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jueves, 5 de diciembre de 2019

La lengua de los pájaros

Hace unos cuantos siglos las personas se hacían muchas preguntas -como hoy- sobre el universo, su origen y su misterioso funcionamiento. Diversos mecanismos para darles respuesta se pusieron en marcha: el empírico, el religioso, el de la elucubración, el de la imaginación, y muy recientemente, el de la Ciencia.  La edad media, una etapa histórica donde dejar de lado el ambiente religioso predominante y la confrontación con el modelo islámico resultaría ocioso, proveyó interesantes tesis y ocasiones para argumentarlas. Una de las preguntas de aquellos días tenía que ver con la creación del mundo y lo que lo rodeaba. Cristianismo, Judaísmo e Islam estaban de acuerdo en que había sido creado por Dios, y siguiendo la tradición de las escrituras, de la divinidad habían brotado palabras que se materializaban según su deseo. Esto quiere decir que la voz de Dios ordenaba verbalizando y el resultado era la sustantivación.


Pero ¿En qué lengua había hablado Dios cuando creó el universo?


El cuestionamiento podría parecer banal, pero no lo era en absoluto. Quien probara su tesis establecería su preponderancia o jerarquía sobre los demás. Por un lado, los hebreos podían afirmar que Dios había hablado en arameo, puesto que aquella era la lengua del pueblo elegido y los antiguos textos sagrados venían de una tradición oral aramea. Los cristianos, que bebían del mismo libro sagrado, habrían podido concordar con ello, pero en definitiva el arameo no era su lengua, y por ello afirmaban que Dios había hablado en griego o en latín, las lenguas cultas de Occidente en las que se habían vertido con tanta dignidad la Torá y el Nuevo Testamento desde el siglo IV e incluso antes. Los árabes islámicos, por su parte, no dudaron en afirmar que Dios había hablado en árabe, pues si el sagrado Corán había sido dictado a Mahoma su bella lengua, era sin duda porque aquel era el idioma nativo de Dios. El problema fue el hecho insoslayable de que antes de la creación del mundo no existían ni hebreos, ni cristianos ni árabes. ¿Cómo, entonces, podría haber usado Dios alguna de aquellas lenguas, nacidas todas del libre albedrío que días después otorgaría a los humanos?

Los teólogos debatieron arduamente sobre este y otros asuntos de capital importancia. El lenguaje utilizado por Dios debía haber sido uno de carácter universal, por todo y por todos comprensible. Los árabes, con un poco de la geometría euclidiana que habían rescatado en sus manuscritos y con base en el dogma de que Dios no puede ser representado, propusieron –o convalidaron, porque una idea semejante ya germinaba en Occidente– que Dios era un geómetra y que su lengua creadora habían sido las matemáticas. Su voz y palabras habían sido números, ecuaciones y progresiones, y éstas se habían tornado en objetos materiales con orden, concierto y perfección. El arte cristiano no dudó en representar a Dios con escuadra y compás en las manos, mientras que el Islam se inclinó por el perfeccionamiento de los diseños geométricos que representaban la estructura de lo creado y el Judaísmo se enfocaba en la optimización de una hermenéutica propia, la Qabbalah, es decir,  el desciframiento e interpretación matemática de las escrituras.


Pero había otras escuelas subyacentes de pensamiento. La Alquimia tenía ya algunos siglos tratando de establecer una vía alterna hacia el conocimiento y bebía de todas las fuentes y enfoques posibles. Para un alquimista la existencia de Dios era indubitable, pero los pensamientos de la divinidad, así como su quehacer creador, parecían claramente fuera de todas las posibilidades de la comprensión humana. Afortunadamente para ellos el segundo precepto de la Tabula Smaragdina, que dice “Lo que está abajo es como lo que está arriba, y lo que está arriba es como lo que está abajo”, les permitía intuir que lo desconocido "de arriba” (lo inmaterial, las ideas, lo intangible) tenía su representación o presencia en lo “de abajo”, y que por tanto el conocimiento del universo era verdaderamente acequible aun en nuestra realidad. Los alquimistas escribieron múltiples tratados que ponen en evidencia su ardua búsqueda de la verdad y el conocimiento –la Piedra u Oro Filosofal– que algunos iniciados como Santo Tomás y su maestro Alberto Magno no dudaron en identificar con Dios. Aquel conjunto de conocimientos y sus desiguales métodos, cuya posesión provocaba codicia y generaba no pocos peligros para la Fe, no estuvieron al alcance de todos. 



Por ello fueron cifrados en libros de procedimientos, cuyos autores echaron mano de simbologías planetarias, zodiacales, cabalísticas y matemáticas, además de múltiples alegorías, para registrarlos y asegurarse de que sólo los ojos iniciados fueran capaces de comprenderlos y valorarlos. En el argot alquímico, aquella manera críptica de hablar y escribir fue conocida como “La lengua de los pájaros”. Se trataba de un lenguaje bello, sí, por sus objetivos, armonioso por su apego a las matemáticas y la proporciones en los procedimientos que describía, pero misterioso y en muchas formas divino. El resultado fue la idea de que al crear el universo Dios había hablado en Música, disciplina y arte que se derivaba de las más puras matemáticas.

En el origen Dios había cantado sus deseos creadores, y la creación se había materializado al ritmo de sus artísticos pensamientos. En consecuencia, durante el barroco y después del Concilio de Trento la música alcanzó en Occidente un lugar legítimo en la representación de la compleja obra  y procedimientos de lo sagrado. El universo y sus invisibles engranajes, conocidos entonces como la Música de las esferas, se movían al ritmo melódico y el acompasado ritmo de un metrónomo divino, y de acuerdo con el principio alquímico, los designios misteriosos de aquella música sagrada yacían, escondidos aunque descifrables, en la armónica inocencia de las voces de los pájaros.


apl, diciembre 2019

jueves, 10 de octubre de 2019

Personas, ciclos, alimentos

El ser humano siempre ha tenido curiosidad por el momento primigenio en que las cosas y los seres comenzaron a existir, preguntándose si todo permanecerá o deberá finalizar algún día. En su búsqueda de explicaciones pronto descubrió el comportamiento cíclico del cosmos y el mundo que habitaba, para lo cual desarrolló una compleja ritualidad que le permitió conmemorar y reproducir los momentos fundacionales del mundo o de su sociedad. El festejo del inicio o el final de los ciclos naturales o culturalmente construidos le sirvieron al hombre para tener identidad y fundar maneras únicas de interpretar el mundo, en busca no sólo del origen, sino de la permanencia. 

Apenas las personas adquirieron conciencia de sí mismas y se sintieron parte del mundo que lleno de misterios les rodeaba, comenzaron a percatarse de que todo en la naturaleza tenía un comienzo y un desenlace. Notaron que su propio cuerpo sufría profundos cambios con el transcurso de imparables y predecibles –aunque quizás no eternos– amaneceres y noches estrelladas. Que los frutos y las plantas que lo alimentaban no siempre estaban disponibles y que los grupos de animales aparecían y desaparecían del territorio sin una explicación aparente. Que las aves un día volaban hacia el mediodía y que la luna se llenaba poco a poco en el cielo, embarazándose más y más a lo largo de veintiocho puestas de sol, para finalmente parir una ausente luna nueva. Que el sol en ocasiones les permitía tener sombras largas y en contadas ocasiones se las robaba totalmente al pasar por la parte más alta del cielo. Sin embargo, con el paso del tiempo las personas se dieron cuenta de que este comportamiento cíclico de la naturaleza, de sus propios cuerpos, resultaba predecible y mesurable. Notaron que, como ellos mismos, los cereales debían envejecer y en el proceso llenarse de la sabiduría que no tenían sus versiones tiernas y maduras, para poder transmitir su conocimiento a una nueva generación de plantas nutritivas. 

Gracias a una constante observación e interacción con el mundo, el género humano comprendió también lo pasajero de su vida y se enfrentó, no sin inconformidad, a la certeza de la muerte. La percepción de un universo que se manifestaba en lapsos le permitió crear los primeros calendarios basándose en los 365 días que el sol necesitaba para amanecer de nuevo en un mismo sitio después de haberse paseado con majestad por el horizonte montañoso. Este paseo lleno de misterio aumentaba y disminuía la duración de los días con tal exactitud que pronto fue posible establecer el orden de las estaciones y los cambios climáticos asociados a ellas. Resultó notable que con el dinamismo del aspecto del mundo los alimentos también se modificaban, y con ello las comunidades establecieron las temporadas, decidiendo culturalmente qué comida era apta para cada momento del año o los procedimientos necesarios para purificarla y hacerla digna. La capacidad de predicción e interpretación de estos eventos desembocó en una arraigada ritualidad que pronto habría de convertirse en religión, de manera que el ser humano, conocedor de los fenómenos del mundo aunque incapaz de descifrarlos por completo, intentó re-ligarse con la divinidad, que seguramente poseía todas las respuestas y no hacía sino manifestarse en lo que había creado.

La circularidad del acontecer (nuestra palabra año proviene del latín anus, anillo) marcó la relación del hombre con la tierra. Ya sea dando por hecho que era por derecho dueño de ella –como en Occidente– o sintiéndose hijo o parte de la tierra como en las sociedades mesoamericanas, los ciclos naturales o culturalmente implementados, como la invención misma del tiempo, se convirtieron en una manera de simbolizar la armonía con la naturaleza y el ritmo de la vida con su nacimiento, formación, madurez y declive, aspectos que afectan tanto al individuo como a sus sociedades. La celebración reiterada del inicio y fin de estos ciclos sirvió al hombre como una manera de honrar a lo desconocido o de prolongar la existencia misma del mundo. La divinidad parecía hacerse presente en lo creado para marcar esos momentos, haciendo que el tiempo mítico que habitaba irrumpiera esporádica y súbitamente en el tiempo profano del mundo y así hacer patente su existencia. Era aquel el momento para que las personas intentaran propiciar las cosechas orando por la prosperidad de una estación, rogando por la llegada de las lluvias o trabajando en conjunto con la tierra en busca del reverdecimiento y fructificación de los campos.



El inicio de un ciclo anual requiere en muchas sociedades de una celebración comunitaria en la que se haga visible el conocimiento inconscientemente compartido de que un año no es sino el reflejo de la infinita circularidad del cosmos. El año simboliza la muerte, la permanencia y la eternidad al mismo tiempo . La celebración es por tanto la manera en que el ser humano reconoce y vuelve cíclicamente a su origen, festejando el momento de su creación y expresando su deseo de vivir. Para cada una de las festividades ligadas al inicio o final de un ciclo, el hombre desarrolló rituales en los que la convivencia alrededor de los alimentos, así como el acto de compartirlos en comunidad, fueron siempre un requerimiento básico. En el año nuevo cristiano los comensales consumen cada uno doce uvas, símbolo de los meses por venir, vida, sabiduría, abundancia y completitud, mientras que en un cumpleaños lo que suele hacerse es partir y compartir un pastel cubierto de dulzura y coronado con fuego, elemento que cumple un papel purificador como símbolo de amor y de conocimiento inspirador. La fiesta de Rosh Hashaná o año nuevo judío celebra el momento en que fue creado el mundo; se trata de un acontecimiento colectivo de gran introspección en el que se valora lo que fue recibido y lo que se recibirá. Los alimentos consumidos en esta fiesta simbolizan a la comunidad, el perdón, el recuerdo aleccionador de la historia y el agradecimiento por los frutos de la tierra.

Otros grupos humanos celebraron el inicio de sus ciclos anuales fortaleciendo a la tierra al ofrecerle trabajo y vida. Tras las celebraciones mexicas del Fuego Nuevo, la totalidad de las personas se recogían en sus casas durante los cinco días aciagos (sin veintena), extinguían todos los fuegos y se reunían en la fría oscuridad de las primeras noches de febrero. Todos los utensilios e imágenes de barro en cuya factura hubiera intervenido el fuego, elemento masculino ordenador del cosmos, eran desechados, quebrados y hundidos en las aguas del lago, reintegrándolos así a la tierra femenina que les había dado materia. Los fogones dejaban de producir comida y se ayunaba para dignificar el cuerpo, dejándolo apto para la nueva aparición del sol, que iniciaba así una nueva atadura de años llamada xiuhmolpilli, un ciclo completo en cuyo inicio los calendarios solar y venusino coincidían como sólo podía suceder cada 52 años. Después, el fuego nuevo que los sacerdotes habían encendido en una montaña cercana mediante el sacrificio de una persona en una única hoguera eran llevado con antorchas hasta cada barrio y rincón de la ciudad hasta llegar a cada casa para volver a dar calor, vida y alimento a las personas una vez garantizada ritualmente la salida del sol que daría inicio a un nuevo ciclo y seguiría comunicando vida al mundo.

Como los anteriores, muchos otros rituales cíclicos alrededor del mundo tuvieron la función de propiciar la agricultura, la transformación de alimentos y la comensalidad, que es la manera en que cada grupo humano decide compartirlos. El ser humano es responsable como civilizador del mundo de darle reconocimiento a lo desconocido y mediante la ritualidad fundar lazos emotivos y culturales entre sus miembros a través de representaciones reiteradas de los mitos que les dieron rostro a sus sociedades. Cada vez que conmemoramos la llegada de la primavera o festejamos a la Virgen de Guadalupe, celebramos la pascua o ayunamos durante el mes sagrado del Ramadán, los humanos recordamos nuestros orígenes, el momento en que para nosotros todo comenzó, y aspiramos a ser bendecidos con la continuidad aunque no sea eterna. Cada vez que alguien comparte alimentos durante la navidad o en la cena de Thanksgiving, lo que hace es conmemorar sus inicios y honrar el momento lejano en el tiempo en que su linaje o identidad nacieron de la tierra, para con suerte no dejar de existir. Y hay pocas cosas más humanas que el deseo de alcanzar la eternidad.

®alberto peralta, 2019

jueves, 22 de agosto de 2019

Para presentar el libro de cocina de Socorro y Fernando del Paso

Resultaba en cierta manera extraño estar ahí, sentado a la mesa de presentación de un libro de cocina mexicana en la Feria Internacional de Libro de Guadalajara 2016, y no compartirla con expertos reconocidos de las artes culinarias para comentarlo. Resultaba también extraño estar sentados y hablando de comida en una mesa y no hacer otra cosa que imaginarla, o peor aún, desearla sin esperanza hasta el final de la presentación. Con el auge que la gastronomía mexicana ha tenido en los últimos años, producto de una inscripción en la lista del patrimonio intangible de la UNESCO, hoy en día es común entrar a una librería y observar grandes secciones dedicadas al suntuoso asunto bibliográfico de lo comestible. Muchos de esos libros, en ediciones envidiables de pasta dura y sobrecubierta e interiores de papel couché de buen gramaje, gozan de portadas magníficas ornamentadas con extreme close-ups de viandas emplatadas siguiendo los más modernos cánones de la estética. Esos acercamientos de la cámara a los alimentos en portada y páginas centrales parecen ser capaces de transmitir a quien lo observa un erotismo rayano en la sensualidad barroca, sensación que le invita a hojear el libro y finalmente a comprarlo aunque no cocine ni sea chef, porque su belleza como objeto quizás le provee la esperanza de que al llegar a casa y poner manos a la obra en la cocina, todo saldrá como en las fotografías, llenándolo de placer a él y a sus comensales, pero sobre todo dotándolo de prestigio; de ese prestigio de ver sus creaciones instagrameadas y presumidas [perdón, compartidas] instantáneamente alrededor del mundo, para ser vistas y envidiadas por miles en tan sólo unos cuantos segundos. 


Otras portadas de esos libros, nadie dejará de notarlo, muestran a su autor generalmente vestido de filipina y mirando de manera desafiante a la cámara, mientras cruza los brazos, arquea la ceja y posa de tres cuartos. Alguien debería decirles a esos cocineros que en términos de imagen un oficiante que no muestra sus manos no es confiable, y a quienes compran sus publicaciones, que reproducir recetas o leer sobre innovadores procedimientos de transformación, cocción y montaje no los convertirá en rockstars. Una vez adquiridos esos libros –que sin duda son más culinarios que gastronómicos– lo seguro es que irán a parar más a un bello y presuntuoso librero que a una cocina, convertidos en objetos imprácticos y demasiado caros para permitir que se pringuen, quemen o sufran salpicaduras. Tal vez esto nos ponga sobre la pista de por qué antaño los cuadernos de cocina que sí se usaban a un lado de la olla solían ser libretas manuscritas con mil y una enmendaduras y añadidos; eran apuntes que pasaban de mano en mano y de sazón en sazón, por lo que representaban el ejercicio diacrónico de cocinas ligadas a la historia y la vocación comunitaria, mientras que muchos formularios ilustrados modernos constituyen sólo instantáneas sincrónicas de la individualidad y el culto a la estética.


Un recetario es un documento que permite al lector-aprendiz transformar el simple alimento en comida. Esto significa que no sólo debe enseñarle a cocinar –cosa que por más indicaciones que se reciban es posible que no se logre– sino ayudarle a comprender los alimentos y proveerle la manera en que deben ser compartidos para que adquieran sentido y sabor en un cierto contexto. Un recetario dista mucho de ser solamente una colección de objetos comestibles bellamente ilustrados y procedimientos a prueba de inútiles; es más bien una guía para poner en contacto la técnica y el conocimiento culinario con ese envoltorio cultural que le da significado y lo llena de saber: la Gastronomía. En ese aspecto, un recetario es un auténtico medio de interpretación, pues lo comestible constituye un lenguaje capaz de comunicar identidad y aportar elementos para que los comensales compartan, con los alimentos convertidos ya en comida, una particular visión de la realidad y la manera adecuada de degustarla, algo a lo que Fernando del Paso llama “ejercer la libertad” y que bien podemos llamar Cultura. Los antiguos recetarios enseñaban también nociones de servicio, a combinar los platillos de acuerdo al buen gusto y a comportarse adecuadamente en la mesa. Además, estos compendios familiares contenían consejos femeninos, ideas para el hogar y hasta preparaciones farmacéuticas, de donde viene en culinaria el uso de la palabra “receta”, en sustitución de la anteriormente utilizada, “fórmula”.


El libro que aquel 30 de noviembre de 2016 nos reunía tiene las características del auténtico recetario. De entrada, en la dedicatoria y la introducción Fernando del Paso declara que se trata de un documento familiar, y como tal, heredero no sólo de una tradición, sino con la flexibilidad suficiente para integrar lo recientemente aprendido y darle forma para introducirlo a la cotidianidad. Que este libro es un instrumento interpretativo de la cocina mexicana no cabe duda alguna, pues del Paso indica que fue compilado y adaptado para un público francés poco familiarizado con ella y lleno de los prejuicios que suelen ser un obstáculo para la comprensión de nuestra cocina en entornos tan ajenos, incluso elitistas. En La cocina mexicana de Socorro y Fernando del Paso se escuchan claramente dos voces que terminan complementándose para formar un todo que va entre lo narrativo y lo meramente culinario. La Sra. Socorro comparte procedimientos y datos necesarios con el lenguaje propio de la cocina, pero lo hace de una manera tan natural que al leerle resulta imposible saber si del Paso ha metido o mete su cuchara, por decirlo de alguna manera, o si ya el lector se encuentra ante una voz dicotómica absolutamente armonizada. Fernando del paso, intuimos, falta con modestia a la verdad al afirmar que no cocina (al menos no como su esposa), pues con toda claridad sus intervenciones literarias tienen la función de aderezar y condimentar. Estas intervenciones son de diversa índole, pero en general tienen la intención de proporcionar familiaridad o sustento a la propuesta culinaria, guiando al lector no sólo en el origen de muchos ingredientes –algo que por otro lado se ha hecho mucho– sino en la manera correcta e idiomática con que los mexicanos los identificamos y diferenciamos; tal es el caso del genérico tomate y sus diversas variantes dialectales. Inmiscuyéndose en la cocina y la pericia nata de Socorro, del Paso salpimenta el recetario con anécdotas y datos históricos que sólo una vida de lecturas y viajes le pudo ayudar a compilar, porque estos suelen aparecer salpicados y sin contexto en múltiples textos, muchas veces poco o nada relacionados con la gastronomía. Y para apegarse al pensamiento del mexicano y su aparentemente incansable búsqueda por conocerse, en sus intervenciones del Paso presenta asimismo una buena cantidad de mitos –y un gran acierto es su reserva frente a ellos– a los que hoy podemos responsabilizar por moldear y dar certeza a varios símbolos patrios comestibles, como nuestro mole poblano inspirado por la divinidad y los chiles en nogada que, a pesar de no haber probado nunca, le fueron servidos a Iturbide.

No debe esperarse en el Libro de cocina de Socorro y Fernando del Paso platillos de esa cocina que injustamente se ha dado en llamar “alta”, sino comida proveniente de lo popular y lo familiar, que es igualmente presumible, diversa y orgullosa. Las recetas de la Sra. Socorro se parecen mucho a las de muchas de nuestras abuelas, esas anónimas heroínas, amas del fogón que eran y son capaces de transmitir emociones al cocinar y servir. Tampoco se trata de la clásica cocina llena de iconos y estereotipos, como esa que puebla los bufets turísticos en cada hotel de nuestra geografía. La cocina de Socorro demuestra oficio y dominio de ingredientes y utensilios. La sazón de la que hace gala es la de los hogares de hace cinco o seis décadas, cuando la mujer comenzaba a incorporarse a la vida económicamente productiva del país y se hacía presente la invasión de productos industriales y los electrodomésticos. Los platillos aquí expuestos no fingen nada –pues la cocina, si buena, es incapaz de fingir– y encuentran en la tecnología culinaria modos de sustituir a los utensilios tradicionales. Abundan por tanto los capeados o rebozados con sus respectivos caldillos, ambos elementos que si bien ya eran comunes en tiempos novohispanos no se popularizaron sino hasta la llegada de las batidoras y las licuadoras eléctricas a mediados del siglo XX, para luego encontrar el camino a su entronización popular al expenderse en las cocinas económicas. Se observa entre las recetas una acuciosa selección de lo que era posible reproducir en Francia, pero también una observancia de los requerimientos del ayuno y las necesidades de la dietética o la nutrición, por lo que lo mismo encontramos recetas de romeritos que de ensaladas y platos vegetarianos “de resistencia”. Y así, entre postres, cocteles, salsas y platillos pertenecientes a la más pura raigambre popular mexicana (calabacitas con carne de puerco, caldo tlalpeño, manchamanteles, tamal de cazuela, tinga, verdolagas) lo que el lector encontrará en estas páginas es tradición, conocimiento y cultura. En una sola palabra, Gastronomía; en más palabras, a una parte importante de sí mismo.

Ahora bien, con su narrativa asociada a la cocina y lo gastronómico Fernando del Paso no pudo evitar que se le cayeran en nuestro libro ciertos asuntos relacionados con la intertextualidad. De repente es posible notar, al excavar entre las líneas, algo de aquella melancolía experimentada por Palinuro en Londres ante las expresiones culinarias inglesas –y no las de París como Socorro, Fernando y su hija– tristísimas para mexicanos cuyos estómagos habían sido forjados en el fuego jamás descrito del Paraíso. Asoma también por ahí aquella abuela que Palinuro nombrara reina de la cocina, dueña y administradora de la charola del pan y de la decisión sobre quién se comería los bizcochos, y de alguna manera, aunque mucho menos grotesca y paradójica, aparece también la mítica Isla de los Gastrónomos, donde todo era sabor, aroma y textura en inquietantes ingestas. Elementos como los ahuautles, huevecillos de un insecto acuático, aparecen entre las quejas del Coronel Du Pin, quien en Noticias del Imperio se muestra intolerante al pulque, a las tortillas y a los frijoles. Y en el extremo opuesto, magníficamente ensalzados –y no me refiero a la salsa, que doy por buena sin dudarlo– los huevos rancheros presumiblemente inspirados en la receta que aquí comparte Socorro formaban parte del menú matutino del Emperador Maximiliano de Austria.

Los del Paso nos comparten una obra que tiene la virtud de demostrar, gracias a la literatura, la historia y el oficio coquinario; que la verdadera comida mexicana es la popular, aquella que se reproduce cotidianamente pletórica de identidad, emociones y sin fingimiento al interior de nuestros hogares, en fondas, calles y mercados. Y debe decirse que va aun más allá, pues el Libro de cocina de Socorro y Fernando del Paso contiene una muy temprana aportación teórica a la construcción del concepto de lo que hoy muchos llaman con ligereza o excesiva confianza “Nueva cocina mexicana”, definición que sigue sin discutirse ni producir acuerdos a pesar de que México cuenta [contaba] ya con un cuerpo diplomático gastronómico de elite, una Ley de Fomento a la Gastronomía Mexicana y varios chefs y establecimientos beneficiarios de ella colocados en las top lists internacionales. Queda todavía tanto por hacer, pero la reedición de este libro de cocina que hoy nos trae el Fondo de Cultura Económica constituye una buena muestra de que los recetarios pueden y deben volver a contener historia, anécdotas y platillos que por cotidianos parecen invisibles, devolviendo con ello humanidad e identidad a las cocinas mexicanas.

Aquella mesa de presentación terminó en una inolvidable comensalidad hecha de palabras. Agradezco profundamente a Fernando y Socorro del Paso, así como a su entrañable familia, aquellos breves momentos de convivencia en la que, por cierto, no hicieron falta los alimentos. Y no importó.

martes, 6 de agosto de 2019

Llamando ocupantes… a una reunión que no sucedió

Es probable que corriera el año de 1986. El tianguis de música del Chopo ocupaba cada sábado las banquetas de la calle de Dr. Enrique González Martínez y yo, asiduo y pertinaz visitante, rebuscaba entre cientos de LPs de 33 1/3 revoluciones usados, que por permanecer bajo el sol inclemente durante largas horas, y muchas veces debido a su venerable edad, requerían de una revisión exhaustiva si uno quería evitar desagradables sorpresas. El ritual consistía invariablemente en tomar el disco (en ese tiempo no existían “puestos” en ese mercado. Todos ponían su mercancía sobre el piso) levantarlo, darle la vuelta para verificar la lista de canciones (como si algo en ese ejemplar fuera diferente a lo que ya se conocía) y preguntar el precio al vendedor. Conocer el valor del disco solía ser un confiable indicador de su estado de conservación, pero de todos modos se imponía solicitar con una mirada que se nos permitiera sacar y mirar el vinilo –decíamos “acetato”– para cerciorarnos de que no tuviera rayones ni estuviera torcido por el calor. Satisfecho, uno sacaba los pocos pesos que costaban esas cosas y, no sin antes intentar un inútil regateo, pagar. 
Así fue como, en la esquina de González Martínez y Héroes ferrocarrileros, descubrí una mañana el LP de Klaatu, el grupo misterioso. Es probable que el disco costara unos 70 o 90 pesos, no lo recuerdo bien. Pero era demasiado para mi, que había hecho algunas pequeñas compras de sencillos 45 rpm y me había quedado sin dinero. Después de una revisión con la que comprobé que el disco estaba extraordinariamente bien cuidado, tenía aún su funda de plástico y conservaba su funda con letras, rogué al vendedor que me lo guardara para la otra semana. Se trataba de un tipo no demasiado amable que, de hecho, se negó a apartármelo sin un adelanto que obviamente no estaba en condiciones de ofrecer. “Si no sale, aquí va a estar la otra semana”. Dejar aquel hallazgo ahí tirado fue algo angustioso, no lo puedo negar. ¿Por qué la urgencia? Porque aquel era para mi un disco mítico del que sólo había leído breves y fantasiosas leyendas (que por ello tenían posibilidades de ser verdaderas) en revistas como Conecte y en un libro recién robado a un amigo y aún conservo: The long and winding road. A history of The Beatles on record


Para no dar demasiadas vueltas, el disco tenía algo de importante porque desde su publicación en 1976 se rumoró que era producto de una reunión secreta de The Beatles. Muchas cosas en aquel disco parecían apoyar la teoría una reunión. Primero que nada, que en la portada no aparecía una fotografía de la banda, sino un gran sol humanizado levantándose sobre un paisaje natural (“Here comes the sun”). El álbum tampoco tenía título, y este tampoco podía hallarse en el lomo ni el centro impreso del acetato. Muchos años después descubrí que se titulaba “3:47 EST”, cosa que en vez de aclarar algo lo volvía mucho más oscuro. Resultaba inevitable tratar de encontrar alguna pista que denunciara alguna huella beatle en la portada (como si se tratara del Sgt. Pepper o Abbey Road con el asunto de la supuesta muerte de Paul), y en muchas ocasiones creí ver “algo” en los extraños seis (¿o siete?) arbustos que asomaban en la parte baja del marco ornamental que envuelve la imagen.


El asunto misterioso no paraba ahí. El disco fue publicado por EMI-Capitol y la temática mágico-espacial del disco, que en nada concordaba con la portada ecologista, también parecía sospechosa. Era más o menos homogénea y las canciones tenían letras llenas de palabras cultas que requerían del uso un diccionario; tanto, que incluso mi maestra de inglés tuvo problemas para traducirlas (tanto para que no dijeran nada importante). En opinión de muchos, aquello escondía algo, aunque no quedaba claro qué, y la música no hacía sino acrecentar las suspicacias, pues sin duda alguna era notablemente beatlesca. Pensando mal o movido por la ilusión, cualquiera escucharía la voz de John Lennon en la canción que abría el disco, Calling occupants of interplanetary craft. Tampoco era difícil creer que la guitarra slide de California Jam fuera del mismísimo George Harrison, y desde luego, una de las dudas más serias surgían en Sub Rosa Subway,  una canción muy en el estilo de Paul en la que los efectos estéreo recordaban tanto los utilizados en Magical Mystery Tour. “Ringo” en modo alguno parecía ausente en esta supuesta reunión; el baterista de Klaatu supo emular con maestría los redobles zurdos y su sentido único del ritmo, de manera que muchos creyeron no sin cierto frenesí en la mítica reunión, que por cierto bien pudo haber sucedido, pues los cuatro músicos estuvieron juntos (aunque no revueltos) en algún momento de 1974 para grabar el álbum Goodnight Vienna de Ringo.
Tengo la impresión de que 3:47 EST es un disco infravalorado, así como la agrupación canadiense que lo firmó con una clara intención de homenajear a The Beatles. Mi primer contacto con Klaatu fue la compra de un sencillo 45 rpm afuera del Cine Latino, durante una proyección muy extemporánea de Help!. En la cara A aparecía Sub Rosa Subway y en la B, una versión corta y alternativa de aquel llamado a celebrar el “Día mundial del contacto”, Calling Occupants of interplanetary craft, que tan patéticamente copiaran los Carpenters el mismo año de su lanzamiento. 
A pesar de cierto impedimento que incluía la intervención quirúrgica de un familiar, y de la petición expresa de que no fuera al Chopo y acompañara a todos al hospital, el sábado siguiente me escapé temprano y llegué al tianguis en el momento en que el vendedor huraño sacaba su mercancía. No me recordó, ni creo que tuviera idea de tener aún el disco de Klaatu. Tuve que rebuscar nuevamente en su enorme pila hasta que di con él. Incrédulo, o no sé qué, lo tomé, le di la vuelta, leí el listado de canciones, volví a sacarlo de su funda y volví a preguntar por el precio. Sin ánimos de regatear esta vez pagué lo estipulado y salí corriendo del Chopo no sin lamentar un poco no poder quedarme a mirar un poco más entre punks erizos y rockeros de chamarras plagadas de zíppers.
Cerca de diez años después descubrí que Klaatu no había sacado sólo ese disco, que habían desmentido ser los Beatles, que pubicaron una obra maestra llamada Hope que competía en genialidad con A night at the Opera de Queen y que habían terminado sus días juntos con un disco llamado Magentalane. Hasta hoy, ya con una copia en CD y cada una de las canciones digitalizada y portátiles, no sé si es la música, la controversia o las peripecias para poder conseguirlo y conocerlo.  3:47 EST sigue siendo uno de mis discos favoritos en la vida.

apl agosto 19

lunes, 29 de julio de 2019

El jugador debe saberse en el juego y estar preparado para jugar


Debe haber sido a finales del pasado milenio, en 1998, cuando con los poetas Alejandro Tarrab y Eugenio Tisselli entré a la Librería El Parnaso, en Coyoacán, que era nuestra librería en otro tiempo en el que la zona podía catalogarse como cultural y no turística, como sucede hoy. Teníamos precupaciones propias de la gente que gusta de aprender y acumular libros, unos buscando novedades y otro más, como yo, aún queriendo beber de fuentes clásicas. Yo recuerdo perfectamente haber entrado en persecución de algún libro de Julio Cortázar y haber visto (con anhelo) una pila de gruesos volúmenes blancos de Toda la Obra de Juan Rulfo en la edición de Archivos, que tuve que dejar pasar por tener un precio inaccesible. Me es difícil pensar en qué buscaban Tarrab y Tisselli, siempre a la vanguardia, pero de lo que sí me acuerdo es que los tres coincidimos en saludar a un personaje que se alojaba en el incómodo hueco triangular que formaba la parte baja de la escalera, lugar usualmente inútil que, sin embargo, era el sitio de trabajo de uno de los mejores libreros que yo haya conocido. Ahí estaba él, diríase que agachado frente a su computadora, como inspirando a un futuro Harry Potter pero entre pilas de libros retractilados y con alguna lectura en la mano. Edgar Krauss era mi compañero en la Escuela Nacional de Antropología y de alguna manera era también conocido de mis dos amigos poetas. Es posible que Tarrab le haya preguntado por algún libro en específico que sólo él hubiera podido encontrar en la estantería, pero creo que lo que sucedió tras ver los textos que íbamos a comprar es que le dieron ganas de hacernos un bien, por lo que nos preguntó “¿ya leyeron Seda, de Baricco?”. La respuesta unánime fue no, y estoy seguro que por dentro los tres nos preguntábamos “¿quién será ese tal Baricco?”. Edgar nos llevó a la mesa de Anagrama, una editorial más o menos recién llegada a México que tenía cierta celebridad por publicar a los iconos de la Beat Generation y por sus infames traducciones repletas de  slang ibérico que lamentablemente se mantienen hasta hoy. Naturalmente no desestimamos la recomendación y nos llevamos a casa por lo menos dos ejemplares de Seda. Yo recuerdo haber quedado perplejo por la capacidad narrativa de Baricco, cuya brevedad y contundencia eran pura poesía. En meses y años siguientes leí también Novecento, City, Océano Mar, Mr. Gwynn, Sin Sangre, Emaús… y me perdí varios más que seguro un día van a llegar. Todo en Baricco era para mi literatura, hasta que en 2018 publicó The Game
El más reciente libro de Alessandro Baricco es, extrañamente (aunque hubo un previo, Los bárbaros) un divertido y reflexivo ensayo sobre tecnología. Uno en el que se pregunta y se responde cosas que hoy pertenecen a la cotidianidad y que confrontan a lector –si no en realidad lo fuerzan– con los miedos de este nuevo milenio, provocados en buena parte por la velocidad vertiginosa con que se generan y transmiten actualmente los acontecimientos, nuestra capacidad mediática de “saber” lo que sucede en el mundo y la imperiosa instantaneidad que la vida moderna nos impone. ¿Nos la impone, realmente? ¿somos acaso víctimas de un imparable streaming, de mareas que somos incapaces de controlar o evitar? ¿somos basura flotante en el océano mediático o capitanes de navío, capaces y conscientes? ¿se nos impuso una tecnología invasiva y los cambios que se han operado en nuestro concepto de humanidad son consecuencia del accionar de una mente maestra, o fue nuestra necesidad de escapar de un mundo limitado y lineal lo que dio pie al nacimiento y ejercicio de lo tecnológico hipertextual, multidimensional en el que hoy nos movemos como peces en el mar?
Las anteriores son preguntas que se han hecho, mucho antes que Baricco, estudiosos de las ciencias computacionales, sociólogos, filósofos y empresarios de nivel mundial, por lo que quizás no representan una gran novedad. El acierto de Baricco es presentar a los neófitos esas ideas desde la visión de un escritor por medio de una versión literaria (de repente odiosamente didáctica) y sacudidora de lo que nos está sucediendo como especie en estos albores del siglo XXI. ¿De qué mundo o versión del mundo –impuesta, claro– querían escapar quienes sentaron las bases teóricas de internet, de la aldea global, de la intertexualidad y el derrumbe de las fronteras (Berners-Lee, McLuhan, Eco y Augé)? ¿estaban estos visionarios conscientes de los escenarios que provocarían sus ocurrencias, o sólo estaban hartos de lo que veían e hicieron lo que creyeron conveniente, como gente de su tiempo? ¿Y por qué sus ideas revolucionarias, tachadas en un principio de anárquicas, fuera de lugar y peligrosas hoy constituyen nuestra más viva realidad en la copia digital del mundo que hemos ayudado a construir en las últimas décadas (con Gates, Jobs, Bezos, Zuckerberg y Page)?
Y la pregunta final… ¿Hacia dónde se dirige esta humanidad aumentada, inmersa ya en este juego que se ha planteado tras las recientes revoluciones mental y tecnológica?. Eso es para Baricco The Game, algo para lo que más vale estar preparados y conscientes.
Aún con la espantosa traducción de Anagrama, no te lo pierdas.
Baricco, Alessandro (2018). The Game, España: Anagrama.
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miércoles, 24 de julio de 2019

Lo que debes leer para seguir creyendo o dejar de creer en los chiles tricolores de Iturbide


Cada año, alrededor de julio y septiembre, aparecen en los mercados marchantas sentadas frente a un canasto rebosante de nueces de Castilla. Al golpearlas con una pequeña escuadra metálica quiebran sus cáscaras y exponen su interior encefaliforme, imagen y sonido que nos hace darnos cuenta de que llegó la temporada de Chiles en nogada. Es entonces también cuando, inmersos en el torbellino de las redes sociales, aquellos que se ven atrapados en la duda que genera la interacción de tiempos y los hechos míticos con la cruda realidad –por cierto nada interesante– se ven conminados a preguntarse: ¿Quién inventó los chiles en nogada? ¿De verdad los comió Agustín de Iturbide? ¿Representan sus colores su bandera de las tres garantías? ¿cuál es la receta “original”? ¿Se capean o no? ¿Alguna vez fueron postre?.
Llevo tantos años recordándole a la gente que el relato de Iturbide es un mito y que éste no se corresponde ni con la historia ni con la realidad, que ya se me han quitado las ganas de seguirlo machacando. Por ello, y para variar, esta vez lo que pretendo es recomendar libros y textos que apoyan una y otra vertientes del relato (el mito de Iturbide y la versión histórica) para que quienes lo lean formen su propia opinión y generen sanos juicios de adultos.
Antes de ir adelante debo decir que la controversia es lógica y hasta cierto punto normal. Es probable que no exista un país en el mundo que no recurra a la mitología para fundamentar su identidad gastronómica. Los mitos al comer son necesarios porque dotan a los alimentos y a las mesas de una auténtica y propia narrativa; los rodean de un halo de cultura, de antigüedad, de validez culinaria y con ello de un rostro propio que contribuye cotidianamente a construir el de nuestras sociedades. Si los alimentos no tuvieran los significados que construimos, deseamos y veneramos ¿a qué sabrían? ¿para qué servirían? ¿para qué sería útil otorgarles temporadas? Esa es, y no otra, la magia del rito: su capacidad para repetir periódica y cíclicamente lo que recita el mito y ofrecer a sus usuarios una sana recordación de lo que son.
En el caso que nos interesa el mito de los chiles en nogada puede resumirse (con leves variantes) como sigue:
“Los chiles en nogada son un platillo barroco. Se capean o rebozan. Sus colores representan la bandera de México y la primera vez que se sirvieron fue en 1821 a Don Agustín de Iturbide en A) un convento de monjas poblanas o B) para conmemorar su onomástico o la victoria de su ejército que dio como resultado la Independencia en casa de unas hermanas poblanas que lo admiraban mucho”
Si lo que deseas es mantener a salvo tu visión nacionalista, reafirmar lo que narra este mito y conocer textos que lo den por verdadero o fidedigno al contextualizar en lo posible la ingesta de chiles en nogada por Iturbide en un convento o festejando su santo en casa de unas hermanas un 28 de agosto, esta es una lista extensa (mas no exhaustiva) de los libros que debes leer:

Mesa soberana de Martha Chapa y Alejandro Ordorica. Un libro absolutamente prescindible sobre el contexto de la cocina mexicana del siglo XIX.
La cocina mexicana de Socorro y Fernando del Paso. El libro fue escrito para un público francés y no tiene otras pretensiones que ilustrar la cultura y la gastronomía mexicana en un país ajeno. Perpetúa el mito de Iturbide, sí, pero con un fin claro de divulgación.
Gastronomía de José N. Iturriaga. Como parte de la colección “Historia ilustrada de México”, un proyecto editorial claramente nacionalista, es natural que el mito de Iturbide aparezca como “histórico”.
Encuentro de dos fogones de Paco Ignacio Taibo I. El autor advierte que el suyo no es un libro de historia. En sus páginas se repite el mito del ejército trigarante y los chiles servidos al emperador en Puebla.
Con sabor a Patria de Martha Chapa y Fernando Ordorica. Este es quizás el más mediocre de todos los libros que hablan del mito de Iturbide. Si bien se trata de un libro de cocina con recetas diversas de chiles en nogada, Ordorica hace un intento cuasi histórico en el que expone las diferentes variantes del mito, pero no se atreve a cuestionarlo. De hecho, se inventa unos cuantos mitos más, por condimentar el momento.
Historia de la comida en México de Amando Farga. Un clásico de la gastronomía mexicana que reproduce el mito de Iturbide y tiene el acierto de indicar su fuente, quizás la original. Farga le atribuye el mito, sin cuestionarlo tampoco, a Agustín Aragón Leyva. Farga, sin embargo, introduce un dato curioso: los chiles en nogada no fueron valorados en México sino hasta 1930, cuando el célebre cineasta ruso Sergei Eisenstein los ponderó como “lo más delicioso que había degustado en su vida”.
Diccionario enciclopédico de la Gastronomía Mexicana de Ricardo Muñoz Zurita. Fiel al nacionalismo gastronómico, el autor repite el mito de Iturbide como si se tratara de un ingrediente más de la receta, sin el cual no le sería posible existir.
El Universo de la cocina mexicana de María Stoopen. La autora bebe de fuentes secundarias y repite el mito, aunque con cierto tiento y temor a afirmar algo que no podía probar. Sin embargo, tampoco lo niega.
Los chiles rellenos en México, Antología de recetas de Ricardo Muñoz Zurita. Edición bilingüe que contribuye a la difusión internacional del mito de Iturbide. El texto repite casi letra por letra, y sin poner en duda nada, la entrada sobre chiles en nogada de su diccionario enciclopédico. 
Larousse de la cocina mexicana de Alicia Gironella d’Angeli. Es natural que este libro reproduzca el mito de Iturbide, ya que su publicación representa una autorizada versión de la cocina mexicana, que poco significaría sin la cultura que los rodea, cualquiera que sea su naturaleza.
Ahora bien, si lo que deseas es cuestionar los mitos históricos relacionados con los chiles en nogada, situar su versión canónica en la década de 1930 y conocer los serios rastreos que sobre esta receta patrimonial se han realizado en múltilples recetarios antiguos, literatura de época y archivos documentales relacionados con la gastronomía, la lista de libros y fuentes que puedes consultar se reduce:
Nacionalismo culinario. La cocina mexicana en el siglo XX de José Luis Juárez López. En este libro el autor profundiza en la búsqueda de las raíces de lo mexicano utilizando fuentes poco convencionales y descubriendo que, de la manera en que las vemos hoy en día, éstas resultan ser más modernas de lo que se sospechaba. La receta actual de los chiles en nogada no puede rastrearse antes de la década de 1930, y no, no existe posibilidad histórica de que se los hayan servido a Agustín de Iturbide.
Engranaje culinario. La cocina mexicana en el siglo XIX de José Luis Juárez López. El autor confirma la imposibilidad histórica del mito de Iturbide al indagar en antiguos recetarios, comparar preparaciones e ingredientes y contextualizar históricamente el fenómeno de los chiles en nogada. Efectivamente, estos aparecen en las fuentes del siglo XIX, pero en modo alguno se parecen a la receta que hoy se venera y reproduce como “original” en México.
Chiles ficcionales (perdón, nacionales) de Alberto Peralta de Legarreta. En este artículo se hace una revisión de la literatura desmitificadora y se agregan líneas sobre el simbolismo patriótico que a estos chiles les fue otorgado a lo largo de los últimos 90 años. Se puede consultar en Revista Bicaalú 88, septiembre 2017 o en este mismo blog.
“Los chiles en nogada, entre la cocina y el mito” por José Luis Juárez López. Este artículo constituye un rastreo de las fuentes históricas sobre los chiles en nogada, sus variantes y posibles orígenes del mito. Se puede leer en línea en: http://wikipuebla.poblanerias.com/chile-en-nogada/
"Orígenes de la Nogada" por Alberto Peralta de Legarreta. Este artículo hace un recorrido histórico y documental sobre la salsa de nogada en Occidente, pasando por la cocina novohispana y la construcción y popularización de las nogadas actuales, durante el siglo XX. Búscalo en este mismo blog: https://albertoperalta.blogspot.com/2025/08/origenes-de-la-nogada.html
Si ninguna de las posibilidades antes mencionadas satisface tus intereses o aclara el dilema de los chiles en nogada, quedas invitado a realizar tú mismo la investigación, de preferencia en las fuentes primarias, que no mienten. ¿Cuáles son esas fuentes? 

Primero que nada debe aceptarse que no existe tal cosa como una "receta original" de los chiles en nogada y que, aunque dulces, nunca fueron un postre. En general la búsqueda histórica de la gastronomía se hace en literatura contemporánea al objeto investigado (novelas, poemas, canciones, periódicos) y en recetarios antiguos (los hay a partir del siglo XVIII y hasta el XIX, si la idea es contextualizarlos en tiempos de Iturbide), muchos de ellos ya publicados por Conaculta en su Colección de Recetarios Antiguos. También es posible recurrir a recetarios clásicos como La cocinera poblana o el libro de las familias, el Cocinero Mejicano de 1831 (3 vols.) o el Nuevo Cocinero Mexicano en forma de Diccionario de 1888 (Porrúa). Estos recetarios nombran y proporcionan en sus páginas la fórmula de los chiles en nogada. Existen muchos otros documentos culinarios impresos o estudiados, pero sería ocioso buscar en ellos una receta parecida a la actual, de manera que se desaconsejan a menos que lo que interese sean recetas aisladas como la de la salsa de nogada o el uso de alguna especia o ingrediente de los chiles patrióticos. Intentar dar sostén al mito de Iturbide utilizando fuentes del siglo XX es algo que tampoco tiene sentido, pues incluso los autores más célebres contribuyeron a la construcción del mito al repetirlo u ornamentarlo, como es el caso de Salvador Novo. De él se afirma que dijo (sin que se sepa dónde lo habrá dicho) que “los chiles en nogada son históricos, estéticos y sabrosos”, y en su célebre libro de Cocina Mexicana sólo les dedica un par de líneas para honrarlos pomposamente como especialidad conventual (¿?) “coronada de rubíes”. Otro autor notable al que los gastrónomos de México suelen recurrir (más por haber sido un gourmand –tragón–que por cocinar o historiar la cocina, pues en verdad tenía otros asuntos qué atender, como aspirar al Nobel de Literatura) fue Alfonso Reyes, quien claramente sintió una notoria predilección por el mole y sólo parece haberle dedicado un fragmento poético a los chiles en nogada, sin dotarlos en modo alguno de historia o leyenda (conste que en esto sigo a María Elsa G. Hernández y Martínez, pues en otros lugares -lo cual hace más sentido- la cita se le atribuye a Guadalupe Pérez San Vicente):
“Esmaltado con granos rubí, traslucidos y brillantes, un albo manto de nuez casi armiño cubre apenas el verde intenso de los chiles. Al morderlos surge toda la esplendidez barroca del picadillo envuelta en la pulpa carnosa de los chiles y se mezcla golosa, al perfume suave de la salsa de la nogada y al sabor agridulce que encierra como cápsula intacta, cada grano de granada”.

La decisión de creer una cosa u otra sobre los chiles en nogada te pertenece. Tienes frente a ti un camino sencillo que consiste en creer y reproducir las consejas sin reflexión, y otro que ofrece evidencias pero pondrá a prueba –sin hacerte daño realmente– tus más profundas y heredadas creencias.

® Apl 2019

Luna

En realidad no hay Luna. Se trata tan sólo de una idea fija en la profundidad de nuestras mentes que el hombre se ha empeñado en transmitir a través del tiempo. De un modo casi genético, nuestros sentidos han aprendido a dibujar esta idea en el cielo, a verla esconderse rápidamente detrás de las nubes e incluso hacerla responsable de las mareas. La verdad es que hacía falta algo en el cielo nocturno, tan poblado de estrellas y luces  lejanas que con seguridad hizo que los primeros humanos se sintieran solos y empequeñecidos. Fue entonces una noche, tal vez alrededor de una hoguera, que de común acuerdo se creó a la Luna con base en una idea simple: ahora habría luz en las tinieblas. Los padres señalaron a sus hijos el lugar en el que estaba y en el que habrían de hallarla todas las noches, hablándoles de su infinita blancura, redondez y cercanía. Así, durante muchos años, muchos siglos, la Luna permaneció a la vista de todos. Sin embargo eran pocos los que lograban ponerse de acuerdo acerca de su aspecto, por lo que surgieron diversas religiones, basadas en otras tantas creencias, las cuales causaron una división tan grave entre las personas que casi fue la causa de la desaparición de la Luna. Por fortuna no fue así, pues en medio de las álgidas guerras y discusiones un pequeño pero decidido grupo de cosmógrafos comenzó a difundir la idea de que la luna se movía. Ante tan revolucionaria propuesta miles de hombres y mujeres se escandalizaron, pero al mirar el cielo hubieron de rendirse ante la evidencia; la Luna no sólo parecía moverse, sino que —como a su vez otro grupo, esta vez de dramaturgos, hizo notar— su movimiento le confería diferentes aspectos cada noche. Tiempo después una primitiva feminista estableció la duración del ciclo lunar, basado sin duda en el período de fertilidad humano, que ha tenido enorme aceptación hasta nuestros días. A otra mente genial (lamentablemente anónima) se le ha atribuido la caracterización de las fases lunares, básicas para la cabal explicación de los diferentes grados de luminosidad y contornos de la Luna, conocimiento esclareció el misterio de la súbita desaparición del cuerpo celeste durante las dos últimas noches del ciclo, hecho que había señalado con anterioridad un célebre poeta ciego de la antigua Sumeria.


Hoy la Luna es el símbolo del triunfo de las ideas. Se ha convertido en algo tan palpable que de hecho hemos visto personas viajar a ella y caminar en su superficie. Hoy posee mares y montañas, valles y casquetes polares con agua congelada en los que es justo sospechar que existe vida. La Luna es uno de esos pocos sueños que han tenido la virtud de poder estar en otros sueños, y éstos en otros, infinitamente, hasta la Realidad. Pues quién nos dice que esta Realidad no es otra cosa que un sueño redescubierto cuyo origen en el tiempo hacía mucho que estaba olvidado.

Objetario (circa 2002)

lunes, 22 de julio de 2019

Y como lugar poco común, el poeta Julio Cortázar


Usualmente recordamos a Julio Cortázar por su novela Rayuela de 1963, que contrario a lo que muchos piensan no es un texto no-lineal (aunque sí altamente experimental) y sí un texto lineal con interpolaciones meta-temporales que se ofrecen alternativas y opciones al lector. La novela y buena parte de la obra de Cortázar se inscribe en el boom latinoamericano donde efectivamente los autores coquetearon con las formas aparentemente caóticas de otras expresiones, la flexibilidad e incluso posibilidad de ruptura con el lenguaje e incluso con el jazz. Estas posibilidades se observan en la obra de Cortázar con propuestas que parecen inspiradas por vanguardias como el cubismo y el surrealismo (los textos de narración multifacética, el entrecruce del mundo mágico con la realidad subjetiva) así como la invención del lenguaje Glíglico, inspirado tal vez en sus antepasados vanguardistas Oliverio Girondo y Vicente Huidobro, del célebre capítulo 68:


 “apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, 
 los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, 
la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo 
en una sobrehumítica agopausa"

Otros más recuerdan a Cortázar gracias a sus cuentos, algunos de los cuales eran lectura obligatoria en un muy antiguo programa literario de secundaria a través de libros como “El cuento hispanoamericano” de Seymour Menton. Los lugares comunes para esta vertiente del recuerdo son textos como Casa tomada y el surreal La autopista del sur, aunque no es posible olvidar otros, cortísimos, que hicieron época: las Historia de Cronopios y de Famas y su Manual de instrucciones. Julio Cortázar fue un narrador excepcional con la capacidad de extirpar al lector de su realidad para insertarlo a través de una sutil membrana al campo de lo paranormal. No en vano fue traductor de Edgar Allan Poe y se relacionó tan bien con el laberíntico y poético Borges.

Sin embargo, a Cortázar muy pocas veces lo recordamos por su poesía. Tal vez sea porque el primero de sus libros en verso lo escribió en 1938 firmando con un pseudónimo; el siguiente se puso a jugar, vanguardista como era con el lenguaje, confundiendo poemas con pameos y meopas. Un tercer libro apareció cuando él ya no estaba en el mundo. En este último Julio utilizó como título la línea final de la traducción de Octavio Paz para un haikú escrito por Matsuo Bashô, en el que como debe ser, el poeta japonés detuvo la eternidad:

«Este camino
ya nadie lo recorre 
salvo el crepúsculo»

Salvo el crepúsculo es un libro de poemas, milongas y canciones que pasan de la prosa al verso y de regreso sin pudor alguno. Es un libro rítmico que se recomienda leer (como su cuento “El perseguidor”) con un fondo de jazz que sea plenamente consciente de que acompaña improvisaciones, como los que proveía Charlie Parker. A Cortázar siempre se le recomienda. Léelo y siéntelo, digo yo, que no voy a contradecir a los que saben.



[Para leer en forma interrogativa]

Has visto
verdaderamente has visto
la nieve los astros los pasos afelpados de la brisa
Has tocado
de verdad has tocado
el plato el pan la cara de esa mujer que tanto amas
Has vivido
como un golpe en la frente
el instante el jadeo la caída la fuga
Has sabido
con cada poro de la piel sabido
que tus ojos tus manos tu sexo tu blando corazón
había que tirarlos
había que llorarlos
había que inventarlos otra vez.


Conseguí mi ejemplar de Salvo el Crepúsculo alrededor de 1994 en la extinta Librería El Parnaso, en Coyoacán, cuando Alfaguara publicó una segunda edición en su décimo aniversario. Recuerdo el  profundo impacto que me causó y la manera en que con él Cortázar me introdujo al mundo del Haikú, oficio poético que ejercí de manera idealista unos meses, como debía ser.


Cortázar, Julio (1984). Salvo el Crepúsculo, España: Alfaguara.

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