientras Europa se aferra cristianamente a lo material, a sus amados cuerpos y a su conflictuada concepción del Ser, en México tenemos siglos entendiendo que la Muerte es tan sólo una parte más de la vida. Aquí a la Muerte se le acaricia, se le contempla, se le degusta y se le acaba queriendo tal como es: un pequeño puntito siempre visible en el horizonte que crece inexorablemente día a día. La Muerte es por ello una certeza que los mexicanos hemos decidido endulzar, pues si de todas maneras nos hemos de morir, si su llegada es del todo inevitable ¿Para qué estar sufriendo con amargura?.


Por todo lo anterior es casi una perogrullada afirmar que en México se le rinde culto a la muerte y se le festeja en su día como si fuera un santo o la mismísima Virgen. En tiempos previos a la conquista los mesoamericanos consideraban que la certidumbre de la muerte no era sino la premonición de un nuevo y largo camino por recorrer. Este tenía un paisaje de ríos, fuego, vientos helados y montañas que chocaban entre sí, lugares cuya finalidad era triturar y consumir el cuerpo para liberar la energía tonalli, de modo que finalmente se reincorporara a la fuente siempre luminosa de la divinidad (López-Austin, 1994) encarnada por el sol o por una mítica águila. Pero en ese viaje al inframundo nada parece hablar de tristeza ni melancolía; de entrada, el lugar de destino no era ni bueno ni malo, sólo era, y los muertos transitaban hacia la eternidad provistos de nutricios itacates, alimentos y bebidas –algunos probablemente dulces– que sus familias habían dispuesto en sus tumbas. La Muerte en Mesoamérica era cosa de todos los días, pues se asomaba por doquier representada en la arquitectura por cráneos y figuras descarnadas de Mictlantecuhtli, o bien, en los sacrificios humanos y los decesos por guerra o causa natural (Matos, 1996). Aunque las fuentes históricas no lo dicen textualmente, existe una cierta posibilidad de que durante esas fiestas dedicadas a la Muerte se consumieran algunas especialidades dulces elaboradas con semillas reventadas de amaranto aglutinadas con mieles o jarabes de agave; sin embargo, no nos llegó una descripción escrita de la forma que estos dulces tomaban al ser moldeados, salvo la de que emulaban al numen mexica Huitzilopochtli.


De acuerdo con Carlos Zolla, estudioso de los dulces en México, las calaveritas de azúcar blanco comenzaron a producirse alrededor de los siglos XVII y XVIII como parte de toda una dulcería vinculada a las fiestas religiosas, al igual que otros alimentos característicos en celebraciones como el pan de muertos, la capirotada en cuaresma y los turrones o mazapanes en navidad (Zolla, 1993). Habían pasado ya casi 200 años desde la invasión y conquista europeas y el cristianismo comenzaba a consolidarse, aunque plagado de parches y préstamos de la antigua manera mesoamericana de ver el mundo. De acuerdo con la investigadora Teresa Castelló Yturbide, las primeras en hacer calaveritas de azúcar o alfeñique fueron las monjas capuchinas del convento de San Felipe de Jesús de la Ciudad de México durante el siglo XVII, aunque bien pudo suceder en la Puebla de los Ángeles con la misma orden religiosa durante el XVIII (Castelló, 2000). Al parecer estas beatas mujeres las elaboraban de la misma manera que hoy en día, es decir, con moldes de barro de Metepec en las que tomaba forma el azúcar humedecido con agua, algunas veces aromatizado con anís o vainilla. La labor primorosa de las monjas venía después, al desmoldar y ornamentar los pequeños cráneos con filigranas de azúcar coloreada cuyos diseños curvilíneos se realizaban cuidadosa y hábilmente mediante finas mangas pasteleras. El cronista jesuita Juan de Viera relata que durante el siglo XVIII la mayor producción de dulces artesanales de azúcar y alfeñique se hacía precisamente en la Ciudad de México alrededor los primeros días de noviembre, durante los festejos de los fieles difuntos, cuando según sus cálculos el gremio dulcero invertía cerca de cinco mil pesos (un dineral) en «gastos de azúcares», que terminaban moldeados en todas las formas posibles y vendidos en los aún hoy existentes Portales de Mercaderes de la Plaza Mayor o Zócalo capitalino (Viera, 1992). Ya por aquel entonces, nos dice Viera, las señoras se regalaban entre sí estas ofrendas dulces al final de las fiestas, con el pretexto de que «los muertos no se las llevaran» (a ellas). 

Lo cierto es que las calaveritas de azúcar circulaban ya desde aquellos tiempos virreinales y deben haberse consolidado como tradición durante el siglo XIX, ya con una imagen bastante acabada de los altares indocristianos (Reyes-Valerio, 2000) y la idea –no exenta de cierto humor sarcástico– de que a los mexicanos la calaca les pelaba los dientes. Una antigua copla popular, en uso hasta hace unas décadas a pesar de que ya no hacía sentido, tuvo su origen en la costumbre infantil de pedir dulces de puerta en puerta o de exigir a los adultos un aguinaldo en especie o dinero, por motivo del día de los difuntos, diciendo: «Mi calavera, mi tumba, mi muerto y mi tlaco vuelto» (el tlaco fue una antigua moneda de baja denominación). Las calaveritas dulces iban entonces a parar a los altares o –vía oral– a los torrentes sanguíneos de aquellos niños, quienes de una manera extraña comenzaban a relacionar a la muerte con la dulzura. Algunos viajeros europeos de principios del siglo XX se escandalizaron al enterarse de que a los niños no sólo se les regalaban estos «macabros» dulces tradicionales, sino que además cada calaverita tenía en la frente un papelito con su nombre, y que aún así, sin saber de surrealismo ni de arte dadá, se la comían sin miedo ni pudores. 

Comer calaveritas de azúcar en México sigue siendo una manera de honrar la memoria de nuestros idos y recordar que todos habremos de petatearnos e irnos «a calacas» tarde o temprano. Puestas en un altar de esos que hoy creemos ancestrales estos dulces y demás placeres representan una singular invitación abierta a las ánimas queridas de quienes partieron, porque las queremos compartiendo la mesa con nosotros nuevamente, siempre, y esto no puede ser jamás desde la amargura. Y que no se dude que, como rasgo de nuestra buena educación, regalar una calaverita es como decirle a alguien querido «Te deseo la más dulce de las muertes».

® alberto peralta de legarreta

sábado, 9 de septiembre de 2023

Alquimistas en la cocina

A finales del siglo XVIII muchos cocineros franceses se convirtieron en chefs, toda vez que de pronto se vieron emancipados de sus antiguos patrones a los que su nobleza no les había servido para conservar la cabeza durante la revolución. Aquellos sofisticados hombres de cocina habían servido durante años a personajes dueños de paladares no sólo ávidos de novedad sino sumamente exigentes y entregados a la extravagancia y la exclusividad (Neirinck y Poulan, 2001). Corrían, por decirlo utilizando el lugar común, tiempos barrocos; la sensualidad se desbordaba copiosamente en todos los aspectos de la vida y la cultura. Esto sucedía como respuesta a los recientemente abandonados tiempos renacentistas, los cuales, según la Iglesia, habían estado dominados por la vacuidad del pensamiento liberal protestante, que entre otras cosas abominaba las imágenes, causantes de la supuesta idolatría católica. Tal juicio era al parecer infundado, pues de acuerdo con el Concilio de Trento aquella rebuscada y abundante iconografía –que funcionaba a manera de representación artístico/arquitectónico/gastronómica de la Creación– resultaba útil no sólo para fundamentar la comprensión de lo invisible, sino necesaria para el sustento de la Fe. La abundancia sensual (pensemos también en sensorial) del pensamiento barroco, que tanto llegaría a definir las complejas gastronomías de finales del siglo XVIII, constituía la prueba material y mundana de la existencia de Dios, quien se había volcado amorosamente en el mundo (eso incluía los alimentos) llenándolo de dones para los seres humanos. De esa manera, a aquellos incrédulos que cuestionaban la existencia y el poder de la divinidad, o bien, que la creían simplemente irrepresentable, sólo les quedaba rendirse ante la evidencia de que su imagen y presencia estaba en todo aquello que había creado.


Los siglos XVII y XVIII definieron lo «barroco», una época de experimentación
sensual donde la abundancia fue un valor esencial.

Aquel pensamiento barroco (de la Encina, 1980) fue hijo de profundos conflictos entre el espíritu y el intelecto. La llegada de la figura del chef se daba después de una larga evolución al final de la cual se le arrebató el oficio culinario a las mujeres, quienes desde entonces quedaron relegadas a «su ámbito», el doméstico, donde reinaba lo inexacto y lo emocional. Como primer paso en esta lenta escalada al poder llegó el espíritu medieval del cocinero, quien no exento de curiosidad, deseo de experimentación, sensibilidad y conocimiento de las reglas del ayuno inspiraría el profesionalismo de los cocineros-artistas durante el renacentista Cinquecento. En esa época el cocinar se convirtió en un arte público que, a pesar de todo, no dudó en mantener su respeto por lo religioso (Scappi, 2004). Posteriormente, ya en las postrimerías del siglo XVIII y como hombres pertenecientes a un siglo ilustrado, enciclopédico y laico, los cocineros se convertirían en jefes y administradores de sus propias cocinas y negocios, autodefiniéndose como «alquimistas de la cocina». Esto parecería a primera vista paradójico, pues la ciencia moderna de la que alardeaban los chefs se encontraba fundada en métodos rigurosos como el cartesiano y mantenía una postura sumamente crítica frente los conocimientos ancestrales y míticos. De ellos surgieron las primeras recetas estandarizadas y dotadas de medidas, tiempos y temperaturas, aptas para ser reproducidas una y otra vez sin cambios o errores. Sin embargo, a pesar de toda la rigidez y su búsqueda tenaz del perfeccionamiento, no pudieron olvidar ni saberse deudores de los principios empíricos de la alquimia medieval.


La Alquimia o «gran obra» llegó a Europa desde el Oriente.
Ahí los sabios desarrollaron teoría y práctica para obtener la esencia de las cosas.
Un alquimista o «filósofo» estaba en perpetua búsqueda del conocimiento y la verdad.
Sus operaciones y métodos buscaban desentrañar los misterios del universo,
pero a nivel humano, prescindiendo de la inspiración divina, que por otro lado no desdeñaban.

A los alquimistas la historia barata nos los ha pintado como locos buscando absurdamente lo imposible (Perry, 1995). La superficialidad con que se alude a su quehacer nos ha llevado a pensar que intentaban enriquecerse codiciosamente con el oro filosofal o que anhelaban la utópica luz de la inmortalidad. Tales infundios responden a algo simple: ni sus patrocinadores ni sus detractores estaban al tanto de los nombres simbólicos con los que los filósofos se referían de manera metafórica a los objetivos verdaderos de su búsqueda: el Conocimiento y la Verdad. La alquimia llegó a Europa desde el Medio Oriente y entre sus fines se encontraba hallar y extraer, mediante la operación y la transmutación de la materia, la quintaesencia de las cosas, es decir, dar con aquello que mantenía unidos y proporcionados a los cuatro elementos (o sus esencias) en un objeto. Esa quintaesencia debía ser algo sublime y brillante como una estrella, pensaban, y en su presencia toda duda quedaría disipada como si su luz irrumpiera súbita y definitivamente en la penumbra de la ignorancia (Roob, 1997). En la búsqueda de lo esencial los alquimistas sintetizaron aceites (algunos de especias), destilaron alcoholes, sublimaron compuestos y descubrieron infinidad de sales y ácidos. También introdujeron los hornos o atanores de calor contenido, algunos de ellos incluso portátiles, y sentaron las bases para el conocimiento y difusión de las cerámicas y los cristales refractarios. Su conocimiento sentaría con el tiempo las bases para la química y la cocina modernas.


El cocinero-alquimista, mostrando triunfante el producto de su trabajo (nótese que el punto de fuga del cuadro es el plato de caldo). Este artista científico de la cocina logró sintetizar los ingredientes que lo rodean y obtener de ellos su esencia, concentrada en un caldo o fondo. La materia original ya no está ahí, sino sólo su «alma».

Por todo lo anterior resulta justo confirmar el título de «Alquimistas de la cocina» que adoptaron los chefs del siglo XVIII (Neirinck y Poulan, 2001). Si ponemos atención a sus búsquedas, veremos que se comportaban como verdaderos científicos al aplicar muchas de las técnicas heredadas de los oscuros laboratorios filosóficos y que incluso algunos diseños de sus poyos y hornillas también se inspiraron en ellos. Durante los años finales del barroco lo cocinado debía saber al ingrediente fundamental cocinado, es decir que una sopa de cebolla debía saber a cebolla, y una carne –por cocida y condimentada que estuviera– esencialmente a carne. De este pensamiento derivó la Teoría culinaria de los fondos que hoy rige todavía a la gastronomía francesa. Culinariamente hablando un fondo es textualmente la consunción (consomé) de algo, pues se trata de la reducción lenta y progresiva por cocción de uno o varios ingredientes hasta la obtención de algo que no es ya el objeto original, sino su esencia misma. En otras palabras, un fondo o buen caldo representa el alma de algo que fue; un concentrado quintaesencial capaz de emular al objeto original gracias a la operación culinaria de la materia. Ese mismo método operativo resultó útil para obtener la esencia o el espíritu oculto de materias primas como la negra y poco estética vainilla americana, las almendras y muchas otras especias, ingredientes que habitaron los complejos y desbordantes platos de los siglos barrocos como aromatizantes y saborizantes sorprendentes, pues a la vista de los neófitos esos ingredientes «no estaban ahí», aunque de algún modo, estaban (Díaz, 2003). Y todavía hay quien se atreve a afirmar que la alquimia fue una patraña y que la Edad Media no aportó nada a la humanidad. 

® alberto peralta de legarreta

domingo, 3 de septiembre de 2023

Lo que sea por tener a Sor Juana en la cocina

Quizás uno de los anhelos más grandes de los cronistas del tema gastronómico en México haya sido instalar en la cocina, a como dé lugar, a la eximia e infatigable Sor Juana Inés de la Cruz. No parece bastarles la intensidad de su quehacer teológico, ni su inmensa poesía y dramaturgia, ni su insaciable curiosidad por la astronomía y la lectura de textos inscritos en el Index librorum prohibitorum (Kepler, Athanasius Kircher, Copérnico…) que su buen amigo el sabio Don Carlos de Sigüenza y Góngora le facilitaba (Paz, 1982). Poco o nada de eso; lo que hoy interesa a las élites culinarias es especular sobre su vida íntima e intentar a ultranza –en formas que en ocasiones rozan la novelística– el fundamento de su supuesto oficio culinario (Lavín, 2010). Sin embargo, es muy posible que el Fénix de América estuviera más interesada en lo sutil del conocimiento y en su labor literaria que en las experiencias mundanas de la cocina. 

Dos imágenes contemporáneas en las que se pone a Sor Juana en la cocina. 
Esta idea nació en la élite y fraguó en la década de 1970,
con la apertura de la Universidad del Claustro de Sor Juana.

Por un lado, hoy en día resulta innegable que la monja de ingenio ígneo cocinaba y poseía al menos los conocimientos culinarios básicos. Cualquier novicia o profesa cumplía con este deber igual que con el de barrer, rezar o ser la voz cantante en el coro, labores que cubrían bajo el esquema de semaneras que las mantenía alternando entre las diversas oficinas (lugares donde se ejercen oficios, cocina y despensa entre ellas) de sus conventos. Por otra parte, Sor Juana también sabía comer; raro hubiera sido que no conociera los alimentos y las complejas reglas de comensalidad, de inspiración sensual y barroca, que se estilaban en las mesas de los virreyes de Mancera y Enríquez de Rivera, pues en esos lugares gozó el lugar de hija predilecta y admirada de la corte (Chávez, 1931). También, como se desprende de fragmentos de su obra, supo comer como cualquier otro hijo de vecino en las calles y ferias, que con seguridad recorrió y gozó durante sus mocedades en Amaquemecan. Las menciones a platillos populares, procedimientos culinarios (como en su Respuesta a Sor Filotea) y viandas callejeras que asoman tímidamente la cabeza en sus villancicos y décimas son sin duda circunstanciales y fieles testimonios de que a pesar de su condición, Juana Inés fue algo golosa en no pocos momentos de su vida. Por el hecho de haber profesado en un convento calzado (de regla «relajada», como el de la orden de las Jerónimas) la musa tuvo más oportunidad de tomarse licencias y en consecuencia ser menos proclive a los ayunos y las privaciones a las que estaban sujetas muchas de sus hermanas carmelitas descalzas o clarisas en conventos observantes (Arias, 2007). Cocinar formaba parte, pues, de sus obligaciones como parte de la sororidad, pero nada indica que en realidad fuera una de sus pasiones o que le dedicara a los asuntos culinarios más tiempo que el estrictamente necesario. Existe la certeza, por otro lado, de que su condición de criolla y favorecida de la corte le permitió habitar una celda de dos niveles en el Convento de San Jerónimo, donde contó con fogón y servidumbre que con seguridad cocinaba para ella.

Como en el caso de más de una de las leyendas de México, es probable que la historia de Sor Juana en la cocina la iniciara un mitómano goloso, el cronista Don Artemio de Valle-Arizpe. Fue él quien aventuró, por mera asunción y generalización, que Sor Juana había sido una maestra de la confitería y la repostería (de Valle-Arizpe, 1951), y aunque es de hacerse notar que si bien la monja era entendida en esas labores, no existen pruebas fehacientes de tal afición o dominio, y por el contrario, muchas otras sobre su indómita adicción a la lectura, sus primores literarios y su curiosidad insaciable por el conocimiento del universo. El hecho de que en la más célebre y reproducida de sus citas «culinarias» Sor Juana se refiera a Aristóteles y la cocina, acusándole veladamente por no haber cocinado más, no pasa de ser una figura retórica, claramente atribuible a la escolástica y los tiempos barrocos que se vivían. Sin embargo, los apologistas modernos de una Sor Juana cocinera no han dejado de utilizarla como argumento probatorio una y otra vez. 


Otro retrato, igualmente moderno, que representa
 la intelectualidad 
de Sor Juana

El otro problema que enfrenta la supuesta vocación coquinaria de la Musa de México es el impostado recetario que –se dice– compiló y firmó. Afrontémoslo: nunca nadie vio tal recetario manuscrito. La mitología dice que un tal Joaquín Cortina poseía el documento y que el papel que le servía de soporte era del siglo XVIII, pero que no era sino copia de un original lamentablemente perdido, firmado supuestamente por Sor Juana, quien incluso había escrito un soneto para encabezar el formulario de su convento. El recurso del manuscrito perdido es tan viejo y conveniente como la literatura misma, pero simplemente no se puede creer más; de hecho fue utilizado por Shelag Routh para endilgarle labores igualmente míticas a Leonardo Da Vinci en unas ya célebres pero falsas Notas de cocina (Routh, 1999). Cualquier historiador mediano sabe que es posible conseguir papel antiguo para hacer falsificaciones, y para ser sinceros, si el mediocre soneto proemial que le atribuyen a Sor Juana fue realmente escrito por ella, es porque la musa había perdido toda la prestancia, el estilo y la exquisitez de lenguaje que la habían caracterizado toda su vida, o bien, porque en el ocaso de ésta, se encontraba más deprimida, mística y poco inspirada que nunca. La intensidad y volumen de su producción, sus intereses fuera de lo común por los telescopios y los astros, así como su encierro conventual y lo problemático de su vida en medio de una sociedad novohispana agitada, mojigata y exigente, hicieron que Sor Juana le otorgara a los alimentos y a su propia participación en las labores del fogón un estatus de apenas necesarios y obligatorios. El supuesto recetario que se alega compiló en San Jerónimo es corto y simple; contiene sólo 36 fórmulas (Lavín, 2010), casi todas para elaborar platillos dulces, y carece de indicaciones formales como temperaturas, medidas y cantidades, pues como era común en sus tiempos, este había sido escrito para otra cocinera y no para cualquier profana desconocedora del oficio. Como sea, cuesta trabajo imaginar a Sor Juana escribiendo infames sonetos, recopilando recetas medianas y después firmando un documento culinario de destino incierto en vez de asomada a la ventana de su celda-biblioteca, con un libro hermético abierto sobre el atril y degustando entre palabras salidas de su pluma de ganso una que otra pastilla de las que sus hermanas jerónimas y sus criadas efectivamente horneaban en la cocina del convento.

® alberto peralta de legarreta